Definitivamente,
julio del 2013 pasará a los anales de la economía venezolana como el mes cuando
el gobierno de entonces, por decisión de algunos de sus ministros y la
autorización del máximo liderazgo al frente del poder, se atrevió a dejar
entrever que está dispuesto a asumir ciertos costos políticos, ante la
imperiosa necesidad de flexibilizar su control de cambio.
Desde
luego, flexibilizar no equivale a eliminar, a borrar la figura restrictiva que
nació como recurso “castigador” contra quienes, para el momento del
alumbramiento, habían osado participar en un paro cívico dirigido,
precisamente, a evitar que Venezuela transitara por el camino que concluyera en
lo que hoy están viviendo los venezolanos.
Pero
abre espacios para que, progresivamente, se supere el sometimiento al
encarcelamiento que ha vivido la economía, bajo la rigidez vigente durante más
de diez años de “sólo pan y agua para el
preso”, a la vez que, por la vía de la destrucción de la fuerza exportadora
nacional, se obligó a los que producen a depender de manera absoluta del
petro-estado recaudador de divisas, dispensador de divisas, libre condicionante
de la existencia de empresas, como de la desaparición de aquellas
inconvenientes, por los motivos que se dispusieran en una alocución dominical o
en cualquier lugar del país.
Es
verdad, y minimizarlo equivaldría a pretender desconocer lo que ya es inocultable:
en una mayoría importante de los 5.000 representantes de las empresas que
fueron invitados desde mayo pasado a dialogar con equipos técnicos
gubernamentales, para detectar problemas y evaluar eventuales soluciones, hay
optimismo con lo que va a suceder con el acceso a las divisas, una vez que ha
comenzado a darse la segunda fase del Sistema Complementario de Administración
de Divisas -Sicad-, atribuido en su motivación y nacimiento a la dupla
conformada por los ministros Nelson Merentes/Rafael Ramírez.
Y
si bien no todos los asistentes a tales encuentros creen que se trata de un
mecanismo oxigenador de la economía, sino de un paliativo nebulizador de las
empresas que se prepararon para subsistir y sobrevivir en el medio de la
restricción cambiaria, predomina el empeño de la vocación de los amantes de la
libertad económica para, antes que imitar a otros colegas en la migración hacia
países vecinos, perseverar, echar el resto por y para el crecimiento
productivo, como de la generación de servicios eficientes en un país de
oportunidades infinitas, como sigue siendo Venezuela.
¿Y
esos ministros que están impulsando tales manifestaciones evolutivas, tienen
garantizada su permanencia en los cargos y la perdurabilidad de su osadía?. Hoy
nadie lo sabe, al menos fuera del ámbito del grupo gubernamental. Pero lo que
también es indiscutible, sin duda alguna, es que de ese atrevimiento que
comienza a sepultar en el recuerdo los atrevimientos impulsados desde el
gobierno de los catorce años anteriores por la abundancia de petrodólares y el
innegable respaldo popular, aparece actualmente, ante los ojos de propios y
extraños, como la acertada recurrencia al recurso pragmático por excelencia, de
detener la marcha hacia peores escenarios relacionados con la escasez y el
abastecimiento.
Por
supuesto, las diversas enfermedades que hoy exhibe la economía venezolana no se
van a solucionar, al unísono, con la apertura de esta ventana hacia la
racionalidad cambiaria. Y es allí, precisamente, en donde ahora se centra la atención
de quienes, aun sobreviviendo dentro de dicho cerco, consideran que sólo este
paso de poco servirá si, por otra parte, se mantiene activa y con posibilidades
de ampliarse, la anarquía conceptual, orgánica y hasta administrativa que
exhibe el desempeño gubernamental “pasillos adentro”.
Bastaría
con analizar cada declaración ministerial, evaluar la orientación de cada
visión del hecho económico nacional e internacional, y cotejarlo como cuidadosa
referencia comparativa, para concluir en que las sanas intenciones de cambio
forzadas por la gravedad del cuadro económico, social, político y moral que
vive la nación, siguen atadas a intereses grupales -o individuales-, más
empecinadas en resguardar cuotas de poder, que en apostar por la multiplicación
de soluciones a esa ristra de problemas que viven millones de venezolanos.
Sobre todo, y especialmente de los no convencidos con las bondades de la
gobernabilidad mercadeada como revolución criolla, en vista de que hay otros
millones que, aun haciendo “colas” para adquirir un rollo de papel sanitario y
sacándole provechos a su desempleo real, creen en el acierto gubernamental del
llamado socialismo del siglo XXI a la venezolana.
Los
días que transcurrirán hasta la llegada del 2014, definitivamente, serán retos
a la paciencia de cada uno de los venezolanos, ante cualquiera de esos dos
escenarios en los que habrá de desenvolverse la ciudadanía: el de la progresiva
consolidación de la evolución que asoma la vigencia del Sicad, además del
acercamiento gubernamental con aquellos que ayer fueron despojados de sus
empresas y bienes, y a quienes hoy se les ofrece un reencuentro con su país y
propiedades, en un ambiente de sincero
respeto a la nueva relación. 0, en su defecto, en el de la continuación de lo
que hoy obliga a centenares de protestas públicas, y de exigencia a soluciones
impostergables. Aunque, poco a poco, es verdad, se asoma otra alternativa que
tampoco puede desestimarse. Se trata de
que, forzados por las implicaciones del -para variar- nuevo proceso electoral del venidero 8 de diciembre, al Gobierno le
dé por ocuparse más de dicho objetivo grupal, jugar en función de ese propósito
y, una vez más, tirar al país en el rincón, mientras se sale de ese valioso
trance para quienes hoy están al frente del poder, primero de la zaga en
ausencia absoluta de quien lideró el grupo político que dirige a la nación.
Y
si a algo contribuye la evaluación desapasionada de todas las alternativas
vigentes o por aparecer, es a creer, una vez más, que también todo va a depender
de la voluntad de las autoridades a gobernar con sentido de país, a los
factores democráticos opositores a construir condiciones reales para que la
Democracia no sucumba por el peso de sus ineficiencias, y a la propia
ciudadanía organizada a no dejar de presionar en los sitios donde opera y en
las condiciones que pueda hacerlo, para que los venezolanos con ejercicio de
liderazgo sigan transitando por el
camino del diálogo verdadero, de la reconciliación sin desequilibrios, para que
la paz y la justicia no continúen siendo eternas esperanzas nacionales.
Esa
es la salida ideal a lo que hoy sucede. Todo lo contrario, por supuesto, a esa
añoranza y hasta convicción entre pocos, de que las plazas venezolanas deberían
estarse convirtiendo en escenarios clonados de las experiencias por las que hoy
atraviesan los brasileños y los egipcios. Unos y otros, ciertamente, podrán
cerrar sus ciclos de protestas cambiando gobiernos. Pero no siempre tales
cambios, en las condiciones como se están planteando, se traducen en el añorado
efecto de las soluciones mágicas a los problemas que se viven y agitan el alma,
sino en nuevos y más exigentes retos para que cada individuo sea un agente de
cambio, y no un beneficiario de luchas ajenas.
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