sábado, 20 de julio de 2013

GERMAN CABRERA AMAZONAS, RETRATO DE UN PAÍS, PARTE II

Para no caer en la tentación de dedicar todos mis artículos a enfrentar los disparates que se le ocurren cotidianamente a la plana mayor del gobierno voy a continuar con la narración de mi viaje al Autana.
Antes no puedo dejar de decir que mientras la educación, la salud y la seguridad de este paupérrimo país rico se caen a pedazos, el lúcido Nicolás Maduro declara que las montañas de toda Venezuela estarán pronto erizadas de baterías antiaéreas con la última tecnología del mundo. Emulando a Cuba, la teoría de un ataque eminente del Imperio ha sido adoptada como fórmula de ocultamiento del desastre nacional. Qué asco.
Después del Encuentro Cercano con el oficial paranoico de la Guardia que vio en mí a un potencial espía, llegamos a Puerto Ayacucho.
El primer impacto que causa el centro de  la Capital del Estado Amazonas es el de un viaje en el tiempo a la Centroamérica de los 50. El caos vehicular y peatonal así como los charcos barrosos de agua de lluvia se suman a montañas de basura desparramadas por el boulevard.
Dicen que la mala relación entre el Gobernador opositor y el Alcalde oficialista ha resultado en eso. Acostumbrados como estamos al boicot implacable ejercido por el Gobierno Central a los Gobernadores de la oposición no me animo a adjudicar responsabilidades.
Perdidos en el maremágnum del subdesarrollo optamos por preguntar a un motorizado la ubicación del Hotel Amazonas.
Gentilmente el hombre nos guió hasta el sitio por un vericueto de callejuelas pese a la desconfianza atávica sembrada en mi cerebro por  los motorizados caraqueños.
La apariencia externa del hotel se asemeja a una escenografía gringa descriptiva de Latinoamérica. Un arco coronado por desvencijado cartel de hierro forjado con el nombre del lugar, da paso a una pequeña redoma y a unos jardines no exentos de encanto tropical. Originalmente una casona antigua, la construcción se prolonga hacia el fondo en ampliaciones modernistas, frías y anacrónicas con el indudable sello de los bienes del Estado donde lo único que destaca son unas hermosas tallas de madera y máscaras indígenas.
La recepcionista, sin siquiera levantar la vista del papel que leía, preguntó secamente: -Dígame-
Un joven y conversador botones nos llevó hasta la habitación que además de un número olvidado lucía en su puerta la imagen de un morrocoy. Las puertas contiguas se diferenciaban por medio de tigres, cachicamos, guacamayas y diversos especímenes de la fauna tropical que algún cerebro creativo había considerado una atractiva forma de identificación.
Una vez dentro del morrocoy, el aire acondicionado y las sábanas blancas resultaron un alivio para el estrés provocado por 11 horas continuas de sobresaltos carreteros.
Como no había sitio cercano y decente donde comer, de la cava que mi previsora mujer había preparado para viajar sin detenernos,  salieron a relucir cervezas heladas que acompañaron generosas raciones de asado negro con pan y tomate.
Una vez saciados y duchados logramos que el atento botones nos sirviese de guía hasta un cajero automático.
Fue una ardua tarea. Después de un largo recorrido en medio de la noche lluviosa y caliente que empañaba el parabrisas, comprendimos que en todos los cajeros las colas de usuarios eran infinitas.
-Vaya y venga y no se distraiga, que aquí la seguridad está muy difícil-advirtió el hombre.
German_cabrera_t@yahoo.es  
      
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