En la ciudad donde yo vivo, con excepción de
la lluvia y el frío que nunca se van, todo llega, pero todo llega tarde. En la
ciudad donde yo vivo hay solo dos salas de cine y las grandes películas no
permanecen más de tres o cuatro días en cartelera. En la ciudad donde yo vivo
hay pocos habitantes y si uno va al cine encuentra caras conocidas, ávidas de
platicar. En la ciudad donde yo vivo, no sé por qué, hay muchos cafés, de modo
que cada filme suele prolongarse en una larga conversación. Bajo esas
condiciones inapelables vi, en la ciudad donde yo vivo, la película chilena NO
(2012).
Uno de mis interlocutores esgrimió argumentos
sólidos al calor del café. Dejando de lado la excelente ambientación, la
brillante actuación de Gael García y la tensión narrativa que recuerda a las
mejores escenas de las películas de Costa Gavras, la película NO de Pablo
Larraín -así dijo mi interlocutor- no
deja de ser problemática desde el punto de vista político.
Según su opinión el filme entrega la
impresión de que la opción del NO se impuso gracias a una propaganda que supo
incluir atributos del marketing moderno propios al modelo
"neoliberal", como si el NO hubiese sido un producto destinado al
consumo, una especie de Coca Cola política. Un NO fílmico que dejó de lado una
larga historia de resistencia, obviando el significado de tantos actores
políticos que cayeron en el camino.
Yo contesté que esa no era mi opinión. Afirmé
por el contrario que en una contienda política la propaganda debe reflejar no
sólo el pasado, sino, además, un deseo de futuro, esto es, un SÍ
El mismo personaje central, el talentoso
publicista René Saavedra, un chileno que como tantos regresaba del exilio, vivió
un proceso de aprendizaje durante el periodo plebiscitario. En un comienzo, es
cierto, su gestión en la franja publicitaria fue meramente técnica, pero ya al
final, el mensaje del NO era político cien por ciento. Eso quiere decir que el
NO a la dictadura supo presentar un SÍ que surgió del NO: una afirmación
surgida de una rotunda negación.
En cierto modo René, invirtiendo los
términos, transformó el NO a una dictadura que representaba el SÍ de la muerte,
en un SÍ de la vida. En cambio, la propaganda
de la dictadura levantó la alternativa del SÍ como un simple NO al
pasado pero sin dibujar ningún SÍ hacia el futuro.
Agregué, a modo de ejemplo, que también la
lucha democrática en la RDA de 1989 había comenzado con un SÍ surgido de un
rotundo NO.
"Nosotros somos el pueblo", es
decir la afirmación, el SÍ, significaba que los "otros", los
post-estalinistas en el poder, NO eran el pueblo. El "nosotros
democrático" surgió de un NO a esa siniestra pandilla guarecida detrás del
oprobioso muro.
El NO del Chile de 1988 significaba también
un SÍ a un mundo donde no serás perseguido por tener una opinión, donde podrás
salir a la calle sin temor a ser agredido, donde verás crecer a tus hijos en
paz y libertad. Porque en la política, un verdadero NO debe contener un SI, de
otra manera no es político. Y ese fue, según mi opinión, el mérito de la
propaganda del NO chileno.
Recuerdo que después de esa discusión de
café, alguien me preguntó por ejemplos parecidos y yo respondí que en Uruguay
también hubo, durante 1980, un plebiscito ganado en contra de una reforma
constitucional promovida por la dictadura, hecho considerado como punto de
partida para la democratización que tendría lugar en 1985. Ese ejemplo sirvió a
los partidarios del NO chileno para demostrar que bajo determinadas condiciones
una dictadura puede ser derrotada mediante elecciones. Como es sabido, el
Partido Comunista chileno se opuso a esa tesis y no participó en la campaña por
el NO.
No obstante, después de la discusión, y ya en
mi casa, al observar algunos videos de los acontecimientos que dieron lugar al
formidable NO que propinó la candidatura de Capriles al continuismo autocrático
representado por Maduro, me di cuenta que el caso venezolano se parece más al
ya legendario NO chileno que al uruguayo. Afirmación que me obligará a realizar
tres aclaraciones.
La primera es que no estoy comparando aquí a
la dictadura de Pinochet -en su alto grado de crueldad sólo comparable a la de
Videla y a la de los Castro- con el gobierno de Maduro, el cual todavía conserva
algunos jirones de democracia, a pesar de las mentiras sin límites que emite el
ilegítimo presidente y de la incontenible violencia que destila su segundo de
abordo, Diosdado Cabello.
No obstante, es necesario recordar que a la
hora del plebiscito, muchos chilenos, entre ellos casi toda la clase política,
ya habían, como el propio René, regresado al país. Chile vivía, hacia fines de
los ochenta, un clima más de tensión que de terror. Y bien, este es el caso de
la Venezuela de hoy, donde el Parlamento es violentado, donde hay presos
políticos, amenazas, extorsiones, persecuciones; donde la legítima oposición es
insultada día a día, y por cierto, donde el gobierno no goza de aprobación
mayoritaria.
La segunda observación tiene que ver con el
hecho que el de Pinochet fue un plebiscito y no una elección como la
venezolana. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en Venezuela, desde que
llegó el chavismo al poder, al ser dividido el país en dos bloques
irreconciliables, todas las elecciones han tenido un carácter plebiscitario.
La tercera observación deriva de que para sus
partidarios, Maduro ganó las elecciones, aunque solo hubiera sido por un uno
coma y tanto. Bien, supongamos por un momento que eso sea cierto (algo que el
autor de estas líneas llegó a creer antes de que fuera desmentido por la señora
Tibisay Lucena del CNE).
Más aún, supongamos que en Venezuela no hubo
intimidación a los sectores públicos, ni votación asistida, ni adulteración de
cédulas, ni monopolización de los medios, ni cadenas televisivas, ni amenazas,
ni acarreos, ni votos de “ciudadanos muertos”, es decir, supongamos lo que
evidentemente nunca sucedió. Pues bien, aún así, la magra ventaja obtenida por
Maduro fue un decisivo NO, un NO no sólo a su persona, sino a su régimen, y sobre
todo a su proyecto. Porque ese resultado, aún si fuera el correcto (y no lo es)
fue un NO a la revolución chavista.
Me explico: Para cualquier gobierno normal,
ganar por un voto basta. Pero si ese gobierno no solo quiere gobernar sino,
además, como dice Maduro, realizar una revolución, ganar por un puñado de votos
es más que una derrota descomunal. En ese sentido hasta el más tonto de los
chavistas debe darse cuenta que con más de la mitad de la población en contra
ninguna revolución será posible. El proyecto chavista, aunque no el gobierno,
ha llegado entonces a su fin.
Visto así, Maduro solo tiene dos
alternativas.
La primera, transformar el suyo en un
gobierno normal y lograr una salida a "la italiana", es decir,
mediante concesiones a la oposición, conformar un gobierno tolerado. De más
está imaginar que las fracciones duras del chavismo nunca aceptarán una salida
de ese tipo. Esa sería para ellos una traición al legado del presidente muerto.
La segunda alternativa es la de transformar
al gobierno en una dictadura militar con fachada civil. Ciertos personajes
conspirativos, entre ellos Cabello, quien se encuentra en estos momentos
destruyendo al Parlamento, apuestan evidentemente a esa posibilidad.
Lo más probable entonces es que Maduro
intentará la segunda alternativa antes de rendirse a la primera. De este modo
Maduro se expone a ser nuevamente "noneado". Ya lo está siendo. Hasta
las encuestas gobierneras destacan que su popularidad va en caída franca, al
mismo tiempo que el liderazgo de Capriles, junto a su NO, crece y crece.
No nos engañemos: En Venezuela se vive hoy
una "situación de doble poder" de acuerdo a la cual, como decía Lenin
en 1905, el poder descendente ya no puede gobernar y el ascendente todavía no
puede. Esa era, para el sagaz revolucionario, la prueba de la crisis final del
zarismo. Esa es también, en Venezuela, la prueba de la crisis final del
chavismo. Bajo tales condiciones lo más probable es que Maduro no pasará a la
historia como el sucesor de Chávez sino como su simple sepulturero.
Pero quizás la diferencia más ostensible
entre el fin de la era de Pinochet y el comienzo de la de Maduro es que
mientras el primero terminó "noneado", el segundo ha comenzado así.
Creo que este es un caso inédito en la historia política mundial.
Todos los gobiernos, hasta los peores, han
comenzado su mandato con una luna de miel, recogiendo esperanzas, desplegando
optimismo, aclamados hasta por quienes votaron en contra, en fin, envueltos en
la aureola radiante de un inmenso SÍ. El de Maduro en cambio, es un gobierno
sin SÍ y sin NO. No tiene proyecto, destino ni programa.
Analizando las grandes concentraciones
populares que acompañaron la épica candidatura de Capriles, se observa todo lo
contrario. Demostraciones masivas, con mucha juventud, muchas mujeres, muchos
colores, mucho pueblo, salsa, humor e incluso arte. Eso contrastando con las
rituales evocaciones al pasado de las demostraciones a favor de Maduro, donde
todo era uniforme rojo, música repetitiva, hosquedad e incluso odio. Capriles logró,
efectivamente, aparecer como el representante de un NO y de un Sí al mismo
tiempo.
El Sí a Capriles fue un sí a la división
republicana de los tres poderes públicos, no al personalismo. SÍ al futuro
viviente, no al pasado mortuorio. Sí a la civilidad, no al militarismo. Sí a la
paz, no a la violencia. Sí a la verdad, no a la mentira. Sí al mantenimiento de
relaciones diplomáticas con todas las naciones civilizadas del mundo, no a
la "alianza estratégica" con
una malvada dictadura militar.
De acuerdo a la clásica dialéctica hegeliana,
el SÍ (tesis) precede al NO (antítesis) lo que dará origen a la negación de la
negación (síntesis). De acuerdo a la psicología freudiana, en cambio, el NO
precede en cada ser humano al SÍ.
En política, al contrario de lo que afirman
los dos grandes sabios, el NO y el SÍ han de conformar una indisoluble unidad.
Un NO sin SÍ en política es simple nihilismo.
Un SÍ sin NO es servilismo. Eso quiere decir que entre el NO político del Chile
de 1988 y el NO político que propinó el pueblo venezolano a Maduro en el 2013,
hay más que una relación semántica. En ambas negaciones -esa es la idea- yace
latente el deseo de un nuevo comienzo. O también, el deseo de leer un nuevo
capítulo de esa novela cuyo final nadie conoce ni nadie debe conocer.
fernando.mires@uni-oldenburg.de
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