Yo, que deploro a la Vindicta Pública o
Vendetta y todas las armas de guerra que le dan forma letal, durante mis días
de infante creí que nada a la Humanidad lesivo había en mi existencia hasta
cuando tuve que admitir que propendía a convertirme en escritor: es decir, en
un incorregible pendenciero de la palabra»
La realidad ha demostrado que la Literatura
«se comete» a partir del instante cuando leemos una novela, una pieza teatral o
un poema (exceptúo al Ensayo, porque es la percepción docta del parto de los
escritores non sacris)
La primera vez que «delinquí» en el
territorio de la intelectualidad lo hice al escribir mi primer cuento, a los
seis años (según testimonio de mi madre). Luego al leer el Quijote (1605), que
admito me aburrió. Empero, reincidí y leí varias «noveletas» del español
Marcial La Fuente Estefanía (1903-1984, cuyos lectores creímos que era
norteamericano: pero, al parecer, el
redactor de westerns jamás visitó USA) En sus textos describía, tan
magistralmente como un film, los asaltos a ferrocarriles y bancos: las riñas,
las ejecuciones con horcas, los duelos (fundamentalmente con revólveres y
rifles) y el ulterior abatimiento de forajidos o comisarios. De él recuerdo la
memorable frase de uno de sus personajes: «La muerte une a todos los hombres»
(en Caída mortal, 1977) Eran, las suyas, ¿«actos delictivos»?
En sus tramas hubo forajidos y
representantes de las leyes que los hostigaban y cazaban. Eran, ¿«obras
literarias» o «testimoniales» de «actos delictivos»? ¿Merecen que se les
recuerde como textos realmente literarios las novelas de La Fuente Estefanía? A
mi me divertían, me conmovían e impulsaban a tener esperanza en hacedores que
no provocan tedio como Miguel de Cervantes (1547-1616, Madrid) Ovacioné el talento que exhibió Horacio
Quiroga (1878-1937), quien satisfaría mi apetito literario con su compilación
intitulada Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917)
Un día llegó a mis manos Crimen y Castigo
(1866), cuya lectura me mantuvo exaltado y maravillado. Advertí que, aparte de
entretenerme, Fiodor Dostoievski (1821-1881, Moscú) me incitaba a escrutarme
psíquicamente. Me narraba un suceso que suscitaría innumerables reflexiones y
pláticas entre el criminal y su
perseguidor, que parecía admirar la inteligencia del joven asesino. Durante mi
pubertad, continué riéndome al leer La aventuras de un cadáver de Robert L.
Stevenson (1850-1894, Edimburgo). Me pregunto si me falla la memoria y no se
trata de una novela del autor del Extraño caso de Mr. Jekyll y Mr. Hyde (1886).
Cuántas veces no me maravillé adentrándome
al mundo «poético-narrativo» de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930, alguien
que «cometió Literatura y Suicidio») Con el advenimiento de mis más fortísimas
depresiones de adolescente, recuerdo haber colocado en la puerta de mi
habitación un fragmento de «Preludio» que transcribiré: «Yo quisiera estar
entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la
vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras» (1925). Admito que
me parecía superior al venerado J. L. Borges (1899-1986), cuyo Libro de los
seres imaginarios (1967) indultaba a los
profesos de ficciones.
Ya me ocurrió hace más de veinte años, en
el Hotel Prado Río de Mérida, que fue muchas veces sede de coloquios y
encuentros literarios. Conversaba con admirables intelectuales y amigos, y les
comenté que me había fascinado un texto de Albert Camus intitulado La muerte
feliz (que compré en una librería de Sabana Grande, Caracas). Les dije que el
personaje de Albert Camus (1913, la Argelia francesa) era un hombre adinerado,
confinado a una silla de ruedas a causa de un accidente. Buscó, mediante avisos
de prensa, alguien capaz de matarlo a cambio de su fortuna porque no quería
seguir viviendo en tan precarias condiciones físicas. Y halló a un individuo
que lo satisfaría. Al cabo, ese criminal se arrepintió y rogó que lo
ajusticiaran.
No recuerdo cuál de los presentes me
desafió a demostrar que esa narración era de Camus y no una inédita novela «que
yo cometí»? La mayoría rendía culto a Baco y, quizá por ello, pensaría que la
memoria me fallaba o yo intentaba impresionarlos. Nadie, entre los presentes,
sabía de la existencia de esa ficción. Y yo dudé por cuanto no la tenía en mis
manos. Años más tarde la recuperé y se la obsequié al poeta y ensayista
Fernando Báez Hernández.
A quienes hayan analizado algunas de mis
«noveletas» (Aberraciones, Adeptos, Dionisia, Desahuciados, Alucinados,
Decapitados o Escorias, por ejemplo), preguntaré: ¿tienen elementos
incriminatorios? ¿Soy inimputable? No sólo en derredor a mis novelas y cuentos
he sentido cierta presión de índole «socio-política» o «académica», sino en
torno a mis anotaciones filosóficas y ensayísticas brevísimas.
A partir de mi pubertad busqué, ansioso,
que los narradores me divirtiesen y algunos lo hicieron. Décadas después de
haberme topado con Crimen y Castigo, disfruté con textos de Boris Vian
(Escupiré sobre vuestra tumba) y otros autores.
Aun cuando no sea un escritor en situación
de «reo de delitos intangibles», he cometido Literatura y soy un confeso. Pero,
felizmente, permanezco en «Régimen Sustitutivo de Presentación Esporádica»
gracias a la benevolencia de los «magistrados» del Tribunal Supremo de la
Justicia Literaria (TSJL) de Venezuela. Digo que, a veces, los destellos de la
Escritura semejan a los de una detonación: empero, la elijo por cuanto nunca
abatió físicamente a nadie.
jimenezure@hotmail.com
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