Se cumplen treinta años desde que mis convicciones
políticas e ideológicas de origen
católico, nacionalista y peronista que fui formando desde mi infancia y
adolescencia entraron en un movimiento indetenible desde entonces.
Por cierto, no entró todo en crisis en el mismo momento
sino que fue por etapas, gradualmente, y fragmentariamente, creyendo y
descreyendo simultáneamente unos temas y otros, sobrellevando el desconcierto
psicológico que me provocaban mis crecientes contradicciones intelectuales y
sobre todo aquella cada vez más exigua fe de otrora en las cosas de Dios y de
la Patria, con las cuales combatían en mi cerebro y en mi corazón las ansias de
libertad, por un lado, y las sensaciones de culpa, los miedos ante lo
desconocido y los miedos de mi mismo. Por caso, la contradicción entre el
supuesto valor de la soberanía territorial al punto de ir a la guerra en su
defensa y la anulación del valor real de la soberanía política, pese a los
aplausos incomprensibles de mis compatriotas en el mismo escenario y en el
mismo balcón de tantas mistificaciones anteriores. Esa imagen es para mi la
madre de todas las batallas de liberación de mi conciencia política e
ideológica.
A pesar de todo pude superar esa lucha interior toda vez
que me decía que de nada valían ni servían las supuestas certezas y verdades de
valor eterno (acumuladas y atesoradas desde mi juventud como llaves maestras
capaces de abrir las pesadas puertas del futuro de la sociedad), si la realidad
del presente -que es la puerta del futuro- las contradecía plenamente una y
otra vez.
Recuerdo con tristeza las barreras representadas por la
formación católico nacionalista y peronista, no sólo en mi sino en miles de
jóvenes con buenas intenciones e ideales, que creíamos a pie juntillas los
mitos y mistificaciones que manaban de aquellas fuentes.
Barreras de soberbia intelectual, de jactancia en la
creencia de la superioridad moral del relato nacionalista católico que se
remontaba hasta Dios para legitimar su supuesta verdad.
Barreras de autolimitación al conocimiento de lo
distinto, de lo otro.
Reducción del mundo al bien y al mal siempre en combate
respondiendo a la obligación “apostólica” de estar del lado del bien, lo cual
sólo se puede lograr si se transita por “ese camino”, no por cualquiera. ¡“Sólo
por ése”!
Fundamentalismo de esclavos y fariseos que claman a Dios
mientras se golpean el ladrillo que hay en sus corazones. Eso es el nacionalismo
católico, el peronismo y el populismo, en el mismo lodo todos revolcados, y sin
que ello signifique dar pábulo aquí a la zoncera de un supuesto humanismo
peronista de izquierda que ¡“ése sí”! fuera el camino correcto!
Todos son relatos y clichés brillantes pero
inconsistentes, útiles para las necesidades y conveniencias de cada causa.
Causa de “nosotros los buenos”, causa de facciones, de bandos, de bandas, de
sectas.
¡Nunca causa de todos, nunca de la sociedad sin
distinciones, nunca de la humanidad!
Lo mismo sucedía en los otros fundamentalismos del Libro
(Das Kapital), ni más ni menos.
Todos, absolutamente todos, los de un lado y los del
otro, fueron y son fuentes de soberbia, de odio, de desprecio al otro, al que
piensa distinto. Y en ambos casos presente el mito de la guerra justa,
envoltorio aberrante de la codicia, la egolatría y el deseo de poder de unos
pocos vivos, a costa de muchos tontos.
Repito, en ambos casos.
Recientemente reparé en este inusual aniversario de mi
vida y lo compartí telefónicamente con un amigo, uno de los tantos que ha
realizado una parábola similar a la mía respecto de la fe y la voluntad puestas
al servicio de vivir y convivir en sociedad.
—
¿Habrá valido la pena? —preguntó con cierta desilusión.
—
¡Claro que sí —respondí con intención de alentarlo—. ¡Yo ahora me
siento libre y dueño de mi mismo! ¿Vos no?
—
Pues… no sé… —respondió —. Cuando veo en la televisión tantas caras de
antaño, cuando escucho tantos discursos y aplausos emocionados de aquellos que
recuerdo …me pregunto si no estaremos equivocados nosotros…
—
¡Pues yo no! —contesté enojado —. ¡Y me jacto de haber cambiado! ¡Mirá
vos qué triste sería que me hubiera muerto sin haber podido descubrir la gran
mentira! ¡Y peor aún, que habiéndola descubierto en mi mente y en mi corazón
hubiera continuado siendo un esclavo pero ya sin dignidad!
No sin jactancia y provocación, pero con gran alegría y
esperanza, dedico esta nota a todos los que de un lado y del otro de aquellas
imposturas reconocieron la verdad y la mentira pero se quedaron allí, al abrigo
del rescoldo…
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