La elección chilena de este 17 de noviembre
tiene ya un claro vencedor. No me refiero a la persona que con toda seguridad
se impondrá en los comicios, Michelle Bachelet, sino al Estado, un Estado que
promete hacerse cargo de nuestra seguridad, garantizarnos una amplia gama de
derechos, asegurarnos mejores sueldos y buenas pensiones, en fin, un Estado
benefactor, grande, poderoso y generoso, como una madre que sólo quiere nuestro
bien y nunca nos abandona.
Esta es la melodía que ha marcado la
contienda electoral y refleja un desplazamiento de fondo en las opciones de la
mayoría de los chilenos, que parece decidida a modificar sustancialmente el
modelo de desarrollo seguido por el país durante las últimas décadas. Esto es,
más allá del nombre del nuevo presidente, lo importante, ya que impulsará a la
sociedad chilena en una dirección incierta bajo el signo de un estatismo más o
menos radical.
La propuesta de continuidad, representada por
la candidata de la centroderecha Evelyn Matthei, será, por lo que indican los
sondeos, ampliamente derrotada. Esto puede resultar incomprensible para quien
analice el desempeño de Chile –en términos, por ejemplo, de crecimiento
económico, mejoramiento de las condiciones generales de vida y reducción de la
pobreza– desde la restauración de la democracia en 1990 y, más aún, durante el
actual gobierno de Sebastián Piñera.
Sin embargo, hay que recordar que “la
realidad” no es lo que es sino lo que parece ser y ello se decide no en el
terreno de las estadísticas o los “datos duros” sino en el mundo de las ideas,
de las interpretaciones y las visiones del mundo. O, para decirlo cortamente,
de la cultura en el sentido más amplio de la palabra. Y es en ese terreno donde
la opción de centroderecha ha sido aplastantemente derrotada creando las
condiciones de la derrota electoral que se avecina. Se trata de un largo
proceso que tuvo su espectacular eclosión el año 2011, con sus grandes
movilizaciones que lograron instalar un discurso antisistema que cuestionó los
pilares mismos del “modelo chileno”: la economía abierta de mercado, el Estado
limitado que focaliza sus intervenciones sociales en los sectores más
vulnerables y una democracia que impone amplios consensos legislativos.
Sin embargo, hay que resaltar que en este
caso se trata, sobre todo, de una derrota autoinfligida. Más que una batalla
perdida, ésta ha sido una batalla no dada. En buenas cuentas, en esta elección
presidencial se pagará aquello que el escritor chileno Axel Kaiser llamó la
“anorexia cultural de la derecha”, es decir, su incapacidad para entender “el
poder de las ideas y de la cultura como factores decisivos de la evolución
política, económica y social” (La fatal ignorancia, Santiago 2009). La
centroderecha chilena creyó que la eficiencia del sistema le daría
automáticamente legitimidad y apoyo descuidando por ello aquel terreno donde
realmente se decide el derrotero de las sociedades: el de las ideas.
Ojalá que otros aprendan de esta lección, ya
que la indolencia cultural de la centroderecha chilena no es en absoluto algo
único.
Este artículo fue publicado originalmente en
FAES (España) el 11 de noviembre de 2013.
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