Nada como despertarse un domingo y dirigir la
atención -sin anestesia, ni desayuno- a twitter y de allí, al país.
Un elefante y para colmo enfermo, es la
imagen recurrente con la que @Leonardo_Padron, en su crónica -magnífica como
siempre pero irremediablemente triste- nos entrelaza relatos que deben sonarnos
a todos cotidianos. Entre ellos, llama mi atención la despedida de alguien que
deja el país por falta de oportunidad.
LA HORA LEGAL DE VENEZUELA.
Una hora más tarde, me descubro con los ojos
pegados al texto del Proyecto de Ley Orgánica de Cultura que, amablemente,
compartió @giselakozak en su cuenta de twitter esta mañana. Después de una
primera lectura y sin ánimos de análisis, mi vista se pasea entre los artículos
3, 4 y 42.
Entre ellos se lee que “la cultura venezolana
es multiétnica, pluricultural, diversa, intercultural, dinámica”, (art. 3) que
por ello, el Estado y los particulares tenemos el deber de fomentar el diálogo
intercultural para lo que “todas las culturas populares constitutivas de la
venezolanidad serán especialmente protegidas y promovidas, reconociéndose y
respetándose bajo el principio de igualdad de las culturas”, (art. 4) y si
alguien osara dañar “Patrimonio Cultural tangible e intangible de la nación”
será sancionado moralmente (art. 42)
Mientras hacía ese recorrido recurrentemente,
varias imágenes vinieron a mi memoria:
La casa de Inocencio Utrera, una especie de
sabio que vivía frente a la Panadería Bolívar en Villa de Cura. Recuerdo que era una persona tranquila y
pausada y que su casa parecía un oscuro e inquietante laberinto lleno de cosas,
entre las que resaltaban libros por todas partes y unas viejas máquinas de
escribir. Más allá de su casa, Inocencio era un personaje respetado y admirado
por la comunidad de la Villa.
A unas cuadras de allí, también en el mundo
de las palabras, quedaba la oscura Librería Principal. El librero, el Sr
Echeverría, un vasco -conocido como el comunista- era un hombre muy simpático
con una conversa muy interesante.
Los domingos, después de misa, se citaban en
una mesa de la Panadería Bolívar, los tres curas del pueblo, el Padre Marcos,
el Padre Felipe y el Padre Salvador, este último el artífice de los Niños
Cantores de Villa de Cura, los tres promotores de la escuela artesanal y de un
par de excelentes escuelas en la Villa -una ellas tenía un internado en el que
becaban a jóvenes que no tenían recursos para que pudieran estudiar. La
retórica usada en sus sermones y algunas conversas en la panadería, tuvieron
como consecuencia que me declarara “atea” a los 9 años. A pesar de ello,
siempre contaron con mi respeto y admiración por su trabajo.
En esa misma panadería, otras tardes,
recuerdo prepararle el café a los amigos de la familia que pasaban de visita,
mientras Saúl, un villacurano que comenzó como ayudante de panadero y terminó
comprando la panadería, colocaba los dulces en la nevera. Preparar café, poner
la cantidad de café adecuada, compactada dependiendo del tipo de café; calentar
la leche y sacarle espuma sin el exceso de vapor que la pusiera “aguada”;
aprender la combinación y el gusto de cada cliente-amigo; era un arte que se me
daba bien, al decir, entre otros, del Sr Silva -un simpático amigo portugués,
dueño de una ferretería, de ojos verde claros y conversa inteligente.
Nadia, una amiga de la familia, creo que
libanesa, pasaba de vez en cuando por la casa con su maleta repleta de “trapos”
para la venta. Si querías comprar muebles, ibas a la mueblería del Sr Jorge,
que era Sirio o Libanés, pero si de hacer mercado se trataba, lo que salía era
ir al supermercado chino.
El Señor Marcos, esta vez no el cura sino el
del transporte que nos llevaba a la escuela, tenía 23 hijos de su propia
cosecha y de la misma madre. En su autobús, con Waleska Hernández y su pequeña
hermana Sarahy, aprendí a tocar cuatro y a cantar hermosas tonadas; también
aprendí muchas canciones -tonadas, pasajes, joropos y valses- en clases y fuera
de ellas con las “Señoritas” Tibisay y Gisela, las maestras de quinto y sexto
grado de mi escuela primaria. Gracias a ellas, por cierto, salíamos de parranda
en navidad -tocando y cantando- en la parte de atrás de un camión por toda la
Villa -que peligro-. Mientras en casa, al compás del Laud de mi padre, aprendí
a tocar guitarra y timple, a cantar isas, folías, malagueñas canarias, así como
a apreciar la música clásica y hasta la pop del momento, pegada del tocadiscos
de casa, con la colección de discos de mis padres. A cantar serenatas aprendí
con mi Tío Neptalí, un tremendo serenatero de gran corazón y piel aceitunada,
con una aterciopelada voz y una buena guitarra. Unos años más tarde, de la mano
del maestro Bino Ruta, aprendí a tocar piano y conocí a maravillosos
acordeonistas italianos como Salvador y María Pía Vona.
Con una mezcla de tiempos, a lo largo de mi
infancia, esas y otras muy parecidas, eran las imágenes de mi pueblo, la Villa
de Cura en la que crecí. En ella, a un lado de la Iglesia, hay o había un busto
de Bolívar y Villegas, el abuelo del Libertador; muy cerca por cierto, de la
casa del Santo Sepulcro donde se dice que se vio alguna vez a Zamora y del lado
opuesto de la iglesia al que se encuentra la gruta donde se dice que la Virgen
de Lourdes apareció una vez y por la que miles de peregrinos, todos los años,
se dan cita en el pueblo.
Alternando con esas imágenes, recuerdo un par
de opuestos ríos de gente cruzándose diagonalmente en una esquina al cambiar el
semáforo.
Una imagen imponente que nos dejó congelados
contemplándolos.
Desde el primer peldaño de la escalera del
autobús que nos llevó del aeropuerto al hotel, tenía la impresión de estar en
la India, en China, en Ecuador o Bolivia, en algún país europeo, en Japón, todo
mezclado e intermitente.
Así fue mi llegada a San Francisco. No de
Asís que quedaba a pocos kilómetros del Villa de Cura, sino a San Francisco en
Estados Unidos.
Los pocos días que estuve allí, los dediqué a
las reuniones y actividades del curso por el que llegué a aquellas tierras y a
recorrer la ciudad a pié que es como mejor se conocen los lugares y su gente.
En mis paseos por San Francisco, tenía la misma sensación que cuando vivía en
Villa de Cura, pero obviamente magnificada por las dimensiones de la ciudad,
por el tipo de actividades y su nivel de desarrollo y también porque la gama de
su diversidad cultural era mucho más amplia. Se que suena loco o extraño, en el
mejor de los casos, pero es cuestión de esencias.
(Aquí
va mi confesión en este post: desde que comencé a escribir me he reído mucho
imaginando la cara de algunos lectores, ante mi osadía de comparar a San
Francisco con Villa de Cura, aunque no menos de lo que me he reído de mi
osadía)
De hecho, pensándolo bien, esa es una de las
razones por las que San Francisco me atrae como ciudad, porque, en esencia
tiene el mismo atributo que Villa de Cura, es un lugar de encuentro, un espacio
de mezcla, intercambio, coexistencia y convivencia, que no es precisamente lo
mismo.
Si tuviera que identificar lo que para mi
define la venezolanidad diría, sin duda alguna y a los ojos de mi experiencia
en Villa de Cura, que la diversidad cultural es una de sus cualidades
fundamentales, pero no sólo con el tamiz de los ojos “ancestrales” con el que
se ha pretendido acotar en estos últimos años, sino con la riqueza de la
construcción y reconstrucción permanente que le han imprimido tanto las oleadas
de emigrantes que nos hemos dado cita en estas tierras, como la reconocida
“hospitalidad” y “calidez” del venezolano, originario -o emigrante de varias
generaciones y con varias combinaciones y mezclas- Esa, que se ha bombardeado a
mansalva últimamente, es parte de mi “patrimonio cultural intangible” más
preciado.
Pero me refiero a la diversidad en acción, en
intercambio, en convivencia, no simplemente en coexistencia que, amable u
hostil, no implica ni el reconocimiento y aceptación que la preceden, ni la
integración que se requiere para que podamos hablar de una diversidad efectiva.
Esa cualidad existe, a pesar de que está
resquebrajada por la evolución de nuestra dinámica socio-política teniendo como
consecuencia que, en lugar de ampliarse el espacio de intercambio y encuentro,
se profundicen el desconocimiento y el desencuentro.
Esa es una cualidad que se puede identificar
como emergente del sistema porque es el producto de la interacción de las
diversas culturas que lo conforman y que forma parte importante de la
venezolanidad, por lo que debe ser reconocida e integrada en lo que asumamos
como “nuestro patrimonio” -con el perdón de las precisiones técnicas y de la
UNESCO- o, si lo ponemos en términos de identidad, como nuestra “conciencia
histórica” (*).
Esa, que como dije antes, considero parte de
mi “patrimonio cultural intangible” más preciado, es la más hermosa imagen que
podemos reconocer cuando, como habitantes de esta nación, nos miramos al
espejo.
(*) Asumiendo la precisión propuesta por
Gisela Kozak @giselakozak y recogida por Michelle Roche @michiroche en su Álbum
de Familia, me refiero a la definición de Manuel Caballero.
Olga Ramos
oiramoss@gmail.com
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