La situación de Europa es una muestra de las
consecuencias no intencionales de la acción política, es decir, del hecho según
el cual los resultados de la acción contradicen con frecuencia los propósitos
que inicialmente la impulsaron.
El proceso de unión europea luego de la
Segunda Guerra Mundial comenzó de manera modesta, focalizado en aspectos
económicos específicos. Sin embargo, desde un principio, las ambiciones de
algunos sectores de las élites políticas de Europa, en especial en Francia y
Alemania, apuntaban más allá. Lo que
empezó como un proyecto de mercado común de bienes y servicios derivó hacia un
plan de unión fiscal, bancaria y política. La inminencia de la reunificación
alemana luego de la caída del muro de Berlín, aceleró la fatídica creación de
una moneda única y acrecentó las ínfulas de poderío de las élites en toda
Europa.
Las cosas han salido al revés. Con la unidad
europea se quería controlar el peso de Alemania en el continente, pero hoy
Alemania domina financiera y económicamente la región. Se quería minimizar los
nacionalismos y reducir las tensiones entre los diversos países que componen
Europa, pero hoy esas tensiones no hacen sino aumentar. Se quería impulsar la
prosperidad, productividad y competitividad de la zona pero hoy son millones
los desempleados, en especial jóvenes. Se quería mover la política hacia el
centro y evitar los extremos, pero hoy el continente es terreno fértil para el
radicalismo político de izquierda y derecha.
Con la parcial excepción de Alemania, única
beneficiaria del Euro, Europa ha dejado de crecer. Es cierto que la economía
alemana se ha salvado hasta los momentos de los peores efectos de la patología
que aqueja al resto de Europa; pero el crecimiento alemán ha venido perdiendo fuerza, y los bancos alemanes se
encuentran seriamente enredados en el rompecabezas de deudas impagables que
asfixia las redes financieras de la zona. Alemania sigue siendo un importante
motor productivo, pero por sí sola es incapaz de sostener a una Europa a la que
ahogan los insaciables y manirrotos Estados de Bienestar establecidos las
pasadas décadas.
Para reanudar un camino de crecimiento,
Europa tendría que desmontar la utopía que le llevó a vivir en un mundo de
fantasías durante mucho tiempo, a creer que la Historia había alcanzado su
culminación, que el progreso eterno estaba asegurado y que las nuevas
generaciones tenían garantizado un futuro de infinita prosperidad. Pero
despertar de un sueño placentero es terrible y los europeos se niegan a
hacerlo.
Es comprensible. De allí que el debate acerca
de lo que ahora ocurre y sobre lo que debería hacerse para enmendar el rumbo,
haya caído en el pantano del falso dilema entre austeridad y crecimiento. La
verdad es que la tal austeridad no es otra cosa que la imperiosa necesidad de
reformar a fondo el mercado laboral, dándole flexibilidad, reducir los
impuestos para que la gente invierta en empresas y puestos de trabajo, y bajar
un gasto público que no hace sino inflar las inmensas y ya incosteables deudas
adquiridas durante los años utópicos.
Europa está a la deriva y a la espera de un
milagro. El factor crucial de la actual crisis europea no es económico y
tampoco político; es psicológico. Me refiero a la notoria dificultad de las
élites cuyas ambiciones se han derrumbado, y de los pueblos cuyos sueños se han
pulverizado, para dar respuesta al reto fundamental que enfrentan: cambiar el
modelo económico estatista, cuasi-socialista y paternalista que les aprisiona y
dejar de lado una moneda única que no funcionó.
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