Dijo
Dostoievski que hay momentos en que el tiempo se detiene de pronto para dejar
paso a la eternidad, y de eso se trata justamente la extraordinaria novela de
Marcel Proust, En busca del tiempo
perdido, la cual, para mí, es una selva salvaje e inexplorada y que si no
cuentas con un buen guía inevitablemente te pierdes. En mi caso necesité de
otro escritor francés para que me abriera paso en la espesura, y André Maurois
resultó el mejor navegante posible en aquella jungla de sensaciones y
reminiscencias.
Tomó
a un arqueólogo de ruinas de templos budistas en indochina, a un revolucionario
que llegó a convertirse en secretario del Kuomintang en China, que fue actor,
junto con Chang Kai-Shek, de la pavorosa crisis de Shanghái en 1927, que de
regreso a su país se gana el prestigioso premio Goncourt con su novela sobre el
oriente, El destino del hombre, el
mismo que denunció el fascismo de Mussolini y que en 1936 se va a España a
luchar en contra de Franco y quien sin ser un aviador experto, crea un grupo de
tarea con el que lidera 75 misiones aéreas; durante la Segunda Guerra Mundial
perteneció al cuerpo de blindados del ejército francés, es capturado por los
nazis, se escapa y se une a los maquis
en la clandestinidad desde donde ayuda a la inteligencia británica en la lucha
contra los alemanes que han invadido su país. Llega a la Academia de las Letras
apadrinado por el Mariscal Pétain, el que luego sería la cabeza del infame
gobierno de Vichy pero sorprende al mundo cuando luego de la guerra, se alía
con la extrema derecha y apoya los poderes dictatoriales entregados a Charles
de Gaulle.
André
Maurois no era un gatito de peluche, era un escritor portentoso, un historiador
del arte, un cirujano del alma humana que escribió las mejores biografías de su
época, fue también uno de los primeros escritores franceses que se ocupó de la
ciencia ficción.
El
libro que escribió Maurois sobre Proust está considerado una obra maestra de la
investigación y la interpretación, basado no solo en su obra literaria formal,
fue el primero que tuvo acceso a su correspondencia, notas, cuadernos
personales y fichas, leyó cuanto material se escribió sobre este “Príncipe
Persa de las letras francesas”, entrevistó a quienes tuvieron la oportunidad de
conocerlo, visitó cada lugar que menciona en sus escritos, su experiencia con
el análisis freudiano le sirvió para ahondar en la compleja personalidad del
artista y descubrir para nosotros no solo a un esteta y filósofo, sino a una de
las inteligencias más preclaras de su siglo.
Dice
Maurois: “Hacia 1905, Marcel Proust, tras
veinte años de lecturas, observaciones y pacientes estudios sobre el estilo de
los maestros, se hallaba en posesión de un gigantesco fondo de notas.
Personajes surgidos de sus amistades y sus odios habían nacido lentamente en su
interior, se nutría de sus experiencias y eran para él más vivos que los vivos
mismos. En el transcurso de sus largos insomnios había extraído de sus
sufrimientos y sus debilidades una filosofía original que había de
proporcionarle un tema maravilloso y nuevo para su novela. Sobre aquellos
inmensos paisajes sentimentales, la luz lejana del paraíso perdido arrojaba una
luz oblicua y dorada, que ornaba de poesía todas las formas. Faltaba
instrumentar ese rico material melódico y componer con esos numerosos
fragmentos su obra.”
Para
Proust, el transcurrir inexorable de los instantes hace que nuestro mundo
cambie con cada momento, transformando nuestros cuerpos y pensamientos.
Todas
nuestras querencias y sentimientos terminan en ausencias, nada perdura, estamos
inmersos en el tiempo y es una ley que vivimos luchando en su contra, nuestros
ideales se van erosionando, nuestros amigos y amores envejecen y la muerte
finalmente nos los quita.
Para
Proust, el mundo real no existe, en su lugar hay un proceso en continua
creación y degradación, por ello no hay solo un mundo, sino millones de ellos,
tantos como personas existen.
La
única posibilidad de rescatar el pasado es por medio de la memoria, el tiempo
destruye la vida, la memoria trata de preservarlo, he aquí el corazón del
pensamiento proustiano.
Un
paisaje es creado en el momento por la visión de la persona, una visión que no
es inocente, que ya viene cargada de tendencias, valores, conocimientos,
experiencias y lo que estemos sintiendo en ese instante, por ello los paisajes
son irrepetibles y únicos, entre otras razones porque cuando volvemos a
mirarlo, tratando de rescatar ese sentimiento original, ya somos otros.
Pero
la memoria puede rescatarse por medio de sensaciones, como un olor o un sabor,
o palpando una textura, es como recobrar esos instantes del pasado saboreando
una magdalena con té en un jardín o escuchando alguna vieja canción, se
destapan los recuerdos y por un solo instante, vivimos en la eternidad.
Lo
único que podía centrar de alguna manera ese flujo de sensaciones de vida era
el arte, dice André Maurois sobre el pensamiento de Marcel Proust: “El papel del arte habrá sido, pues,
derribar los obstáculos, las ideas preconcebidas que se interponen entre el
espíritu y lo real. Así la filosofía se convertía en una reflexión sobre el
arte.” Y remata el propio Proust: “De
este modo, el arte enfila el camino de la metafísica y deviene en método de
descubrimiento”.
En busca del tiempo
perdido, la más
lograda y famosa obra de Marcel Proust no es una lectura que se hace por
obligación y mucho menos contra el reloj o con otros asuntos en la cabeza, es
una novela de cerca de tres mil páginas que le deparará un gran placer
estético, se sumergirá en el mundo de uno de los más grandes estilistas del
mundo, y como dice Maurois, del mejor “cazador de sensaciones” que ha existido.
–
saulgodoy@gmail.com
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