I
Desde
hace 4,5 millones de años la humanidad viene desarrollándose a partir de la
experiencia de conocer, explorar, descubrir, investigar y operar en el mundo
material y en el de las ideas,
desplegando actos y comportamientos, lenguaje, nociones, ideas, teorías,
haciendo objetos y atribuyéndoles a todos esas creaciones una carga simbólica
que los trasciende y los proyecta en el tiempo y en el espacio. Esas
características, capacidades y potencialidades revelan ese complejo maravilloso
y misterioso que llamamos la humanidad de los hombres: eso que los vuelve
humanos más allá de sus variables y diversos rasgos étnicos y de las renovadas
formas de su dotación psicológica e intelectual, o, precisamente, a partir de
ellas.
Lo
humano es una construcción constante a través de incontables actos de
intelección y concienciación acumulados y compartidos a lo largo del tiempo en
una dialéctica compleja entre lo genérico y lo individual, comenzando por el
más maravilloso de todos los actos: la creación del lenguaje.
Ahondando
en la descripción de ese proceso la humanidad se muestra siempre como un
conjunto de caracteres inacabados e inabarcables que se autogeneran, revelan y
despliegan a través del juego dialéctico de la experiencia y el cálculo, la
acción y el potencial, la concreción y el deseo, a través del tiempo y del
espacio, en una constante creación y transformación tanto del homo creador como
de sus creaturas.
Es
en la perspectiva histórica donde se aprecia claramente el proceso evolutivo de
la humanidad y de la cultura, términos que para nuestro propósito son
equivalentes más allá de que se quiera poner énfasis en los creadores o en la
cultura creada. Es así como se pueden percibir los cambios en la cultura junto
con los cambios de lo humano, o si se
prefiere, de la condición humana, en construcción. También vemos en perspectiva
la aparición o presencia y desarrollo de
las múltiples dimensiones del hombre, tales como la cognitiva, la psíquica, la
de la sensibilidad y la espiritual, todas las cuales confluyen en el homo
faber, por citar las hasta aquí conocidas en el marco de la reconocida
multidimensionalidad humana.
El
hombre es sujeto y la cultura es su objeto de creación/recreación. Y en ésta se
hallan también los otros sujetos como individuos y como género, interactuando
mutuamente como sujetos/objetos. De modo que la cantidad de los sujetos será
siempre infinitamente menor que la magnitud de sus obras. Constantemente la humanidad va concretando la
novedad y a la vez generando nuevos potenciales, complejizando y amplificando
el mundo que habita.
Sin
embargo, la impresionante transformación material producida por el homo
faber suele desplazar la maravilla
representada por la transformación del hombre como ser racional y moral. Pese a
que son dos esferas interdependientes, la maravilla del desarrollo histórico de
la inteligencia y la espiritualidad
humana suelen quedar opacadas ante la grandiosidad de sus frutos: la cultura
material y simbólica.
La
inmensidad y variedad de la creación cultural, incluidas luces radiantes y
ominosas oscuridades, pueden llenar de orgullo o de pesar al género humano tal
cual de hecho sucede, a tenor de las respectivas concepciones filosóficas de
cada individuo, por lo general polarizadas entre los extremos del optimismo y
el pesimismo absolutos que van del “todo es una maravilla” al “todo es una
mierda”, respectivamente, si bien entre ambos caben innumerables gradaciones
alternativas de valor.
De
cualquier modo, todos los humanos somos solidariamente responsables del debe y
el haber de la condición humana tal cual ha sido y es expresada en todos los
tiempos y lugares, de modo que la gloria o el oprobio, el orgullo o la
vergüenza, nos corresponden a todos por igual. No así tratándose de la
consideración individual del paso de cada uno por la vida pues a esta escala lo
que nos interpela predominantemente es la diferencia, la desigualdad, la
diversidad de la incardinación de la humanidad en cada sujeto.
Todo
pensamiento, sea el primitivo y siempre presente pensamiento mágico o el más alambicado
pensamiento racional, se ve calificado por la inteligencia en tanto facultad
genérica de los hombres, si bien no de una vez y para siempre sino en
desarrollo constante, lo cual implica precisamente la posibilidad de avances y
de retrocesos tanto en la condición como en la acción humana.
La
variedad de formas mediante las cuales la inteligencia se revela y es puesta en acción en y por cada
sujeto particular es tan grande que suele perderse de vista que todos los
humanos la poseen en condiciones normales.
A
la base de dichas diferencias se encuentra la diversidad de contextos sociales,
culturales, etnolingüísticos y modos concretos de operar la relación
sociedad-naturaleza, todo lo cual dice relación con formas idiosincráticas de
organización del tiempo y del espacio, es decir, de los respectivos marcos
culturales que se consideren, incluyendo, por consiguiente, la existencia y
funcionalidad histórica del poder.
Decir
qué significaba para los hombres del Paleolítico lo que hoy damos en llamar
inteligencia es una tarea gigantesca que escapa a los marcos y posibilidades de
este trabajo. La reconstrucción del universo mental de aquellos hombres no deja
de ser una hipótesis compleja, construida con la ayuda de la antropología cultural
contemporánea. En todo caso, la inteligencia operaba en base a la lógica
proporcionada por la experiencia y por un psiquismo en muchos aspectos
diferente al del hombre moderno, en tanto era un dato habitual la creencia en
las propiedades mágicas de las cosas.
Si
el universo mental de aquellos hombres del Paleolítico fue, como es probable,
similar en cada uno de ellos, se podría inferir una cierta accesibilidad
igualitaria al conocimiento del saber social acumulado. Por su parte, la
Historia pone en evidencia una relativa estabilidad de la cultura durante
varios millones de años, signada por su índole práctica y a la vez de tipo
mágico por la importante gravitación en ella de un mundo aparentemente paralelo
al humano, compuesto de mitos acerca de dioses y otros seres superiores que
precedían y sucedían la existencia misma del género humano, y que en
determinados momentos se acercaban e interactuaban.
Independientemente
de las conclusiones del inacabado aporte de la ciencia, la percepción de los
cambios y transformaciones de lo externo y lo interno de cada hombre particular
debe haber sido muy difícil de alcanzar durante la mayor parte de la historia,
es decir, hasta la llegada de los tiempos en que las transformaciones
comenzaron a multiplicarse y el cambio comenzó a permanecer adherido al suelo
mediante la organización espacial en torno a la ciudad, dando inicio al
Neolítico, y en torno a los procesos que confluyen en la Revolución Neolítica,
principalmente la domesticación de ciertos animales y el cultivo a partir de la
semilla, los que junto con la Revolución Hidráulica configuran la Revolución
Agrícola.
Dicho
proceso habría comenzado alrededor del 10.000 A.C. Sin embargo, es posible que,
por lo menos en ciertas áreas del planeta, aquellas transformaciones hayan
comenzado muchos años antes de esa fecha, tal como algunos estudiosos que así
lo creen llegan a proponer su inicio probable
hacia el 100.000 A.C.
Hoy
se sabe que el paso de la etapa de cazadores-reproductores a la de agricultores-pastores produjo la
formación de formidables excedentes de energía de origen vegetal y animal que
se reflejaron simultáneamente en el crecimiento demográfico y en la
organización del espacio.
Pero
lo que la nueva etapa implicó, fundamentalmente, fue un creciente desarrollo y
refinamiento de la inteligencia, evidente en el hecho mismo de su eficacia en
la creación de respuestas materiales e ideales novedosas para la vida social,
toda vez que aquel conjunto de transformaciones mencionadas fue de la mano de
un crecimiento formidable de todos los campos de la cultura como nunca había
ocurrido hasta entonces. Pensemos en la
Revolución Agrícola y en la de los Metales, en pleno Neolítico, y en la
aparición de la escritura en varios lugares del planeta.
A
partir de allí la inteligencia encontró un inmenso campo de aplicación
potencialmente disponible, donde la mayoría de las cosas eran novedosas para
los grupos humanos que comenzaban a transitar por caminos nuevos y también para
aquellos que miraban esos cambios desde afuera. Así, en base a la acción
práctica el conocimiento ampliaba rápidamente los límites del mundo conocido y
los de la cultura material y simbólica.
Los
intercambios con la naturaleza, en especial el representado por el trabajo
humano, se ampliaron y diversificaron y se tornaron cada vez más cognoscibles,
lo que facilitó y aceleró su conquista por parte de aquellas comunidades que
habían ingresado a la etapa neolítica. En consecuencia, la vida y la
convivencia social se tornaron crecientemente previsibles y hasta planificables
sobre todo a partir de la aparición del Estado, de la autoridad y de la
organización consiguiente del poder político, con lo cual entró a jugar una
nueva variable, amalgama de pasión, de
voluntad, de fuerza y de poder.
De
allí a la formación de naciones restaba un paso muy corto. Los reinos de las
incipientes civilizaciones de regadío representaron la síntesis de lo
espacial-lingüístico-religioso y cultural lato sensu. El paso siguiente fue la
creación-develamiento de la dimensión patriótica de los hombres, que se valió
de aquellas vertientes a las cuales a su vez nutrió.
En
el Neolítico la intelección del mundo era una actividad social relativamente homogénea en tanto las
respectivas condiciones personales eran muy similares al interior de la mayoría
de los grupos humanos que habían ingresado a la nueva etapa. Sin embargo, cada
vez más esa intelección, esa creación de significado y sentido, se iba
produciendo de una manera distinta, de una forma que constituía una orientación
externa de esas miradas y enfoques, y que tendía a asumir un punto de vista
colectivo indiscutible, que se mantenía y transmitía en el tiempo por las vías
de la religión, la costumbre, la educación familiar, la tradición y también por
los designios de la autoridad.
La
naturaleza y sus recursos condicionaban vivamente la formación de los rasgos
diferenciales de las naciones antiguas, pero muy pronto la inteligencia
aplicada a su aprovechamiento fue marcando enormes diferencias que llevaron a
distinguir la grandeza de algunas naciones y luego de unos imperios, y la
chatura de otros grupos humanos que no habían entrado aún en la civilización, o
que cursaban en ella con grandes dificultades.
Ninguna
de estas formidables transformaciones podría haberse realizado sin que se
produjera la división horizontal (social) del trabajo en las sociedades que
construyeron la civilización, y también la división vertical de la sociedad, la
cual determinó desde entonces la existencia de dominadores y subordinados.
La
formación diferenciada de modos de vida (y de supervivencia), es decir, la
aparición de tareas y labores diversas, propia de la Revolución Urbana,
concomitante e interdependiente con las ya mencionadas revoluciones Agrícola,
Hidráulica y de los Metales, fue determinando en todas partes (a tenor de la
efectiva presencia en cada civilización de los recursos necesarios para ello)
la existencia de grupos sociales y estamentarios dotados de conocimientos,
capacidades, deberes y derechos diferentes y jerarquizados.
A
su vez, el desarrollo continuado y creciente en cada civilización de los tipos
universales de trabajo (agricultura,
ganadería, metalurgia, cerámica, carpintería, arquitectura, transporte
terrestre y marítimo, etc, sin olvidar las artes militares y los servicios
religiosos) dieron lugar al crecimiento económico, al desarrollo de
infraestructura de todo tipo y a una incipiente tecnología aplicada en cada uno
de esos campos.
A
poco de andar, al interior de cada campo de actividad fueron produciéndose
sucesivamente nuevas divisiones del trabajo social, lo cual trajo consigo la
aparición de nuevas especialidades y nuevos especialistas, es decir, de hombres
cada vez más entendidos en alguna clase de trabajos.
Ya
antes de la aparición del gran descubrimiento e invención que fue la escritura, coronación de una larga
formación anterior de las diversas lenguas humanas, fueron apareciendo ciertos
conocimientos que no significaban respuestas o aplicaciones inmediatas a
desafíos prácticos de la vida material, pero que tenían una importancia
descomunal para la humanidad, sobre todo si se analiza retrospectivamente la
aventura del conocimiento. Me refiero al conocimiento de los principios de las
cosas, al de sus propiedades genéricas y específicas, al de los conocimientos
abstractos y al reconocimiento de la representatividad de lo general y de lo
particular.
Esos
descubrimientos y conquistas del pensamiento fueron posibles gracias a la
aparición de individuos y grupos
sociales relativamente acotados, que de hecho y de derecho, por la fuerza o por
la ley, fueron realizando aportes impresionantes de creatividad e inteligencia
al caudal de conocimientos de la humanidad.
A
través de una docena de miles de años, en algunas sociedades antes, en otras
más tarde, esos sujetos dinamizantes de la inteligencia y la creatividad fueron
apropiándose del ejercicio y la representación de la funciones intelectuales
superiores, lo cual les acarreó el
consiguiente monopolio de dicha actividad, conquistando desde entonces hasta
hoy un lugar preeminente como sectores orientadores y como mediadores entre
ellas y los gobernantes.
Esto
ha sido así a consecuencia de que las decisiones más importantes de la vida
-aquellas que tienen relación con los anhelos, las apetencias de
bienes y valores y la imprescindible voluntad colectiva- pasaron a ser
reflexionadas por algunos hombres privilegiados que cada vez más se vincularon
con los dueños del poder a los que servirían preferentemente a lo largo de la
historia, desde la etapa tribal hasta la de los reinos e imperios.
Piénsese
en las castas sacerdotales de tantas civilizaciones antiguas en las que la
actividad intelectual estuvo al servicio de la creación, gestión y
administración de ideas, doctrinas, sentidos, misterios y comportamientos
religiosos, pero también sociales y políticos; piénsese en aquellos que echaban
las bases de la matemática y la
geometría aplicadas a la arquitectura en el Egipto antiguo; y sobre todo
piénsese en los grandes pensadores de Grecia.
Hombres
sabios existieron en todo el mundo antiguo conocido donde sus contemporáneos
los reconocían como tales. En relación a los ejemplos anteriores era posible
ver en aquellos hombres al tipo del pensador, del sabio, del hombre culto,
versado y reflexivo -por oposición al hombre ejecutor, práctico, simple y
servil-, en una palabra, a los primeros intelectuales.
La
Edad Media asistió a su consolidación, si bien el conocimiento permaneció
sujeto a las influencias y los límites del poder religioso, especialmente en
Europa, bajo la órbita de la Iglesia
Católica, como lo ha estado y sigue estando actualmente en muchos lugares.
Será
a partir de la Modernidad cuando la actividad de los pensadores o intelectuales
comience a revelar la singularidad de su función social en casi todos los campos de la vida
social y a diferenciarse de los avatares de sus consecuencias prácticas; es
decir, sin que las vicisitudes, riesgos, presiones de la vida práctica
constituyeran obstáculos para su profesión de pensadores libres. Por cierto no
en forma absoluta, no en todos los pensadores, ya que la libertad de
pensamiento es un derecho que siempre experimenta acechanzas por parte de
muchas clases de poder.
Desde
entonces se dedicaron cada vez más a interrogar el Universo en sus diversas
zonas y a descubrir tesoros ocultos de especialidades del conocimiento,
revelando -cual si fueran magos- cosas sorprendentes.
Los
cinco siglos de la Modernidad y en ella los tres últimos de la formación y
consolidación del sistema capitalista mundial acompañarán gradualmente el
proceso de expansión de los derechos individuales y sociales de los hombres al
ejercicio real y cada vez más libre de
la inteligencia, tras haber permanecido confinada por largos milenios a estrechos
círculos de hombres habilitados para reproducir pero no para crear sin
limitaciones nuevos saberes. Y para que esto fuera posible fue determinante
la expansión y organización con sentido democrático y
universal de la educación como derecho social y servicio público en gran parte
del mundo.
Sin
embargo, junto con la democratización de la accesibilidad a la educación
pública existe otro proceso histórico que ha sido y es fundamental a la hora de
abrir espacios para el ejercicio de la libertad del pensamiento: el proceso de
laicización de la educación que a su vez implica otro proceso: el del
confinamiento de la fe y la religión como presuntos veneros de la verdad al
interior de las almas de los creyentes y de sus correspondientes organizaciones
religiosas, con el resultado de la consiguiente expansión de los fueros de la
razón.
No
cabe duda que la larga marcha de la humanidad no ha estado exenta de
contradicciones y retrocesos ostensibles; sin embargo, la distancia entre la
situación actual y el punto de partida es inconmensurable. Ciertamente, los
mayores frutos se produjeron cuando confluyeron los procesos de la expansión de
la accesibilidad al ejercicio del pensamiento mediante la difusión de la
lectoescritura y la organización universal de la educación, por un lado, y por
el otro el de expansión de la libertad de pensamiento y de expresión acerca de
todos los asuntos humanos.
Ambos
procesos, complementados con otras grandes conquistas de la humanidad, han
permitido un impresionante desarrollo de las capacidades humanas en el
ejercicio del raciocinio y el consiguiente autoconocimiento humano.
Desde
la Ilustración y el Iluminismo (s.XVIII) fue aumentando la visibilización de
grupos y sectores de personas dedicadas a actividades intelectuales que
funcionan como orientadoras o educadoras del resto de la sociedad por fuera de
las ideas religiosas de cualquier tipo, y respecto de las cuales existe un
tácito consenso en designarlas como “intelectuales” por el predominio en ellas
de las actividades de este tipo por sobre las de tipo manual. Sobre todo
por considerarlas dotadas de muchos y
muy complejos conocimientos que, en suma, tienen que ver con todas las
actividades y niveles de pensamiento, lo cual, a los ojos de las mayorías,
convierte a aquellas otras en “especialistas”
en las materias que cada una de ellas trata.
Simultáneamente,
la formación del proletariado industrial, con la consiguiente necesidad de
especialización y cualificación de mano de obra destinada a optimizar los
procesos socioeconómicos y políticos cada vez más complejos del sistema
capitalista y de la Revolución Industrial, consolidaron aquella emergencia de
grupos, sectores o estamentos dedicados a actividades intelectuales superiores.
Luego, ya en el siglo XX se perfilaron dos grandes orientaciones o áreas del
pensamiento donde se desenvolvían los grandes pensadores: por un lado la
filosofía y las ciencias sociales; por el otro las ciencias duras de
investigación pura y aplicada.
A
esta altura del presente trabajo es posible colegir que lo humano ha llegado a
ser un complejo ensamble simbólico presente en el individuo con caracteres
absolutamente subjetivos, y a la vez un complejo producto simbólico que puede
ser pensado y analizado por cada hombre particular en forma consciente y
presente, es decir, en acto. Y también en forma subjetiva, aunque puedan
presentarse registros de formas que escapen a una subjetividad libre.
Sin
embargo -nos adelantamos a advertir-, al
igual que sucede con el conocimiento de la realidad, el conocimiento de la
humanidad de los hombres (tan sólo uno de los tantos asuntos graves y complejos
de aquella) no consiste en el inventario o la clasificación de lo existente,
sino en la experiencia de nuestra conciencia respecto de estar siendo en la
realidad. Por un lado develamiento de significados y sentidos cambiantes, y por
otro un destino de finalidad, de trascendencia, de fatal movimiento hacia
adelante que nos llama desde el incógnito futuro mucho más que lo que la fuerza
inercial del presente nos proyecta hacia el futuro.
Entraremos
en estas consideraciones a continuación.
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