La mano de hierro del comandante no ha conseguido poner en marcha a la burocracia
Es extraño que el oficialismo no haya celebrado por todo lo alto el triunfo electoral del comandante. Sus victorias anteriores solían producir un estado de exultación y remoralización general entre las filas del "proceso".
Tras cada uno de esos éxitos, el regocijo dominaba la atmósfera del campo revolucionario, donde el alborozo abría espacio a un clima de optimismo alrededor de los desafíos y novedades de la gestión.
El júbilo no estuvo presente en este caso, ni entre el leal pueblo bolivariano, ni mucho menos entre su dirigencia política, consciente como está ella de que la nueva oportunidad concedida por los ciudadanos, le acarrea al gobierno un compromiso muy superior a cualquiera de los adquiridos con anterioridad.
La falta de efervescencia pos-electoral es un dato duro de la realidad: el hecho puede obedecer al carácter rutinario del triunfo conquistado, o quizá a la bien disimulada inquietud generada por el muy decoroso papel desempeñado por Henrique Capriles, cuyo aniquilamiento representa un desiderátum, ya no tanto para Chávez -quien va de salida-, sino para todos los que aspiran a sucederlo, tras la culminación de su ciclo vital...
Que la vocería roja cierre los ojos ante la existencia de una oposición que, poco a poco está convirtiéndose en alternativa, sólo significa un acto de negación y arrogancia, nada provechoso para el mediano y largo plazo del proyecto socialista, al cual le va quedando una única opción de sobrevivencia: la de cumplir la promesa principal que el Presidente le formuló al electorado nacional, cuando juró gobernar, ahora sí, con la eficiencia y el tino de un reloj suizo.
Es natural que el mundo bolivariano -tan seguro de las deficiencias de su desempeño y de las consecuencias de su peligrosa fragmentación interna- se sienta ahora más exigido que nunca, pues otra vez ha quedado demostrado que solamente Chávez puede darse el lujo de ganar elecciones, aun en medio de un ambiente de descontento y frustración alrededor de su gestión administrativa.
Con un líder cuya salud se encuentra comprometida, es obvio que el tiempo juega contra "la sucesión", que está urgida de exhibir cuanto antes una eficiencia que ni el poderoso liderazgo de Chávez ha podido garantizar durante el transcurso de estos largos años.
Si la mano de hierro del comandante no ha conseguido poner en marcha a la burocracia, el panorama no puede ser más sombrío para quienes se sienten "herederos", cuya batalla se desarrolla, precisamente, en los escenarios de la burocracia, donde todos se colocan zancadillas que conspiran contra la eficiencia prometida por Chávez, y sin la cual no habrá otro legado que no sean los escombros de una revolución fallida.
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