Aquellos
que viven en Venezuela hurgando entre los hechos del Siglo XIX para justificar
los aciertos o fracasos que ellos lideran en pleno Siglo XXI, no pueden
continuar recurriendo a las tergiversaciones interesadas sin tener que asumir
el costo de semejante atropello a la verdad.
Tal
osadía, ciertamente, ha servido para llenar el recipiente de las satisfacciones
subjetivas y de la alimentación de un ego que carece de dimensiones definidas.
No obstante, ofende a gran parte de la población que, por formación familiar o
escolar, siempre entendió de qué se trató, por ejemplo, la lucha
independentista. A la vez que trata de desvirtuar las razones por las que ese mismo contingente
de venezolanos hoy se resiste a cultivar una actitud pasiva e indiferente ante
la pretensión de los que se empeñan en llenar cerebros infantiles de falsas
concepciones de las relaciones interpersonales, como de construir una frágil
conciencia sobre lo que significa ser realmente hijo de Venezuela.
En
el nombre de los que idearon, pensaron, trabajaron y lucharon por darle forma y
figura a esta Nación que luego sería
Patria verdadera, ha emergido una secta cuya mayor distinción histórica ha sido
la de autodenominarse más venezolanos que el resto de sus hermanos; más
patriotas que la otra parte que ha definido mental y espiritualmente su propia
manera de amar a la Patria; más auténticos y sinceros en su lucha contra la
fantasmagoría de las supuestas fuerzas indignas y malignas que nacen en las
entrañas de un imperialismo, cuya autenticidad, sin embargo, no pasa de ser
útil cartón piedra en los llamados “backing” de las arengas templeteras que
alimentan el remozado populismo tropical en estos rincones del continente.
Barata
social y políticamente hablando sería semejante conducta, si esa secta no
hubiera trascendido sus bien recibidas pretensiones transformadoras iniciales,
para convertirse después en esa especie de fuerza destructora de la base
institucional pública de la Patria que dicen amar y defender. Porque la verdad
es que si de alguna conquista ella puede hoy ufanarse dentro y fuera del
territorio nacional, es de haber volteado al país con sus sueños de vanguardia,
secuestrar sus esperanzas de constante transformación, y llenar el presente de
trincheras individuales y familiares para diseñar y materializar sobrevivencia
permanente, de largo aliento.
En
el orden económico, como en el social y el moral, poca diferencia visual y
espiritual existe entre las imágenes globales que reseñan el dolor del
masacrado pueblo sirio, por su empeño en vivir en libertad, y el cementerio de
motivaciones y entusiasmo que las expropiaciones, los despojos y llamados
rescates de tierras incultas ha provocado un accionar inspirado en una presunta
justa distribución de las tierras y necesaria lucha de clases.
Por
temérsele a la libertad económica y al libre devenir de una sociedad con
capacidad para disentir, no ha importado condenar a esa misma sociedad a
entregarse a la obligación de vivir de colas en colas para adquirir los bienes
que le permitan satisfacer sus necesidades básicas, recibir un servicio médico
asistencial preventivo y curativo digno, una educación para el desarrollo
motivacional y productivo, y una
enseñanza conductual acorde con lo que significa vivir rodeado de
fundamentaciones éticas y morales.
Ante
tal cultivo de inexplicables acciones de parte de quienes han convertido los
símbolos patrios en el ícono referencial de su manera de construir
“país-potencia”, los inevitables como lógicos resultados pasan a ser ahora,
según la concepción sectaria de los que detectan la subyacencia del riesgo de
alimentar impaciencia sin capacidad de apaciguarla a la brevedad, el rostro de
una supuesta guerra económica que “obliga” a actuar contra sus responsables,
los hacedores de sabotajes, los enemigos de la paz y de la concordia.
Venezuela,
entonces, es campo abierto de la peor de las guerras que puede vivir país
alguno: el de la posibilidad de tener que someterse a la violencia del hambre.
La verdad es que no poder comprar un kilo de harina precocida, aceite comestible,
leche fría y en polvo, margarina o
azúcar, es una batalla que pierde el consumidor.
No
poder entender cómo es que si se exportan cada día por un precio superior de
los 100$ los barriles de petróleo que
quedan de la producción de 2.300.000 barriles diarios y el consumo interno de
800.000, no haya posibilidad de atender las necesidades mínimas de las fincas y
empresas que producen y los comercios que distribuyen los bienes producidos. ¿Y
esa es una batalla que gana quién o pierden quiénes?.
Asimismo,
a diario se multiplican los exhortos y llamados a una importante lucha contra
la corrupción. Pero los observadores de esa otra faceta de la guerra económica,
los venezolanos, son suspicaces, se manifiestan escépticos ante la manera como
se pretende erradicar esa plaga moral. ¿Acaso porque no califica como batalla,
sino como una simple riña callejera?.
Pocos
entienden en qué consiste y cuál es la base de esa llamada “guerra económica”.
Aunque, comparativamente con el rebuscamiento de siempre de los vericuetos
históricos para tratar de hacer entender que los fracasos de hoy no pasan de
ser errores circunstanciales, es una tesis novedosa. Pero no convincente.
Porque
aquello que los venezolanos esperan con extrema urgencia, si es que hubiera esa
llamada “guerra económica”, es la inmediata aparición de alguna vaga propuesta
dirigida a lograr que entre los ministros de la economía, el Banco Central de
Venezuela y la presidencia de la República se suscriba un armisticio, cuyo
único propósito sea el de diseñar un Plan de Gobierno en materia económica para
disciplinar el gasto público, atacar las causas de la inflación, estimular el
crecimiento sustentable de la economía y respetar el derecho de propiedad,
única manera de reactivar las inversiones nacionales y extranjeras.
Mientras
que la nación siga estando a merced de cada grupo en disputa por esa especie de
botín en el que se ha convertido el ejercicio del poder en Venezuela, y que
cada tendencia siga actuando de espalda a la de los otros, ese gran vocero que
se “encadena” permanentemente para
desentenderse de dichas intrigas, jamás podrá convencer a seguidores y
adversarios sobre la sinceridad y firmeza de sus llamados públicos.
Dicho
armisticio, obviamente, sería el gran paso inicial para que lo que comenzó a hacerse sentir en
todo el país hace ya doscientos días, no siga siendo la peor referencia sobre la
Venezuela del Siglo XXI, que se empeña en vivir de las deformaciones
históricas del Siglo XIX: la escasez de papel sanitario. Y esa sí es una batalla
que ganarían todos los venezolanos. ¿0 es que tampoco hay disposición o
capacidad gubernamental para, dentro de esa supuesta “guerra económica”, lograr que el pudor
colectivo nacional se administre de manera íntima en las salas de baño de los
hogares de los venezolanos, sin que tenga que ventilarse en las marquesinas de
Wall Street en Nueva York?
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