Mitt Romney dice que va a forjar una mejor política exterior que la que ha tenido el presidente Barack Obama. Tal vez sea así. Para los vecinos de Estados Unidos en el hemisferio occidental, no podría ser mucho peor.
Bajo el mando de Obama, los amigos de EE.UU. han sido contenidos mientras que a aquellos que podrían hacerle daño al país se les abrió el paso, y en algunas ocasiones hasta fueron alentados.
Los demócratas de extrema izquierda, liderados por políticos como el ex senador Chris Dodd, se pasaron la Guerra Fría argumentando que los esfuerzos de EE.UU. para evitar que los soviéticos establecieran un satélite en la región equivalían a un imperialismo vulgar. Los soviéticos se han ido, pero la izquierda latinoamericana ha ganado un nuevo mejor amigo en el actual presidente de EE.UU.
En abril de 2009, en medio de su ahora famosa gira de disculpa, Obama saludó calurosamente al caudillo de Venezuela, Hugo Chávez, en la Cumbre de las Américas realizada en Puerto España, Trinidad. Fue un momento muy doloroso para las víctimas de la dictadura militar. Las empresas de la otrora próspera nación sudamericana habían perdido su derecho a la generación de ganancias, propietarios habían sido despojados de sus activos, la libertad de expresión y el pluralismo habían sido anulados.
Iván Simonovis, el condecorado ex comisario de la policía metropolitana de Caracas, que cumplía una sentencia de 30 años en una estrecha celda sin ventanas, era uno de los presos políticos de Chávez. Imaginemos cómo se sintió al escuchar la noticia de que el líder del mundo libre estaba en el Caribe departiendo con el protegido más famoso de Fidel Castro.
Menos de tres meses después, el presidente hondureño Manuel Zelaya —un acólito de Chávez— trató de extender ilegalmente su mandato mediante la violencia popular. Era una táctica salida del manual de la extrema izquierda antidemocrática utilizada en Bolivia, Ecuador y Nicaragua para poner fin a la competencia política. También fue una directa violación a la Constitución hondureña.
Todas las instituciones independientes del país respaldaron la destitución del presidente por parte de los militares. También lo hizo el propio partido de Zelaya. Los generales argumentaron persuasivamente que —dado que los violentos saqueadores que él había conducido a las calles apenas unos días antes— no tenían más remedio que expulsar al presidente para evitar derramamiento de sangre.
Sin embargo, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, se puso del lado de Castro en el asunto, insistiendo que Zelaya tenía que ser restituido. Clinton se apegó a esa posición incluso después de que un análisis jurídico del Servicio de Investigación del Congreso de EE.UU. hallara que la Corte Suprema de Justicia de Honduras tenía el derecho de pedir a los militares la remoción del presidente.
Cuando se hizo evidente que Honduras avergonzaría a EE.UU. al seguir adelante con una justa elección a tiempo para reemplazar el presidente interino Roberto Micheletti, el Departamento de Estado retiró su demanda. Pero había despojado ya a la Corte Suprema de Justicia de Honduras, a Micheletti y a muchos otros de sus visas estadounidenses. El visado de Micheletti no ha sido devuelto.
La Casa Blanca ha tratado a Colombia, otro amigo de EE.UU., con similar desdén. Obama se opuso a la ratificación del tratado de libre comercio entre ambos países que había sido negociado y firmado por George W. Bush. Obama afirmó estar indignado por la violencia contra los trabajadores organizados a pesar de que las políticas del presidente Álvaro Uribe habían hecho a todos los colombianos, incluyendo a los líderes sindicales, mucho más seguros que lo que habían sido en las últimas décadas. Le tomó a Obama cerca de tres años enviar el acuerdo de comercio al Congreso para que sea votado. Lo hizo a regañadientes, y bajo una intensa presión de demócratas de algunos estados cuyos agricultores y ganaderos estaban perdiendo su participación de mercado en Colombia.
Obama también intentó estropear el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en inglés). Al asumir el cargo aniquiló de inmediato el programa piloto del gobierno de Bush diseñado para que EE.UU. avance lentamente hacia el cumplimiento del su obligación con el Nafta, de permitir que camiones mexicanos cruzaran la frontera. México respondió con represalias arancelarias de unos US$2.400 millones que perjudican gravemente a los exportadores estadounidenses. A 31 meses de la presidencia de Obama, el gobierno acordó un nuevo programa piloto. Pero la frontera no está todavía completamente abierta al cruce de camiones.
Uno no tiene que hablar español, portugués o francés para ser frenado por Obama. El presidente estadounidense vetó el oleoducto de Keystone XL, de TransCanada, a principios de este año, a pesar de que la empresa había cumplido con el proceso de permiso de EE.UU. El proyecto habría debilitado a Chávez reemplazando el crudo pesado venezolano usado en las refinerías de la Costa del Golfo con un producto similar de un país amigo. ¿Hay aquí un patrón?
La lista continúa. El gobierno no ha hecho nada para presionar a Cuba para que libere al contratista de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional Alan Gross, que fue tomado como rehén por el régimen de Castro en diciembre de 2009. La operación "Fast and Furious" del Departamento de Justicia de Obama facilitó el contrabando de armas a México como parte de la inútil guerra de EE.UU. contra las drogas, haciendo la vida incluso más peligrosa para los ciudadanos mexicanos.
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