El
Guardia de la alcabala de Samariapo, enamorado de mi cuchillo, buscaba como
quitármelo mientras yo pensaba que ni de vaina lo lograría.
Por
fin su avidez pudo más que su prudencia y comentó mirándome a los ojos: -¡Lindo
cuchillo este!-, frase a la que yo con idéntica actitud respondí: -¡¡Lindo, sí,
muy bonito, por eso lo compré, es mi cuchillo de selva!!. Luego, considerando
la requisa concluida, estiré la mano para guardarlo pero el tipejo me lo
escamoteó y, levantándolo entre el índice y el pulgar le comentó a alguien que
estaba sentado a mis espaldas: -¡¡Teniente, vio
que lindo este cuchillo!! Supongo que el Teniente, a quien en mi
ofuscación ni siquiera volteé a mirar, le habrá hecho un gesto magnánimo con la
mano como quien dice deja eso así y el tipo, renuente todavía, me lo devolvió.
-Bueno
señores, muchas gracias y buenos días- dije secamente al tiempo que
terminábamos de guardar los interiores y las pantaletas junto con mi atesorada
daga y caminábamos de regreso a la camioneta.
En la estrecha caleta del puerto pugnaban por
un espacio decenas de curiaras y bongos multicolores con nombres absurdos,
atiborrados de guacales, pipotes de gasolina, expendedores de refrescos, jaulas
con pollos, bicicletas y todo objeto útil para negociar en los poblados
costeros.
Jóvenes indias envejecidas con bebés en los
brazos lucían su nueva barriga bajo vestiditos floreados mustios mientras sus
maridos sudorosos terminaban de cargar los bultos sobre el bongo o negociaban
el precio del pasaje. No menos de 10 Guardias Nacionales verde oliva se paseaban
de un lado a otro pescueceando en busca de cualquier oportunidad.
Luego
un bongo azul celeste, un motor que enciende y salimos del puerto. En pocos
minutos el Orinoco, Colombia enfrente, zona conflictiva. Con la Isla Ratón a la
vista el bongo tuerce a estribor por el río Sipapo.
Asombro,
selva en ambas márgenes, la temporada de lluvias ha transformado los ríos en
masas de agua que se desplazan con la calma de los poderosos. Solo los objetos
flotantes indican la velocidad.
El agua oscura, tánica e imparable me recuerda
al maremoto japonés desplazándose tierra adentro por los ríos. No hay costa, ni
arena, ni piedras, el río ha sumergido la fronda, las raíces yacen en la
oscuridad cuatro metros más abajo. Muy a lo lejos se vislumbra entre nubes el
Tepuy anhelado. Fotos, merienda a bordo y ahora desviamos por el río Autana.
Pocas aves, garzas, un tucán, gritos de guacamayas.
En
total 6 horas de navegación placentera hasta la comunidad de Ceguera que en mi
romanticismo creí un apellido como Sequera pero que en realidad ilustra el
efecto de la Oncocercosis endémica.
Nos
recibe un señor “civilizadamente vestido” que se presenta como el Capitán y
luego desaparece. En sus “soluciones habitacionales” los indígenas miran
televisión.
Estamos
dando la espalda al río y cuando volteamos el paisaje es poco creíble, parece
un montaje: en la ribera opuesta, a lo lejos brilla la piedra rosada y vertical
del Autana. Más cerca el Cerro Wichuj con su perfil de indio acostado.
Prodigioso, solo esa imagen vale el viaje.
Sin
embargo, en esos días mi mujer y yo somos los únicos visitantes.
Los
extranjeros, temerosos, ya no vienen.
La
gente comenta, a sólo una hora en bongo río arriba, muy lejos de la frontera
con Colombia, hay un campamento de las FARC con cientos de efectivos. En las
últimas elecciones presidenciales hicieron campaña a favor de Chávez y de
Maduro en las comunidades indígenas.
De
todas maneras allí perdieron.
German_cabrera_t@yahoo.es
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