Las circunstancias que vivimos como nación me
preocupan, soy una persona realista. Me he encontrado varias
veces con la violencia que camina por las calles, he sentido su crueldad
muy cerca de mí.
Una inmensa decepción ha llenado mi corazón al
pensar que veríamos la luz al final del túnel, pero solo he encontrado que el
camino oscuro se ha hecho cada vez más largo. Hay días en los que me siento
muda, sin palabras que puedan consolar aun a los más cercanos y queridos. A veces
la decepción se ha convertido en tristeza; sin embargo, de algo estoy
absolutamente convencida, la verdadera fe se demuestra en medio de la
adversidad.
El ser humano puede ser despojado de sus
bienes materiales, puede ser víctima de toda clase de vejámenes, puede vivir
situaciones que comprometan sus más esenciales principios,
puede atravesar los más terribles conflictos; pero hay cosas que no
pueden ser arrancadas de su ser, que se encuentran en lo más íntimo de
su alma, grabadas como una marca de fuego. La fe es una de ellas y, aunque como
todas las cosas que pertenecen al espíritu la fe es abstracta, intangible,
hasta indefinible, son estos vientos contrarios los que la hacen más real y más
fuerte. No hablo de la fe como una fuerza que viene de cualquier deidad, como
una fórmula que se puede preparar en la botica de cualquier brujo, como el
resultado de colocar un fetiche en algún lugar específico de nuestra casa,
vehículo o lugar de trabajo, o incluso, de llevarlo en nuestro cuerpo.
Me refiero a la fe que nace y se desarrolla como resultado de una relación de amistad con Dios. Esa fe que se mostró en obras palpables en las vidas de hombres y mujeres que decidieron recorrer sus caminos de la mano del Creador.
La fe que condujo a Moisés a sacar
al pueblo de Israel de su esclavitud en Egipto; la fe de Abraham que le creyó a
Dios cuando le dijo que su descendencia sería como las estrellas en el firmamento
y pudo ver a su esposa embarazada aun cuando era una anciana; la fe de Ana que
en la soledad de su infertilidad clamó a Dios por un hijo y nueve meses más
tarde tuvo al gran profeta Samuel cargado en sus brazos; la fe de Daniel que
vivió en medio del gobierno de uno de los reyes más corruptos, Nabucodonosor,
no permitiendo que sus amenazas doblegaran su fe, por lo que Dios le puso en
alto, lo honró con sabiduría y lo sacó ileso del foso de los leones.
Hablamos de la fe que nació en el corazón de
tantos que escucharon las palabras de Jesucristo. Como la mujer
samaritana que entendió que solo Él podía darle del agua que saciara la sed de
su alma. Como la fe del ciego Bartimeo que comprendió que con el toque de la
mano de Jesús no solo recobraría la vista de sus ojos físicos sino que sería
capaz de ver también con los ojos del corazón. La fe de aquel centurión romano
que reconociendo la autoridad de Jesús y sintiéndose indigno de ser visitado
por el Maestro para que su siervo recibiera sanidad, le rogó que pronunciara la
palabra de sanidad, y su siervo fue sanado.
Como la fe de la mujer del flujo de sangre
que nada ni nadie le impidió llegar al Señor para tan solo tocar el borde de su
manto y ser sanada de una enfermedad que había padecido por años. Como la fe
del apóstol Pablo que después de haber sido un fiero perseguidor de la Iglesia,
no resistió el llamado del Señor y dedicó su vida a proclamar el evangelio de Cristo en medio de las
circunstancias más adversas. Y
la fe de tantos otros que el espacio en el
papel no permite resaltar; también la de aquellos que la historia dejó de
registrar. La fe de muchos que hoy continúan creyéndole a Dios a pesar de ser
objetos de burla de hombres perversos, pero tienen la firme convicción del gran
amor de Dios.
"Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe". I Juan 5:4.
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