Llovió torrencialmente durante toda la noche
pero en el cobijo de la habitación Morrocoy, con aire acondicionado y entre
sábanas limpias, el clima inhóspito no significó ningún problema.
Temprano por la mañana desayunamos sándwiches
aceptables y café en una panadería vecina. El aire, agradablemente fresco
después de las lluvias intensas, reconfortaba. A la espera de que los guías nos
buscasen en el hotel, decidimos realizar una visita a la Feria de Artesanía
Indígena cercana.
En el trayecto cruzamos una linda plaza
arbolada por mangos añosos. Estaba anegada y los frutos caídos, ya fermentados,
se mezclaban en los charcos sucios con todo tipo de basura urbana.
La mayoría de los kioscos de la feria estaban
aún cerrados pero fisgoneando por las rendijas, pude detectar unos pocos
objetos Yanomami originales perdidos entre baratijas adocenadas y sin alma.
Preguntando precios pudimos hacernos una idea de cuánto podríamos pagar por sus
artesanías a los indígenas que visitaríamos en el trayecto fluvial hacia el
Autana. Después de todo, con ese objetivo en mente era que habíamos viajado
tantas horas en la camioneta. Imaginábamos churuatas autóctonas repletas de
arte primitivo y de objetos cotidianos encantadores.
A las 10 de la mañana llegó quien sería
nuestro guía, acompañado por el chofer del rústico. Dejamos nuestro vehículo en
la entrada del hotel siguiendo las instrucciones del botones: -Estaciónenlo
cerca de la puerta donde pueda verlo bien el vigilante nocturno-. Nada
tranquilizador.
En el corto trayecto hacia el puerto de
Samariapo entablamos fácil amistad con los recién conocidos pero a la mitad del
camino nos esperaba la primera alcabala de La Guardia con su característico
cartelito metálico y objetos incómodos sobre la calzada. Asomándose por las
ventanillas delanteras, los efectivos solicitaron se abriesen las traseras y
con actitud de ejército de ocupación nos preguntaron ásperamente si éramos
extranjeros.
Linda actitud y linda pregunta para fomentar
el turismo.
Después de un breve diálogo en el cual
recurrimos a nuestro mejor histrionismo
tropical, nos permitieron continuar. A la segunda alcabala llegamos con todos
los vidrios abiertos y otra vez la pregunta se refirió a nuestra nacionalidad.
A esa altura ya me sentía como un gringo en Afganistán. -¡Bájense con todo el
equipaje!- fue la orden. Sobre una pequeña mesa, entre guacales repletos de
productos diversos tal vez decomisados, nos hicieron vaciar el contenido de los
bolsos: medias, interiores, franelas, pantaletas y mi gran cuchillo de selva.
Era tal el interés con que apretaban entre
sus dedos cada prenda que no pude menos que comentar fingiendo naturalidad: -No
van a encontrar nada ilegal-, atrevimiento al que el efectivo respondió con
autoridad indiscutible:
-¡¡Estamos haciendo nuestro trabajo!!-
Luego mi mujer, con fingida ingenuidad
femenina preguntó a su vez:
-¿Y qué es lo que buscan si se puede saber-?
-Drogas- dijo uno, -O cartuchos- agregó el
otro.
Un
cargamento de drogas o de proyectiles adentro de 4 pantaletas y 4 interiores
pensé sin por supuesto decir nada.
A todo esto uno de los efectivos había
separado a un lado mi cuchillo y cuando comenzamos a guardar la ropa lo alejó
un poquito más mientras yo cavilaba: -Perderé el viaje y aquí quedaré preso,
pero este carajo ni de vaina se va a quedar con mi cuchillo-.
German_cabrera_t@yahoo.es
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