Son múltiples las enseñanzas del pasado 14 de
abril, de sus antecedentes y secuelas. Me concentraré en dos de ellas. La
primera es que no hay chavismo sin Chávez; lo que existe y seguirá existiendo
es un movimiento de izquierda radical, pero fragmentado y debilitado. La
segunda es que los votos son necesarios para poner fin al régimen, pero no son
suficientes.
La salida de Chávez de la escena política ha
demostrado que el carisma ni se decreta ni se hereda. Es una cualidad especial
de ciertas personas que resulta imposible legar sin más a otros. Y si bien
Chávez poseyó indudables destrezas de comunicador político y una efectiva
conexión con las masas, su proyecto estuvo siempre aquejado por severas
limitaciones: la ausencia de epopeya, ingrediente vital de las revoluciones; la
resistencia incansable de una parte crucial de la sociedad venezolana apegada a
la libertad y la democracia; y la demagogia, ineficiencia y corrupción que
siempre acompañan el socialismo.
Chávez nunca tuvo, a la manera de los
bolcheviques, la toma del palacio de invierno, ni una Larga Marcha como Mao y
sus comunistas chinos; ni siquiera un asalto al Cuartel Moncada como Fidel
Castro y su banda de aventureros. Los herederos de Chávez han intentado
levantar una epopeya y sus símbolos en el llamado cuartel de La Montaña, pero
su carácter artificial y desganado es patente. Inventar un símbolo no es
imposible, pero el 4-F de 1992 no fue épico. Nada puede cambiar esa verdad.
El proyecto chavista se ha visto disminuido
por su conexión con el despotismo castrista, vínculo que día a día merma sus
declinantes fuerzas y expone a los herederos ante un lacerante reproche, por su
sumisión a un poder extranjero y su entrega a intereses ajenos a la Patria.
Resulta inexplicable que la dirigencia opositora no insista más sobre esta
grieta fundamental del régimen, y la transforme en bandera prioritaria en la
lucha por una nueva independencia.
En todo caso, la mezcla de la alianza con
Cuba, la férrea resistencia de buena parte de la sociedad civil, la ausencia de
epopeya y la incompetencia y corrupción gubernamentales, erosionan
decisivamente la pesadilla del socialismo del siglo XXI. Chávez era el único
factor capaz de darle oxígeno al delirio esperpéntico construido por sus
quimeras y resentimientos. Sin Chávez en el escenario, el camino de su proyecto
marcha al abismo.
Pero por desgracia no basta con los votos
para poner fin a la humillación que sufre nuestro país. Han sido necesarios,
repito, pero no suficientes. El régimen jamás aceptará entregar el poder por
vías democráticas y así lo estamos comprobando. La acumulación de abusos,
tropelías y delitos cometidos durante catorce aciagos años, colocan a los tres
grupos dominantes dentro del régimen en situación comprometida. Me refiero en
primer término a los comunistas domésticos y sus asesores cubanos, a la
boliburguesía cívico-militar, y a las mafias ligadas al narcotráfico, que
campean por Venezuela. Todos ellos se encuentran ante el imperativo de sostener
a toda costa el muro de protección que todavía les concede el poder, última
defensa de sus precarios privilegios.
El régimen chavista no es, no ha sido y nunca
será democrático. A la dirigencia opositora no le resta sino avanzar con la
verdad, con coraje y firmeza. La oposición sabe que obtuvo la victoria el 14 de
abril. El chavismo sabe que fue derrotado. El CNE, organismo sin autoridad
moral alguna, obedece las órdenes de los amos del régimen para silenciar la verdad
y torcerla. Tenemos que empeñarnos en reivindicarla tenazmente.
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