El Comisario se despide cariñosamente de su
esposa. Besa con ternura a sus hijos y emprende el camino hacia la oficina. En
su despacho en el Ministerio para la Seguridad del Estado, procede a dar visto
bueno a dos listas contentivas de los nombres de detenidos por amenazar a la
seguridad de la república. El primero de estos inventario se refiera los
prisioneros que deben ser desaparecidos; la segunda, los que serán sometidos a
interrogatorios severos (torturas)) para obtener información sobre las
organizaciones de resistencia al gobierno. El Comisario cumple con eficiencia y
rapidez esta tarea. Al mediodía regresa a recoger a sus hijos al colegio
católico donde estudian. Posteriormente se detiene, y compra unas flores para
su esposa. Nuestro burócrata, sin duda alguna, es un buen hombre de familia.
Esta conducta, aparentemente contradictoria,
fue conceptualizada por la politóloga judía Hannah Arendt como la “banalidad
del mal”. En su obra Eichmann en Jerusalén, acuñó este términos para referirse
al hecho que determinados individuos son capaces de llevar a cabo acciones
malvadas (como la del comisario de marras), no porque estén aprisionados dentro
de una tendencia especial para la maldad, sino porque operan dentro de un
sistema de normas establecidas, adaptándose a cumplirlas sin reflexionar sobre
las consecuencias de sus actos.
Con esta categoría conceptual la politóloga
Hannah Arendt se refería a un tipo especial de maldad. Distinta a la absoluta y
demoníaca. Una perversidad diferente y mucho más amenazante. Aquella que nace
de lo cotidiano y lo burocrático (Mario Silva dixit). Su peligro reside en que
hombres y mujeres comunes pueden ser atrapados en esta red de banalidad y ser
parte y cómplices de esta lógica de la criminalidad y represión.
¿Bajo qué circunstancias se trivializa el
mal? ¿Existen escenarios políticos proclives a borrar esta frontera entre el
mal y el bien? ¿El autoritarismo es uno de esos escenarios? Ensayemos una breve
repuesta. El mal se banaliza en aquellas situaciones donde se sepulta el
disenso, se cede ante la autoridad y se entierra el espíritu autocrítico y, en
consecuencia, se acepta la sumisión como forma de vida.
En Venezuela esta trivialización se ha
desplegado en dos niveles. Por un lado, el Estado ha venido desarrollando una
política donde privilegia el conflicto y respalda la impunidad. Por el otro, la
ruptura de los marcos normativos y, la consecuente pérdida de valores, han
alimentado una cultura del crimen donde la vida humana carece de valor.
“Se
estrenó muy joven: El hombre estaba de espalda, le tocamos la espalda, él se
volteó y le dijimos que... ¿viste como te pescamos?; y le dimos dieciséis
tiros". Esta es una transcripción de una entrevista a un joven
delincuente. Forma parte del libro Y salimos a matar gente cuyo autor es el
padre Alejandro Moreno. Este investigador ha conducido una extensa indagación
sobre el delincuente venezolano violento de origen popular. Moreno explora esta
cultura donde el asesinato es un acto banal: “Delinquen porque quieren sobresalir,
quieren adquirir lo que ellos llaman respeto. Y respeto es imposición, miedo”.
En fin, el país ha entrado en una etapa donde
esta banalización es moneda corriente. En la actualidad se ejecuta, se asesina,
se viola, se desaparece. A la par no se penaliza, no se condena, no se juzga.
Restaurar y profundizar la democracia; dotar
a la política de su dimensión intelectual; recomponer éticamente al país son
tareas cruciales que se deben llevar a cabo si queremos evitar que lo abyecto
sea transformado en algo rutinario y desapasionado. En corto, la banalidad del
mal.
Observatorio Venezolano de las Autonomías
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