Queremos un país en el que exista un conjunto
de condiciones sociales, políticas, jurídicas, económicas, culturales e
institucionales que realmente funcionen y permitan el que cada uno de los
habitantes de Venezuela puedan encontrar en ellas, y en otras más que sean
necesarias, posibilidades ciertas para realizar, según su propia vocación y
naturaleza personal y de acuerdo a su voluntad, el potencial que tiene y le es
inherente en tanto persona.
Ello significa, en primer lugar, tener un
país en el que se viva plenamente en democracia. En este sentido, democracia es
mucho más que una forma de gobierno entre las posibles, pues se basa en una
manera institucional y jurídica de organizar la Sociedad: esto es, una democracia que debe ser
entendida como forma de vida y actitud por todos los ciudadanos compartida,
según la cual todos y cada uno de los miembros de la Sociedad sepa, sienta y
ejerza que debe participar en la elaboración de la Obra Común en cuya
realización tiene su cuota de responsabilidad y de cuyos frutos tiene su cuota
de beneficios.
Tal manera de ser democrática una Sociedad,
es posible si en ella rigen, verdadera y plenamente, los tradicionales valores
de la igualdad, la libertad y la justicia que, históricamente han sido el
contenido esencial de toda democracia, pero que en el presente del mundo, de
nuestro Continente y de nuestro país, no pueden más entenderse de la misma
manera como los proclamara el liberalismo clásico, sino como hoy lo exigen las
personas reales y concretas que constituyen el pueblo, que tampoco es la masa
amorfa y manipulable según el capricho de tiranos, sino el conjunto de todos
los miembros que viven e integran la Sociedad General.
Sabemos que todos los seres humanos somos
personas esencialmente iguales (en esencia) pero existencialmente y
radicalmente diferentes (existencia personal individual) al punto que, lo que
cada uno es, Juan o María, es irrepetible en la realidad y en la infinitud del
tiempo presente y futuro, por los siglos de los siglos y por obra de nuestro
Creador.
En efecto:
--La igualdad no puede entenderse solamente
como la igualdad en esencia de todas las personas --como limitadamente lo
concibió el liberalismo clásico y lo entendió el correspondiente concepto de la
democracia de entonces-- sino que
consiste, fundamentalmente, en una igualdad en la diversidad. Esto es, se trata
de una igualdad de posibilidades --o de
proporción-- que, a partir de una
realidad individual propia y distinta de la de todos los demás ciudadanos,
tiene que encontrar cada persona en el seno de la Sociedad General a fin de
alcanzar y realizar el destino y la vocación de ser que cada persona humana
descubre que le corresponde y desea. Para que pueda lograr y alcanzar esto, con
la mayor plenitud que le sea posible, la Sociedad General tiene que proporcionar,
de manera progresiva, aquellos medios que son indispensables para que cada cual
pueda obtener dicho logro.
--La Libertad en la Sociedad no es, sólo, el
libre albedrío o Libertad Interior que cada persona posee como nota esencial de
su propia constitución interior como tal, esto es, realizar sus actos humanos
de pensar, querer, amar, etc., sobre los cuales tiene exclusiva responsabilidad
ante sí mismo y ante su Creador, sino que consiste en la Libertad exterior o de
Independencia, que debe ser conquistada en el seno de la Sociedad General en la
cual, esa libertad va ampliándose progresivamente en función del avance y
desarrollo de la misma Sociedad, de manera que sus miembros integrantes tengan
mayores espacios o campos para el desarrollo progresivo de sus vocaciones
personales, apoyados en el progreso general de la Sociedad, sin menoscabo de
los derechos que tienen igualmente los demás semejantes en dignidad.
--La Justicia no es sólo el frio orden que
regula las relaciones en la igualdad entre el dar y el recibir --lo que sería
equiparar el intercambio entre personas con el intercambio entre
mercancías--, sino que se trata del
orden que exige para cada cual lo que le corresponde a su humana dignidad y
habida cuenta de sus esfuerzos, trabajos y sacrificios en función del Bien
Común General, pero que también y al mismo tiempo impide que quienes se hacen
socialmente fuertes opriman, o sometan, a quienes queden en condiciones de
debilidad.
Queremos un país que haya alcanzado tal
democracia real en sus contenidos de igualdad de proporción, creciente libertad
de independencia y justicia social. Ello supone la elaboración de todo un
proyecto de acción que es política, en el sentido más general, puesto que al
mismo tiempo y de manera indiscernible, incorpora ética, economía,
sociabilidad, propiamente política y cultura.
Queremos un país que realice lo que en todos
sus sectores y niveles sociales es un clamor general: el rescate ético. Hemos
descendido muchísimo en estas últimas décadas, arrastrados por la corrupción de
algunos que no son solamente políticos, sino que en muchos sectores de la vida
nacional han prevaricado con grave daño para la mayoría de los ciudadanos
venezolanos fundamentalmente honestos. Esa mayoría clama por –y merece—la
racionalización moral de la vida política. Venezuela, en verdad, no se divide
entre tendencias o colores de banderías partidistas, sino entre honestos,
capaces y generosos y entre corruptos, incompetentes y egoístas. Los primeros
son esa inmensa mayoría dispuesta a que asuman la conducción de Venezuela
personas honestas y capaces que impidan el que sigamos descendiendo por una
pendiente fatal que puede ser trágica e insuperable.
Queremos un país que, en lo económico, se
caracterice por una gran apertura para que alcance realizar valores que son contenidos de la democracia verdadera
e imponen condiciones insoslayables: trabajo eficaz para producir en todos los
sectores y ramos que el país posee y ha despilfarrado lamentablemente, aventando
al exterior a venezolanos de altísimo nivel que se han visto obligados a irse a
otros países donde han generado progreso. Que abramos nuestra producción y
generemos poder exportador en todos los ramos y no sólo vivamos del petróleo:
recuperar el emporio que fue Guayana con todo su inmenso potencial; abrir zonas
de turismo en las múltiples maravillas de nuestro hermoso territorio;
fortificar las potencialidades de tantos venezolanos jóvenes, rescatando
nuestras Universidades, Liceos, Colegios y escuelas para su formación integral
que es base de nuestro inmediato futuro.
La Justicia nos obliga a lograr crecimiento
con equidad. No sólo no son incompatibles crecimiento económico y equidad, sino
que, como lo demuestran analistas y organismos internacionales, son
inseparables y complementarios.
La libertad de independencia concurre junto a
la igualdad de proporción u
oportunidades para que todos los venezolanos intervengan en los procesos
económicos tanto como productores o como consumidores. El mercado es uno de los
principales escenarios en el que pueden realizarse la igualdad y la justicia en
la medida en que, realmente, sean transparentes y no respondan a intereses de
unos en detrimento de los de otros. Sus tamaños, desde luego, pasan por la
equitativa distribución de los ingresos y de la riqueza, incluyendo la del
Estado.
La libertad e igualdad económicas, en cuanto
deben significar posibilidades para todos de ingresar en la actividad
productiva, lo que requiere fuertes acentos que incentiven a las pequeñas y
medianas empresas y a los jóvenes profesionales que deseen fundar actividades
económicas de contenido tecnológico. Jamás debemos regresar a un Estado que se
caracterizó --no sólo por ser clientelar
y paternalista de “masas”-- sino
asistencialista de falsos “empresarios.” Se requiere un Estado que facilite y
no bloquee las actividades; que estimule y anime la vocación empresarial para
que genere riqueza y trabajo en beneficio de la comunidad nacional.
Queremos un país con un sistema
científico-tecnológico fuerte y creciente en su desarrollo, que se alcanzará no
en la espera de etapas irrepetibles del progreso mundial, sino por asumir
conceptos y aplicaciones de “punta”, subiendo a tiempo al tren que va a la hora
y sin retroceso. Propiciar este esfuerzo es deber ineludible del Estado y del sector
privado.
Queremos un país caracterizado por un Estado
solidario porque haya entendido que el Bien Común General, que incluye al Bien
Personal, no se alcanza si no se realiza como bien de todos los venezolanos.
Ese Estado solidario debe encarar, sin engaños ni mentiras, las graves
dificultades del presente, que sortea la mayor parte de la población que lucha
para sobrevivir en inhumanas condiciones de salubridad, servicios,
alimentación, vivienda, educación y, dramáticamente, seguridad personal.
El Estado debe garantizar las expresiones de
las seguridades sociales y, al mismo tiempo, la seguridad jurídica para que las
relaciones en el seno de la sociedad se realicen con normalidad requerida por
el inversionista que aporta recursos económicos y el trabajador que se sienta
protegido por la Ley; el maestro y el ama de casa; el arrendador y el
arrendatario; el periodista y el lector; el soldado y el general; en fin, todos
los miembros de la Sociedad venezolana.
Aspecto primordial es la seguridad personal:
la muerte por violencia desatada acecha a los ciudadanos en todos los rincones
del país. Teme por su vida el poderoso y más teme el humilde “marginal.” En los
barrios de nuestras ciudades la incidencia de la criminalidad asume las más
altas proporciones. La seguridad personal exige eficaces acciones de naturaleza
policial para controlar definitivamente la amenaza de la delincuencia
incontrolada; pero, al mismo tiempo, se requiere una estructuración sólida y
coherente en materia penal, con una política penal justa y completa que atienda
la prevención del delito en sus profundas y verdaderas causas que proceden,
indudablemente, de la injusticia social acumulada por la que millones de
compatriotas (o no), nacen, crecen y se desarrollan en medios que no pueden producir
sino inadaptados y delincuentes. Demasiada calidad tiene nuestro pueblo para
que, en medio de todo, la delincuencia proceda de una minoría rechazada allí mismo donde se desarrolla. La
sola represión no funciona y no es justa. No olvidemos que, más allá de su
propia defensa, en el fondo de las cosas, la sociedad persigue al delincuente
porque no quiere verse reflejada en el rostro de éste.
Queremos un país cuyas instituciones
correspondan a los tiempos que vivimos y no sean meras reproducciones de modelos
concebidos para otros tiempos y latitudes. Instituciones que correspondan a
nuestra auténtica manera de ser; a lo que aspiramos devenir; a la apasionante
tarea de hacer de Venezuela un país moderno y desarrollado. La necesidad de
abrir el ejercicio de la democracia hacia formas progresivas de participación
conduce a abrir el Estado hacia un modelo descentralizado. La primera instancia
de esto es la regionalización. Desde las Regiones, las competencias se
proyectan hacia las instancias estadales, municipales y locales. Pero la
descentralización no debe conducir a un Estado “granular”, pues debe permanecer
una instancia Nacional unificadora que orienta, controla y evalúa.
Queremos un país que utilice con criterios de
racionalidad y coherencia el espacio territorial que ocupa. Inmensos espacios,
secularmente vacíos y mal aprovechados, deben ser ocupados conforme a una
concepción científica y de acción práctica, como lo es el desarrollo regional,
para reducir los anteriores desequilibrios adversos en la estructura espacial
interna, y para manejar estratégicamente el espacio económico y social a fin de
incorporar, orgánicamente, los recursos naturales; para eliminar contrastes
regionales negativos; para crear
condiciones para el desarrollo interior auto-sostenido y creciente; para
acondicionar el territorio a fin de ocuparlo metódicamente, orientando los
asentamientos humanos y la vida de las comunidades y, en fin, para incorporar
las iniciativas populares en las localidades mediante la promoción de la participación
activa de sus habitantes. Todo esto
supone la generación dinamizadora de actividades económicas y el
aprovechamiento de los espacios y de su potencial demográfico y energético (en
sus diversas formas) mediante actividades motrices y productivas, cambiando la
anterior utilización extractiva y rentística para sustituirla por la generadora
de desarrollo interno productivo en sus diferentes manifestaciones y también lo
energético.
Una nueva concepción del espacio nacional
conducirá, necesariamente, hacia la
reorganización de la población en ciudades intermedias jerarquizadas, en las
que los centros poblados definirán unidades funcionales donde las personas, en
la mayor proporción, trabajan o dependen de su economía. Una unidad consiste en un centro de
población principal y sus regiones
sub-urbanas. Varias unidades como esa, que coincidan en sus actividades comunes
o complementarias, definen una región
local, cada una de las cuales incluye un centro urbano o ciudad principal. La
particularidad de ésta repartición
espacial es que ella descansa sobre la separación de competencias, esto
es, sobre la descentralización, lo que no significa desvinculación respecto a
las instituciones, pero es efectiva como lucha contra la pobreza. Una política
efectiva de vivienda humana, enfrentaría, de manera definitiva, este grave reto
para la democracia venezolana por venir, que debe insertarse en semejante
marco, atendiendo todos los segmentos de la demanda, pero donde la acción
pública tiene que orientarse, necesariamente, en favor de quienes carecen de
recursos.
Desde luego, tal proceso no es posible sin
una eficaz política agropecuaria, por cuyos resultados se mejoren,
sustancialmente, las condiciones de vida de la población rural, conteniendo las
migraciones que, por tal carencia, fluyen hacia las principales ciudades. Las
ciudades intermedias de vida propia significan un eslabón en el tránsito que el
campesinado ha venido realizando hacia las grandes ciudades y la capital.
Consecuencia del desarrollo agropecuario será la consolidación de la población
rural, pero es también garantía para el productor de que su esfuerzo se vea
recompensado porque el margen de beneficio económico que de ello derive, le
permitirá un sostenido progreso que, al fin de cuentas, significará, en lo
nacional, lograr un valor estratégico inestimable como lo es la seguridad
alimentaria.
Queremos un país con un pueblo cada vez más
culto. Acá cultura no significa esa suerte de refinamiento que mal evoca tal
palabra; tampoco significa el mundo que el hombre crea ante su morada natural.
Se trata de cultura como conciencia de sí mismo; como percepción de los temas y
problemas fundamentales de su tiempo; como actitud de respuesta inteligente y
coherente ante los retos de la vida. Implica, sí, conocimiento, pero para
conocer es menester pre-saber sobre el conocer. Nuestro pueblo, en su gran
segmento llamado “marginal”, carece de ese pre-saber por lo que no puede
acercarse al conocer. La acción cultural debe conducirle e incorporar, en la
conciencia de ese venezolano, ese pre-saber que comienza por la toma de
conciencia de su propio valer, sobre la cual puede construir la realidad de su
propio ser-persona y de su dignidad como tal. A partir de esa toma de
conciencia –y sólo a partir de ella-- la
educación (sistemática o asistemática) en sus diferentes expresiones y niveles
podrá generar conciencia verdaderamente democrática, no porque alcance sólo a quienes puede porque tienen,
sino también a todos los venezolanos, que pueden porque son y se saben personas.
Queremos un país abierto al mundo. En primer
lugar, hacia nuestros más cercanos y vecinos pueblos latinoamericanos, con los
cuales conformamos una comunidad de cultura e intereses comunes. Más temprano
que tarde, en el tiempo que avanza sin detenerse, habremos de consolidar más
los acercamientos que han venido realizándose para alcanzar la integración de
la sub-región, lo que será posible mediante procesos de acercamientos y
posteriores integraciones sub-regionales. En el orden mundial, Venezuela debe recuperar
el sitial que en estos últimos tiempos ha perdido miserablemente, para estar
presente, con gran dignidad, en esa dura lucha que significa el logro de la
justicia social internacional dentro del concepto de la solidaridad
internacional. En efecto, la paz mundial sólo será posible y definitiva cuando
la justicia impere en las relaciones entre los pueblos.
Las exigencias de nuestro necesario
desarrollo imponen, por su parte, una
política exterior muy activa, clara y veraz, que no significará abandonar las
actuaciones diplomáticas propias de la representación permanente, pero si la
orientación de las relaciones en general hacia el tratamiento y el alcance de
logros que son vitales en materias económicas y comerciales.
Se trata, pues, con todo esto, de abrir
cauces amplios hacia un futuro digno de este país que, no sólo es necesario
realizar, sino que es impostergable y urgente.
Hay que asumir el compromiso de salir de la
retórica para comenzar a trabajar en la práctica y en los hechos, en este
tiempo y espacio concretos, a fin de alcanzar transformaciones como las que
hemos brevemente sintetizado, sin las cuales la justicia y la libertad y, por
ende la democracia, no pasarán de ser sueños inalcanzables para un pueblo que
tanto ha esperado, soportado y sufrido en estos últimos tiempos y que, tras
nuevos desengaños, podría lanzarse hacia cualquier salida impulsado por la
injusticia, el abandono y el permanente engaño que desde hace tanto tiempo ha
padecido.
@PedroPaulBello
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