La seguridad económica de un hogar (entendida
como la mínima posibilidad de volver a la pobreza) es determinante en los
movimientos de clase progresivos para propiciar algún tipo de ubicación dentro
de las denominadas clases (capas), a la luz de la capacidad que se tenga para
superar perturbaciones y así procurar una igualdad social por efecto de la
movilidad social ascendente (cambios de clase social) apoyados en el impulso
que les confiere el crecimiento económico nacional (aumento del ingreso per
cápita promedio) apuntalado por la inversión doméstica (y no por el gasto
público) con quien debe existir una íntima correlación, que le permita a las
familias una disminución de la desigualdad al avanzar—luego de abandonar la
indigencia-- desde la pobreza (aquella que permanecen sin cruzar el umbral de
clase) hasta la clase media vulnerable (aquella con altas probabilidades de
regresar a la pobreza), desde donde se le abren oportunidades para continuar su
avance hasta ubicarse en la clase media baja, e inclusive—con alta dificultad y
mucho esfuerzo—alcanzar la clase media-media para desde esa posición iniciar el sueño de situarse en la clase
media alta mediante acciones alejadas de antivalores.
En tal contexto, el
movimiento desde la vulnerabilidad hasta la clase media baja (y potencialmente
la clase media-media) está altamente condicionado por el nivel educativo (años
de escolaridad alcanzados) y muy especialmente por el logro educativo
(puntuación en test estandarizados), en complemento con un empleo en el sector
formal de la economía (los pobres y vulnerables experimentan autoempleo o
desempleo).
Todo ello dentro del marco de un transparente contrato
social-económico (¿cómo contribuyo con el Estado y qué recibo de él?) que
equilibre la obligante atención—nunca exclusiva—hacia los indigentes, pobres y
vulnerables, sin desatender a las clases medias ya que tal política puede
inducir en dichas clases una desesperanza—¿para qué participar?—habida cuenta
de percibir que su esfuerzo no se pondera y recompensa con justicia, y muy por
el contrario son obligados a pagar por servicios públicos que muchos otros
reciben gratuitamente, amparados en programas de redistribución y protección
social sustentados en ayudas selectivas (monetarias, de vivienda y
alimentación), razón por la cual esas
clases medias minimizan su participación ciudadana al extremo de actuar
aisladamente, incluido el deseo por desvincularse del mencionado contrato
social-económico. Vale preguntar: ¿ante tal panorama los pobres y vulnerables
desearán cambiar de clase?
Las clases medias urbanas pujantes están
preparadas para crearse una mejor vida—y para luchar por un país de
bienestar--; hecho que se traduce en la
necesidad de fortalecer sus ingresos y capacidad de compra—y aporte como
capital humano—como condicionante para el comportamiento del PIB, habida cuenta
que las principales actividades motoras del crecimiento económico basado en el
consumo interno—en un sistema de mercado—son las construcciones, las
manufacturas, la compra de vivienda, vehículos, vestidos, tecnología,
entretenimiento y cultura; lo cual permite alcanzar una sociedad prospera,
incluyente y antioligárquica.
Tal aspiración se dificulta en Venezuela ante la
distribución poblacional por estratos que presentaba—según nuestras estimaciones—en
2012: clase alta: 3,25% (949.000 personas); media alta y media: 17,25%
(5.037.000 p); media baja y vulnerables: 36,3% (10.599.000 p); pobres: 30,5%
(8.906.000 p) e indigentes: 11,7% (3.416.000 p). En definitiva, apreciamos que
la movilidad social ha de responder a una articulación entre las clases medias
y el resto de la sociedad a la luz de un enfoque “políticopartidista-técnico”
con implícita reorientación ideológica, que facilite la participación
ciudadana—desde sus distintos roles—en aras de armonizar con el Estado sus
ofertas y demandas, en conjunto con la ruptura del “ostracismo” de las clases
medias y con el “facilismo” de los vulnerables; haciendo valer la expresión:
“Mejor un final terrible que un terror sin fin”.
@jagp611
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