En
Venezuela, la empresa privada no es cuento ni es una sombra.
Una
parte importante del contingente estructural de la producción primaria,
industrial, comercial y financiera que no ha podido ser destruida durante la
avanzada que emprendió en contra suya la actual administración hace poco más de
diez años, ha podido sobrevivir.
Y,
para reconcomio gubernamental, hoy no sólo da la cara para atender, aun con
fuerzas menguadas y hasta deficiencias tecnológicas, parte importante de cierta
demanda permanentemente creciente de los consumidores. Sino que, además, a
partir de una sofisticación gerencial que se mueve entre controles,
restricciones, persecuciones, acosos, agresiones, inspecciones, multas y
decomisos, entre otros, es capaz de hacer posible que la productividad – en
parte- compense la imposibilidad de alcanzar una rentabilidad lícita, honrosa,
legítima para evitar cierres, reducciones productivas. 0, además, la necesaria
migración hacia países donde la renta, precisamente, no es sinónimo de
antipopular pillaje organizado.
Esa
sobreviviente empresa privada venezolana, desde luego, es la misma que, por
sobre desmedidas campañas
propagandísticas y el efecto de leyes concebidas para debilitarlas
paulatinamente, y golpear moralmente a propietarios y gerentes, todavía genera
poco más del 70% de las fuentes formales de trabajo en el país; aporta esfuerzo y riqueza productiva
relevante en la estructuración del Producto Interno Bruto. Pero, además, es
aquella que, con la participación decidida de los trabajadores que no han
aceptado ser convertidos en apéndice sumiso y obediente del objetivo primigenio
de la misma fuerza ideológica empeñada en hacer del Estado centro motor del
país y esencia nodriza del venezolano, ocupa los primeros lugares de toda
encuesta que pregunte en dónde cree usted
que está la solución a sus problemas de abastecimiento y empleo.
A
la empresa privada, la sociedad no le atribuye responsabilidad predominante en
las causas de la inflación, de la escasez, del desabastecimiento, de la
inseguridad, de la violencia, de las deficiencias en los servicios de:
electricidad, agua potable, salud y educación pública, comunicaciones básicas.
Tampoco en la anarquía reinante en el comportamiento de parte importante de la
población que, al amparo del padrinazgo de quienes dicen hacerlo todo en nombre
del pueblo y para el pueblo, permiten, justifican, respaldan desde las sombras,
toleran, amparan y premian con permisividad e impunidad.
Es
verdad, hay una importante expresión individualizada –y también organizada- de
un llamado “empresariado patriota” que ha sido convertido, poco a poco, en la
vitrina del supuesto avance de la nueva economía venezolana; es decir, de
aquella que ha podido construir capital, fortalecer capital, disfrutar de
exoneraciones y compensaciones por sus “servicios a la Patria”. Pero,
curiosamente, también es sobreviviente a su manera, de entre todos los intentos
que se iniciaron –con abundante capital por delante- para desarrollar desde
cultivos organopónicos, siembras sobre terrazas de inmuebles urbanos,
gallineros verticales, cooperativas, empresas de propiedad de cualquier tipo
que no guarde parentesco capitalista, hasta promotoras empresariales en países
distintos y liderados por gobiernos “amigos”.
Las
otras, las de las expropiaciones, las de las tierras “rescatadas” y convertidas
en propiedad gubernamental por motivos de “utilidad social” o “utilidad
pública”, las invadidas por la fuerza “popular” o ministerial con “pistola al
cinto”, esas, no son precisamente modelo de aquello que, por años, se estuvo
mercadeado como un modelo de lo ideal en
el medio de un “socialismo revolucionario”. Ellas, de acuerdo a la opinión de
quienes -siendo aún nuevos administradores- insisten en la prédica del porqué
ya no son propiedad de sus legítimos propietarios -que, por lo demás, tampoco
han recibido el pago que les corresponde por ley- hoy están siendo sujeto y
objeto de “intervenciones”; bien porque dejaron de producir en el medio de un
festín de millones de bolívares que no resultaron suficientes para semejante
proeza, o porque su propios trabajadores
se han percatado que, para ellos, el sueño se convirtió en pesadilla y en un
motivo cómodo, fácil, sabroso para el enriquecimiento ilícito de muchos de los
ungidos para llevar a cabo la nueva obra, desde posiciones gerenciales
enemistadas con la meritocracia.
Focalizadas
en el nombre y la identidad pública de
algunas de las organizaciones gremiales de mayor trayectoria y prestigio en el
país, como es el caso de Fedecámaras, Consecomercio y de Venamcham, a las empresas y a los empresarios privados
hoy se les responsabiliza de ser los financistas, activistas y, por supuesto,
agentes dedicados a tiempo completo a liderar una supuesta “guerra económica”,
entre cuyos componentes más sobresalientes se identifica a un conjunto de
supuestos sabotajes, que incluyen acaparamiento y especulación de bienes de
consumo masivo, principalmente alimentos, artículos de limpieza y de higiene
personal; curiosamente, de todos los que no pueden producirse, distribuirse y
venderse sin el consentimiento estricto
y vigilante del propio Gobierno, ya que desde hace diez años, unos, dos
años otros, dependen de un ya obsoleto e infuncional control de precios y de un
sistema de “alcabalización” burocratizada.
Pero
si curioso es que tales presuntos hechos propios de la llamada “guerra
económica” sea dirigida inteligentemente por fabricantes y comercializadores,
mucho más lo es que a tales activistas, se les insista en llamar a sumarse a
los esfuerzos que el país desea emprender para dejar de ser lo que determina el
comportamiento del precio por barril al que se vende el petróleo fuera de la
frontera nacional. Porque, a juicio de los que arengan a los interesados
–reales o potenciales- hay que salir a la conquista de los mercados
internacionales. ¿Cómo?. ¿Cuándo?. Algún día, pero si es pronto, mucho mejor.
Es decir, te acuso porque me interesa acusarte; te llamo, porque necesito que
me ayudes con lo que no soy capaz de convertir en un bien final competitivo.
En
Venezuela, hay vocación por y para el emprendimiento. Lo dicen expertos
venezolanos y foráneos. Pero en el país, definitivamente, no hay una cultura
gubernamental dirigida a estimular la conversión del sueño emprendedor en una
empresa como bien acabado, llamado a ser perfeccionado y exitoso. Tan cierta es
esa limitante, que cualquier pretensión emprendedora, amén de la importancia de
la participación del capital semilla, como lo destaca el informe Doing Busines
del Banco Mundial, debe someterse a un promedio de 144 días de trámites, contra
36 que se dedican en el resto del Continente y apenas 11 en países
desarrollados.
Por
supuesto, no se puede aspirar a que en Venezuela la tramitología se asemeje a
la de un país desarrollado, porque Venezuela no es un país desarrollado. Aunque
lo extraño es que sus gobernantes insistan en destruir aquello que fue un sueño
de emprendedores en décadas lejanas, y en impedir que nuevos sueños sean la
respuesta productiva a la demanda del futuro. ¿Porque es más importante
importar?. ¿Porque no conviene que la eficiencia privada continúe desnudando la
inoperancia, incompetencia e ineficiencia del llamado Estado empresario?.
Importar
no es malo per se. Lo malo es cuando se convierte en un capricho, se acomete
como un propósito ideológico, y se le presenta como un acto glorioso, emblema
de cierto tipo de soberanía que no entienden propios y extraños.
La
presencia y funcionalidad de la empresa privada en el país, sin duda alguna,
legitima políticamente a una forma de gobernar que se autodenomina democrática, que dice creer y respetar el
ejercicio del derecho de propiedad. Es
decir, siempre será necesario que, políticamente hablando, existan vestigios de
empresa privada, de propiedad particular, de Democracia. Y eso, que es causa
permanente de diálogos, debates y hasta de habladurías genéricas entre
venezolanos, sin embargo, otros más pragmáticos -¿o románticos?- lo consideran
la base sustentadora de una eventual alianza entre las fuerzas productivas del
Estado y del sector privado. ¿Ingenuidad en el mar del paroxismo?. Quizás.
En
todo caso, lo cierto es que en la Venezuela de finales del 2013, escasa de
divisas y huérfana de un entorno jurídico y político confiable, así de como de
un basamento definido sobre los objetivos económicos que guarden identidad con
los caminos que transitan los países que insisten en prosperar y conquistar
espacios en el ámbito de la globalidad, la empresa privada no es cuento ni es
una sombra.
Y
tan real e inobjetable es dicho reconocimiento y aseveración, que saber que
Empresas Polar y Nestlé Venezuela -expresiones de riesgos financieros criollo e
internacional- deciden acometer nuevas inversiones y apostar por el futuro de
la economía nacional, aviva nuevos sueños de aquellos emprendores que
perseveran en sus propuestas de estar dispuestos a actuar. Pero no para
resistir y sobrevivir, sino en obediencia a esa convicción de la economía de
avanzada en pleno Siglo XXI: los países sólo prosperan, cuando se plantean
alcanzarlo a partir del desarrollo de una empresa privada afianzada en
principios de libertad, como en su propia capacidad de acometer riesgos
financieros, gerenciales y tecnológicos para competir y cumplir con su rol
social de satisfacer necesidades de la población consumidora
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