En los regímenes democráticos se apela a la
unidad nacional y a la defensa de la constitución cuando se presentan
agresiones externas, como por ejemplo cuando los gobernantes venezolanos en los
últimos años amenazaron con declararnos la guerra e insultaron a nuestros
presidentes, o cuando algún grupo armado ha tomado las armas con el propósito
de hacer la revolución, que es lo que le ha sucedido a Colombia desde mediados
de los sesenta del siglo pasado. El ejemplo más claro de unidad ante los
ataques de grupos subversivos se produjo en febrero y meses siguientes del 2002
al fracasar los diálogos de paz del Caguán. Al presidente Pastrana, generoso
hasta el escándalo con las Farc, no le tembló la mano para propiciar la condena
nacional e internacional de las guerrillas colombianas en razón de su accionar
sistemáticamente terrorista. Ahí se dio un fuerte sentimiento de unidad y
defensa de la democracia.
Treinta años en busca de la paz en Colombia |
La búsqueda de la paz ha figurado en la
agenda nacional desde el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986) y los
mandatarios siguientes han intentado, unos con mayor éxito que otros, apaciguar
el país por medio de negociaciones con grupos armados por fuera de la ley. La
constitución de 1991 elevó al rango de principio fundamental la búsqueda de la
paz. Es en ese precepto en el que se está apoyando el presidente Santos y todos
los demás sectores políticos y sociales que quieren legitimar las negociaciones
que se realizan en La Habana con las Farc.
Pero, resulta que un amplio sector de la
opinión pública, grupos sociales y dirigentes gremiales y políticos han
manifestado serias críticas a este proceso. No voy a repetir las razones ya
suficientemente conocidas. Hay, además de todas las que se han esgrimido, una
razón constitucional que vale la pena recordar para que se tenga en cuenta en
el debate. Me refiero al deber de defensa de las instituciones democráticas cuando
estas son atacadas por grupos armados ilegales. La Constitución estipula que la
Fuerza Pública y de policía y los organismos judiciales, incluida la Fiscalía
General, tienen la obligación con las armas y la ley de cumplir tal
responsabilidad.
Parece que fueran contradictorias las dos
disposiciones, buscar la paz y defender con las armas la democracia. Sin
embargo, no lo es si nos detenemos a pensar con quién es que está sentado el
estado colombiano, como lo estuvo durante el primer gobierno de Uribe con los
paramilitares en Santafe de Ralito. El estado negocia con grupos tachados de
terroristas por varios países y la propia Colombia. Dicho calificativo no
inhibe ni prohíbe negociar con esos grupos, pero, le da un carácter diferente a
la misma en el entendido de que no se trata de una negociación entre iguales,
en razón, precisamente, del carácter terrorista de aquellos que acuden a la
mesa buscando una salida. El estado, basado en mandatos legales y en aras de
consolidar la paz accede a negociar sobre la base del reconocimiento de la
primacía de ese estado al que esos grupos no pudieron derrotar con sus
supuestos proyectos revolucionarios.
Al buscar la paz, el gobierno que tome la
iniciativa tiene el deber constitucional de hacerlo en el marco del más amplio
consenso político y social, además de observar todos los demás mandatos de
corte humanitario que ya se han explicado. Si la paz es un principio que une,
que convoca la unidad nacional, tal como ocurrió con el Mandato por la Paz y
luego con la negociación del Caguán, el intento de La Habana debe, con mayor
razón y en vista de las fallidas experiencias anteriores, de las burlas y
engaños sufridos a manos de los grupos ilegales, procurar convencer a esa parte
de la opinión nacional que mira con reserva, con espíritu crítico y hasta con
pesimismo las condiciones en que se realizan las conversaciones en La Habana. Y
si no puede convencerlos, por lo menos está en el deber moral de tolerar,
respetar y llenar de garantías a quienes pensamos diferente situándonos en la
institucionalidad.
No es, pues, acorde con el espíritu de la
constitución y con el deber de buscar la paz en el marco de la unidad nacional,
arrinconar a los críticos del proceso graduándolos como “guerreristas”,
“enemigos de la paz” “conspiradores” y “extremo derechistas” amigos de la
salida militar, ya que lo que se está defendiendo no es la opción de la guerra
sino la alternativa de buscar la paz sin poner en peligro la necesaria unidad
nacional y sin olvidar que de un lado estamos la inmensa mayoría de los
colombianos que creemos en nuestras instituciones y en nuestra democracia a
pesar de todas las fallas y carencias de ellas, y de la otra parte lo que hay
es una minoría que no representa a nadie y se niega a reconocer el fracaso de
sus propósitos.
Desde la democracia podemos brindar una
salida digna a esos grupos siempre y cuando desistan del uso de las armas, las
entreguen, paguen penas transicionales y reconozcan a sus víctimas. Pero lo que
no tendría presentación ni legitimidad es que se hagan las paces con esos grupos
a contrapelo y disgusto de amplios sectores de la población colombiana y
declarando “enemigos” a quienes han defendido el país. Esa sería una paz falsa,
que puede desatar nuevas violencias porque en materia tan delicada y tan
sensible para todos no se puede repetir errores del pasado ni dejar espíritus
penantes ni heridas abiertas.
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