martes, 21 de mayo de 2013

OLGA RAMOS, PATRIMONIO INTANGIBLE: ENTRE VILLA DE CURA Y SAN FRANCISCO

Nada como despertarse un domingo y dirigir la atención -sin anestesia, ni desayuno- a twitter y de allí, al país.
Un elefante y para colmo enfermo, es la imagen recurrente con la que @Leonardo_Padron, en su crónica -magnífica como siempre pero irremediablemente triste- nos entrelaza relatos que deben sonarnos a todos cotidianos. Entre ellos, llama mi atención la despedida de alguien que deja el país por falta de oportunidad.

LA HORA LEGAL DE VENEZUELA.

En Venezuela, el Servicio de Hora Legal, fue establecido en 1912 y se le asignó al Observatorio Naval “Juan Manuel Cagigal” la tarea de administrar la Hora Legal de Venezuela. Para ese entonces se decidió que el Meridiano que iba a servir de base para la misma sería el Meridiano 67° 30´ que pasa por la población de Villa de Cura, Estado Aragua. Como cada Huso Horario posee una extensión de 15° (360°/24horas), la escogencia de este Meridiano se corresponde con la línea divisoria entre los Husos Horarios -4 (Meridiano 60°) y -5 (Meridiano 75°).
Una hora más tarde, me descubro con los ojos pegados al texto del Proyecto de Ley Orgánica de Cultura que, amablemente, compartió @giselakozak en su cuenta de twitter esta mañana. Después de una primera lectura y sin ánimos de análisis, mi vista se pasea entre los artículos 3, 4 y 42.
Entre ellos se lee que “la cultura venezolana es multiétnica, pluricultural, diversa, intercultural, dinámica”, (art. 3) que por ello, el Estado y los particulares tenemos el deber de fomentar el diálogo intercultural para lo que “todas las culturas populares constitutivas de la venezolanidad serán especialmente protegidas y promovidas, reconociéndose y respetándose bajo el principio de igualdad de las culturas”, (art. 4) y si alguien osara dañar “Patrimonio Cultural tangible e intangible de la nación” será sancionado moralmente (art. 42)
Mientras hacía ese recorrido recurrentemente, varias imágenes vinieron a mi memoria:
La casa de Inocencio Utrera, una especie de sabio que vivía frente a la Panadería Bolívar en Villa de Cura.  Recuerdo que era una persona tranquila y pausada y que su casa parecía un oscuro e inquietante laberinto lleno de cosas, entre las que resaltaban libros por todas partes y unas viejas máquinas de escribir. Más allá de su casa, Inocencio era un personaje respetado y admirado por la comunidad de la Villa.
A unas cuadras de allí, también en el mundo de las palabras, quedaba la oscura Librería Principal. El librero, el Sr Echeverría, un vasco -conocido como el comunista- era un hombre muy simpático con una conversa muy interesante.
Los domingos, después de misa, se citaban en una mesa de la Panadería Bolívar, los tres curas del pueblo, el Padre Marcos, el Padre Felipe y el Padre Salvador, este último el artífice de los Niños Cantores de Villa de Cura, los tres promotores de la escuela artesanal y de un par de excelentes escuelas en la Villa -una ellas tenía un internado en el que becaban a jóvenes que no tenían recursos para que pudieran estudiar. La retórica usada en sus sermones y algunas conversas en la panadería, tuvieron como consecuencia que me declarara “atea” a los 9 años. A pesar de ello, siempre contaron con mi respeto y admiración por su trabajo.
En esa misma panadería, otras tardes, recuerdo prepararle el café a los amigos de la familia que pasaban de visita, mientras Saúl, un villacurano que comenzó como ayudante de panadero y terminó comprando la panadería, colocaba los dulces en la nevera. Preparar café, poner la cantidad de café adecuada, compactada dependiendo del tipo de café; calentar la leche y sacarle espuma sin el exceso de vapor que la pusiera “aguada”; aprender la combinación y el gusto de cada cliente-amigo; era un arte que se me daba bien, al decir, entre otros, del Sr Silva -un simpático amigo portugués, dueño de una ferretería, de ojos verde claros y conversa inteligente.
Nadia, una amiga de la familia, creo que libanesa, pasaba de vez en cuando por la casa con su maleta repleta de “trapos” para la venta. Si querías comprar muebles, ibas a la mueblería del Sr Jorge, que era Sirio o Libanés, pero si de hacer mercado se trataba, lo que salía era ir al supermercado chino.
El Señor Marcos, esta vez no el cura sino el del transporte que nos llevaba a la escuela, tenía 23 hijos de su propia cosecha y de la misma madre. En su autobús, con Waleska Hernández y su pequeña hermana Sarahy, aprendí a tocar cuatro y a cantar hermosas tonadas; también aprendí muchas canciones -tonadas, pasajes, joropos y valses- en clases y fuera de ellas con las “Señoritas” Tibisay y Gisela, las maestras de quinto y sexto grado de mi escuela primaria. Gracias a ellas, por cierto, salíamos de parranda en navidad -tocando y cantando- en la parte de atrás de un camión por toda la Villa -que peligro-. Mientras en casa, al compás del Laud de mi padre, aprendí a tocar guitarra y timple, a cantar isas, folías, malagueñas canarias, así como a apreciar la música clásica y hasta la pop del momento, pegada del tocadiscos de casa, con la colección de discos de mis padres. A cantar serenatas aprendí con mi Tío Neptalí, un tremendo serenatero de gran corazón y piel aceitunada, con una aterciopelada voz y una buena guitarra. Unos años más tarde, de la mano del maestro Bino Ruta, aprendí a tocar piano y conocí a maravillosos acordeonistas italianos como Salvador y María Pía Vona.
Con una mezcla de tiempos, a lo largo de mi infancia, esas y otras muy parecidas, eran las imágenes de mi pueblo, la Villa de Cura en la que crecí. En ella, a un lado de la Iglesia, hay o había un busto de Bolívar y Villegas, el abuelo del Libertador; muy cerca por cierto, de la casa del Santo Sepulcro donde se dice que se vio alguna vez a Zamora y del lado opuesto de la iglesia al que se encuentra la gruta donde se dice que la Virgen de Lourdes apareció una vez y por la que miles de peregrinos, todos los años, se dan cita en el pueblo.
Alternando con esas imágenes, recuerdo un par de opuestos ríos de gente cruzándose diagonalmente en una esquina al cambiar el semáforo.
Una imagen imponente que nos dejó congelados contemplándolos.
Desde el primer peldaño de la escalera del autobús que nos llevó del aeropuerto al hotel, tenía la impresión de estar en la India, en China, en Ecuador o Bolivia, en algún país europeo, en Japón, todo mezclado e intermitente.
Así fue mi llegada a San Francisco. No de Asís que quedaba a pocos kilómetros del Villa de Cura, sino a San Francisco en Estados Unidos.
Los pocos días que estuve allí, los dediqué a las reuniones y actividades del curso por el que llegué a aquellas tierras y a recorrer la ciudad a pié que es como mejor se conocen los lugares y su gente. En mis paseos por San Francisco, tenía la misma sensación que cuando vivía en Villa de Cura, pero obviamente magnificada por las dimensiones de la ciudad, por el tipo de actividades y su nivel de desarrollo y también porque la gama de su diversidad cultural era mucho más amplia. Se que suena loco o extraño, en el mejor de los casos, pero es cuestión de esencias.
 (Aquí va mi confesión en este post: desde que comencé a escribir me he reído mucho imaginando la cara de algunos lectores, ante mi osadía de comparar a San Francisco con Villa de Cura, aunque no menos de lo que me he reído de mi osadía)
De hecho, pensándolo bien, esa es una de las razones por las que San Francisco me atrae como ciudad, porque, en esencia tiene el mismo atributo que Villa de Cura, es un lugar de encuentro, un espacio de mezcla, intercambio, coexistencia y convivencia, que no es precisamente lo mismo.
Si tuviera que identificar lo que para mi define la venezolanidad diría, sin duda alguna y a los ojos de mi experiencia en Villa de Cura, que la diversidad cultural es una de sus cualidades fundamentales, pero no sólo con el tamiz de los ojos “ancestrales” con el que se ha pretendido acotar en estos últimos años, sino con la riqueza de la construcción y reconstrucción permanente que le han imprimido tanto las oleadas de emigrantes que nos hemos dado cita en estas tierras, como la reconocida “hospitalidad” y “calidez” del venezolano, originario -o emigrante de varias generaciones y con varias combinaciones y mezclas- Esa, que se ha bombardeado a mansalva últimamente, es parte de mi “patrimonio cultural intangible” más preciado.
Pero me refiero a la diversidad en acción, en intercambio, en convivencia, no simplemente en coexistencia que, amable u hostil, no implica ni el reconocimiento y aceptación que la preceden, ni la integración que se requiere para que podamos hablar de una diversidad efectiva.
Esa cualidad existe, a pesar de que está resquebrajada por la evolución de nuestra dinámica socio-política teniendo como consecuencia que, en lugar de ampliarse el espacio de intercambio y encuentro, se profundicen el desconocimiento y el desencuentro.
Esa es una cualidad que se puede identificar como emergente del sistema porque es el producto de la interacción de las diversas culturas que lo conforman y que forma parte importante de la venezolanidad, por lo que debe ser reconocida e integrada en lo que asumamos como “nuestro patrimonio” -con el perdón de las precisiones técnicas y de la UNESCO- o, si lo ponemos en términos de identidad, como nuestra “conciencia histórica” (*).
Esa, que como dije antes, considero parte de mi “patrimonio cultural intangible” más preciado, es la más hermosa imagen que podemos reconocer cuando, como habitantes de esta nación, nos miramos al espejo.
(*) Asumiendo la precisión propuesta por Gisela Kozak @giselakozak y recogida por Michelle Roche @michiroche en su Álbum de Familia, me refiero a la definición de Manuel Caballero.
Olga Ramos
oiramoss@gmail.com

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