El surgimiento de foros como el G8 o el G20
no ha dejado de ser denunciado, por parte de la izquierda, como la asunción
arbitraria de un amplísimo poder de decisión, capaz de trazar políticas de
alcance global en virtud de acuerdos que no cuentan con ningún título para
atribuirse la aprobación de los ciudadanos.
El panorama de crisis económica ha dado
amplio margen a la acción de aquellos cónclaves, haciéndonos ver que el destino
de la política no sólo amenaza con la deslocalización de los centros decisorios,
dispersando y volviendo opaca la expresión de la soberanía, sino que avanza
hacia una razón maquiavélica que, por lo anterior, no es ya ni siquiera la
antigua “razón de Estado” ─pues prescinde de las connotaciones territoriales y
comunitarias de este último término─, pero que mantiene intacta la noción de
una autoridad fundamentada sobre un “quiero y puedo” que todos han de encajar
como un irremediable “debo”.
Por supuesto, lo que subyace a la queja de
los antisistema es un conflicto de intereses que si cuestiona aquella
usurpación es, simple y llanamente, porque no son ellos los que se benefician
de tales métodos. Si estuvieran, en cambio, puestos al servicio de su causa, no
dudarían en despreciar las “formalidades burocráticas” que uno juzgaría necesarias
para circunscribir el ejercicio del poder. Poco puede extrañar ese doble rasero
si tenemos en cuenta otras contradicciones que delatan la verdadera ralea del
voluntarismo socialista. Verbigracia: el socialismo afirma la naturaleza
autoritaria de la democracia representativa con el argumento de que en ella el
pueblo sólo vale para refrendar a los políticos, concurriendo borreguilmente y
de tanto en tanto a las citas electorales.
Se obvia, por supuesto, que en la medida en
que exista un orden constitucional responsable y respetuoso de los derechos
individuales, la aquiescencia electoral no puede ser interpretada, por parte de
los poderes públicos, como un cheque en blanco para actuar según les venga en
gana, sino que han de sujetarse a lo previsto en la ley.
Pero en la alternativa de los socialistas ─la
llamada “democracia participativa”, cuyo ideal es el plebiscito constante─, la
institucionalidad se desprecia y en cambio se privilegia, precisamente, la
recurrencia electoral: no sólo es falso que se le dé más poder al pueblo, sino
que, por el contrario, se le convoca una y otra vez como poderdante para
autorizar una conducta política que no se considera obligada frente a ningún
otro límite ni principio.
Por lo demás, en contextos que con frecuencia
son todo menos plurales ─con partidos muy hegemónicos; con el ventajismo
abierto de los aspirantes oficialistas; con un férreo control del Estado sobre
la conciencia de los funcionarios; con sistemas corruptos o clientelares─,
resulta muy poco ético rendirse al pretexto de que el asentimiento de las urnas
consagra sin más la bondad de las acciones gubernamentales.
Los que mandan ahora en Venezuela han
reconocido, con la mayor desfachatez, que la letra de la Constitución es para
ellos un mero “formalismo”, y han actuado en consecuencia al soslayar, como
cosa puramente incidental, la preceptiva declaración sobre la ausencia temporal
o absoluta del presidente.
Con todo, esa ostentosa conculcación de las
disposiciones constitucionales para la asunción presidencial (en una palabra: ese flagrante golpe de
Estado) ha pretendido disimularse bajo una pirueta sofística según la cual el
mandatario no es que se halle ausente: es más bien que no está. Llegados a este
punto absurdo, la única forma de seguir fingiendo que en Venezuela no ha habido
una ruptura de la legalidad democrática es admitir que el país se rige por una
lógica particular, ajena a la racionalidad, y en donde hasta lo más insólito
debe verse con la naturalidad propia de Macondo. El pensamiento constitucional,
según esto, consistiría en adaptar el mundo de Constant y de Oliver
Wendell-Holmes al de Ionesco y Buñuel. Por desgracia, el resultado histórico de
este tipo de híbridos no es una comedia de enredos, sino un distopía
horriblemente realista y trágica, reconstruida en los testimonios de
Solzhenitsyn o de Sebastian Haffner.
Lo que contrasta con este montaje
irracionalista, sancionado por todos con cómplice encogimiento de hombros, es
la resolución con que, en cambio, la comunidad internacional se apresuró a tender
un cordón sanitario alrededor de Honduras y de Paraguay cuando los otros
poderes públicos hicieron uso de prerrogativas constitucionales para deponer al
presidente.
Por supuesto, la estabilidad política es un
valor deseable para la consolidación de las democracias latinoamericanas, y
resulta muy disfuncional la utilización de recursos excepcionales y expeditivos
para fulminar al contrario con ánimo puramente partidista. Pero sacrificar la
legalidad en Venezuela con el subterfugio de tener la fiesta en paz es volver
al famoso argumento del “son of a bitch” que, aun siéndolo, es el que mejor
sirve a determinados intereses.
El imperio de la ley tampoco puede quedar
abolido con el alegato de que el chavismo sigue teniendo el apoyo de las masas.
El pueblo tiene derecho a apoyar la opción política que quiera, pero asimismo
tiene el deber de saber cuáles son las reglas del juego limpio, y que nadie se
las puede saltar.
Es a los propios líderes a quienes
corresponde fijar ese principio con el ejemplo de una conducta íntegra. En
cambio, el régimen de Hugo Chávez le ha hecho ver a la gente que, a fin de
cuentas, la democracia es algo maleable, subastable, viscoso, impreciso, donde
ni la transparencia ni el respeto son imprescindibles. Pero si las masas se han
avenido a sostener ese modelo inconsecuente, en el que lo aceptable y lo
inadmisible dependen de lo que convenga al régimen, ha de hacérselas
perfectamente conscientes de que con la misma vara serán medidos los derechos
ciudadanos, y de que están sellando un pacto mefistofélico de servidumbre.
Xavier Reyes Matheus y Guillermo Hirschfeld
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