jueves, 12 de septiembre de 2013

ANIBAL ROMERO, SIRIA Y LA GEOPOLITICA

La crisis siria se enmarca en un complejo contexto geopolítico. Existen en el Medio Oriente dos ejes fundamentales de confrontación. Durante décadas el eje principal enfrentó a Israel contra buena parte del mundo árabe e Irán. 


Actualmente este eje ha pasado a un relativo segundo plano y el conflicto clave se centra dentro del propio ámbito islámico, dinamizado por la pugna ancestral entre grupos religiosos y tribales. A la cabeza de los bandos se encuentra, de un lado, Arabia Saudita y el vasto universo sunita; de otro lado está Irán, liderando el sector chiíta. Teherán apoya a Assad (chiíta) en Siria, y también lo hace Moscú. Washington rechaza la expansión iraní, el empeño nuclear de los Ayatolas y la influencia rusa.


Israel, entretanto, percibe el programa nuclear de Irán como una grave amenaza a su seguridad; ello, sin embargo, no necesariamente le lleva a desear con alborozo el fin de Assad y su régimen, pues sabe que los rebeldes sirios no son esos personajes idealistas, simpáticos y democráticos que inventaron CNN, la BBC, y el resto de la idiotizada prensa occidental en general. Israel sabe que Al Qaeda se ha infiltrado ampliamente en Siria, y que una victoria sunita en ese país podría traer peores consecuencias que la permanencia del actual carnicero en Damasco. Basta con informarse de lo ocurrido en Egipto con la Hermandad Musulmana, así como en Libia luego de la intervención “humanitaria” y la muerte de Gadafi. Egipto tuvo que retornar a la dictadura militar, y Libia es hoy un foso de anarquía, caos y fragmentación tribal.

Si lo anterior suena confuso, pues me temo que en efecto lo es. La única forma de hallar una brújula que nos guíe para entender el tema es poner los pies sobre la tierra, y asimilar de una vez por todas que las grandes naciones no actúan por motivos “humanitarios” sino por intereses estratégicos concretos.

El problema para Washington en Siria tiene dos aspectos: Por una parte que Irán se anote un triunfo, si es que Assad, el aliado de Teherán, gana la guerra civil. Por otra parte que las armas químicas de Assad acaben en manos de Al Qaeda, Hezbolá, Hamás, y quién sabe qué otras organizaciones terroristas por el estilo. En realidad, y aunque luzca cínico sugerirlo (y así son con frecuencia las cosas en política internacional), a Washington lo que le convendría es que nadie ganase la guerra civil siria, y el único objetivo geopolítico sensato que podría lograr Barack Obama con un ataque más o menos en serio contra el régimen sirio, sería degradar la capacidad ofensiva de Assad, la de sus tropas, su fuerza aérea y sus armas químicas, e impedir que el tirano en Damasco logre una victoria decisiva.

Washington ha afirmado que el objetivo de un ataque no será derribar el régimen. Todo indica que se han percatado de que los famosos rebeldes no son los chicos buenos de las películas de Hollywood. Arabia Saudita, de su lado, está aterrorizada ante el avance nuclear iraní; parece decidida a presionar sin pausa por la caída del régimen en Damasco y de ese modo asegurar el triunfo sunita. ¿Y Al Qaeda? Ni la mencionan, pero allí está.

La enorme decepción de la llamada primavera árabe, los tremendos fracasos en Irak, Afganistán, Egipto y Libia, la carnicería siria y el progresivo desmembramiento de países enteros según divisiones religiosas y tribales, incluidos seguramente el Líbano y Jordania, inducen a pensar que el panorama geopolítico del Medio Oriente no hará sino complicarse. Hay problemas sin solución y “soluciones” mal concebidas que más bien agravan los problemas.

SUNITAS, CHIITAS Y JARIYITAS.
 

En el año 657, en la batalla de Siffin, se dividió la comunidad musulmana en tres grupos que perduran hasta la actualidad. Los partidarios de Alí creían que solo aquellos que tuviesen directamente la sangre de Mahoma podían ser califas. A estos se les denominó chiitas.
Por otra parte estaban los sunitas, que pensaban que el califato debía recaer en la persona que tuviese el mayor poder o influencia y que eran partidarios de Muawiya.
Por último estaban los jariyitas, que sostenían que cualquier persona podía ser califa siempre que fuese el mejor de los musulmanes, sin importar ni siquiera si era un esclavo. Defendían que era la comunidad la que tenía que elegir al califa y no los poderosos y los notables, y que estaba justificado matar a un mal califa.
En el año 661 un jariyita mató a Alí, y Muawiya quedó como califa inaugurando la dinastía omeya. Sus seguidores, los sunitas, se convirtieron en la opción mayoritaria y en la actualidad son más del ochenta y cinco por ciento de los musulmanes del mundo.
Por su parte, los chiitas siempre han sido minoritarios, y hoy en día son cerca del doce por ciento de los musulmanes. Tienen un peso muy importante en Irán, Irak y Asia Central. El chiismo ha sido en muchos momentos una opción para marcar la identidad cultural de ciertos territorios por medio de la diferencia religiosa.

Por último, los jariyitas siempre fueron aún más minoritarios y actualmente rondan el millón de seguidores.


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