El Litoral (SFe) - 29-Jul-12 - Opinión
Crónica política
¿Estado de bienestar o populismo criollo?
por Rogelio Alaniz
¿Estado de bienestar o populismo criollo? Las diferencias son evidentes en cualquier parte del mundo, menos en la Argentina. La ignorancia, la mala fe, la alienación ideológica, suelen hacer su trabajo. Estado de bienestar y populismo criollo aluden a modelos de sociedades antagónicas. Las similitudes, si existen, sólo lo son en las apariencias, en la confusión que generan las consignas manipuladas, en el esfuerzo deliberado por confundir la virtud con el vicio, la justicia social con la demagogia o la preocupación por valorizar a los pobres con el afán por valerse de los pobres.
Convengamos que el concepto “Estado de bienestar” posee un bien ganado prestigio histórico. En Europa se habla de ”los gloriosos treinta años”, para referirse al período transcurrido entre 1945 y 1975, cuando las contradicciones sociales y políticas que parecían irreconciliables pudieron procesarse sin perder su naturaleza contradictoria. Dicho de una manera conceptual, puede postularse que el Estado de bienestar se propuso resolver el antagonismo existente entre los principios de justicia y libertad o entre acumulación y distribución de la riqueza.
Los antecedentes de esta experiencia histórica pueden rastrearse en las iniciativas de Bismarck o los ensayos del laborismo británico y el socialismo democrático de los países escandinavos. El llamado “Nuevo trato” de Franklin Delano Roosevelt apuntaba en esa dirección, y algo parecido puede decirse de la experiencia “batllista” de Uruguay, experiencia digna de tener en cuenta, porque allí se probó que las reformas políticas y sociales eran posibles sin sacrificar la democracia, el régimen de propiedad y las instituciones republicanas. El “batllismo” oriental, en ese sentido, fue una experiencia de avanzada en estas tierras, una experiencia que se contrasta con ese otro modelo de poder que fueron las dictaduras bananeras, o sus primos hermanos políticos: los caudillos populistas.
De todos modos, no es casual que, a la efectiva mayoría de edad, los Estados de bienestar la hayan adquirido luego de la Segunda Guerra Mundial, con el auge de las ideas keynesianas y la derrota de las dos grandes experiencias totalitarias del siglo veinte: el comunismo y el fascismo. Nunca sabremos si las clases propietarias de entonces accedieron a ese modelo de sociedad porque eran sabias y sensibles. O, por qué no, miedosas, miedosas a la posibilidad real del avance del comunismo. A favor de ellas puede decirse que en lugar de optar por la dictadura, la represión o el genocidio, lo hicieron por la democracia y por la certeza de que al comunismo se lo derrotaba, como efectivamente sucedió, con más justicia y más democracia.
De todos modos, lo cierto es que el pacto entre un movimiento obrero que renunciaba a la revolución social, pero no a los derechos de los trabajadores y una burguesía que aceptaba consagrar esos derechos, fue efectivo y se tradujo en instituciones que establecieron derechos universales. Las consecuencias fueron visibles: mejores salarios, calidad educativa, servicios de salud y libertades civiles y políticas. Los errores no estuvieron ausentes, porque la perfección no existe en política.
¿Qué tiene que ver esto con nuestros populismos criollos y sus caudillos tropicales o líderes autoritarios enriquecidos, viciosos y narcisistas? ¿qué tienen que ver un José Batlle, un Felipe González, un Willy Brandt, un Ricardo Lagos o un Henrique Cardoso, con personajes como Chávez, Ortega, Correa o los Kirchner? ¿qué relaciones se pueden establecer con sociedades donde rige el Estado de derecho, la economía social de mercado, las instituciones republicanas y las libertades civiles, con regímenes que desconocen deliberadamente las leyes de la economía, desprecian a las instituciones republicanas y polarizan a la sociedad en antagonismos irreductibles? Nada. O casi nada.
Puede que algunos populistas se propongan sinceramente beneficiar al “pueblo”, pero esas buenas intenciones chocan periódicamente con concepciones ideológicas retrógradas, con un concepto de “pueblo” mitificado y en la mayoría de los casos más cercano al ideario fascista o comunista que a una versión democrática y abierta. Nunca lo olvidemos: para el populismo criollo el “pueblo” es siempre una masa orgánica, indiferenciada que delega el poder en el caudillo que lo interpreta y lo conduce. En esta versión, las clases sociales no existen, como tampoco existe el pluralismo, porque reconocerlo significaría admitir las diferencias, el debate y la alternancia, categorías que todos los populismos rechazan a libro cerrado.
En los Estados de bienestar se habla de bienestar del pueblo, valga la redundancia, mientras que los populismos se habla de felicidad, ese adjetivo tan caro a los demagogos de todos los tiempos. La diferencia entre bienestar y felicidad no es semántica. El bienestar refiere a políticas públicas, la felicidad a estados subjetivos. Para un socialdemócrata o un liberal avanzado, la felicidad es cosa de cada uno, pertenece al ámbito privado, mientras que para el populismo la felicidad es cosa de los gobernantes o, para ser más preciso, de la manipulación de los gobernantes.
Tres principios guían los fundamentos del Estado de bienestar: sustentabilidad, legalidad e institucionalidad. Ninguno de estos principios están presentes en el populismo criollo. Al desprecio de la economía, el populismo le suma el desprecio a las leyes de la república y el rechazo a cualquier forma de legitimidad política. Los Estados de bienestar se construyeron a través de arduas negociaciones parlamentarias y corporativas, negociaciones que concluyeron con acuerdos mayoritarios y se cristalizaron en instituciones destinadas a prestar servicios universales.
A estos valores y servicios el populismo criollo le opone el clientelismo, el nepotismo, el patrimonialismo y el prebendalismo. Mientras el Estado de bienestar trabaja en el mediano y largo plazo, el populismo es hijo de la coyuntura y nunca va más allá de ella. Los Estados de bienestar se proponen la inclusión social y política; el populismo es faccioso por definición; agita fantasmas, inventa enemigos, atiza diferencias y convoca a las multitudes a librar batallas imaginarias. Detrás de toda esa retórica brilla incandescente la ambición del líder o el déspota.
Los procedimientos del Estado de bienestar son democráticos e institucionales; las libertades funcionan, los partidos políticos son los espacios reales de la democracia representativa y la alternancia es una realidad. Basta echar una mirada a la Argentina kirchnerista o la Venezuela chavista, para apreciar las diferencias: libertades amenazadas, partidos políticos postrados, instituciones devaluadas y corrompidas. Lo grave, en todos estos casos, es que esta decadencia no es producto de la casualidad o la mala suerte, sino de políticas deliberadas y de políticos que se benefician con ese estado de cosas.
El Estado de bienestar presta servicios universales sobre la base conceptual de que toda persona vale y toda persona merece la oportunidad de mejorar su calidad de vida en sociedades con movilidad social ascendente. En el populismo criollo, la apelación al pueblo suele ser un recurso demagógico asentado en una visión ideológica inmovilista y reaccionaria. Los pobres en el populismo no son sujetos, sino objetos, objetos de manipulación del líder.
A las asignaciones universales, el populismo le opone la asignación privada o facciosa. El pobre no es un ciudadano digno de ejercer sus derechos, sino un “grasita” al que hay que atenderlo para que nunca deje de ser pobre y, sobre todo, nunca se olvide de que a los beneficios no los obtiene porque tiene derechos, sino porque hay un líder -o una líder- que tienen la buena voluntad de acordarse de ellos.
Un político del Estado de bienestar, a la hora de brindar derechos se parece a esa persona que ejerce la caridad de manera anónima; un populista repartiendo se identifica con el personaje que exige que le den las gracias y le levanten un monumento. Como se puede apreciar, las diferencias son políticas, pero también éticas. Las sociedades de bienestar no están exentas de crisis, pero en lo fundamental mejoran la calidad de vida de los hombres y mujeres. Por el contrario, los populismos criollos dejan sociedades devastadas por la corrupción y la pobreza.
¿Para qué lado nos vamos a inclinar los argentinos? ¿continuaremos aferrados a los mitos y dogmas de un populismo tramposo y venal u optaremos por experiencias más nobles y justas? Las alternativas están planteadas, las diferencias son visibles. Lo demás pertenece al campo de la historia y la política. Nunca olvidemos que peleamos por un país más justo para todos, pero sobre todo por un país más justo para nuestros hijos y nietos.
Convengamos que el concepto “Estado de bienestar” posee un bien ganado prestigio histórico. En Europa se habla de ”los gloriosos treinta años”, para referirse al período transcurrido entre 1945 y 1975, cuando las contradicciones sociales y políticas que parecían irreconciliables pudieron procesarse sin perder su naturaleza contradictoria. Dicho de una manera conceptual, puede postularse que el Estado de bienestar se propuso resolver el antagonismo existente entre los principios de justicia y libertad o entre acumulación y distribución de la riqueza.
Los antecedentes de esta experiencia histórica pueden rastrearse en las iniciativas de Bismarck o los ensayos del laborismo británico y el socialismo democrático de los países escandinavos. El llamado “Nuevo trato” de Franklin Delano Roosevelt apuntaba en esa dirección, y algo parecido puede decirse de la experiencia “batllista” de Uruguay, experiencia digna de tener en cuenta, porque allí se probó que las reformas políticas y sociales eran posibles sin sacrificar la democracia, el régimen de propiedad y las instituciones republicanas. El “batllismo” oriental, en ese sentido, fue una experiencia de avanzada en estas tierras, una experiencia que se contrasta con ese otro modelo de poder que fueron las dictaduras bananeras, o sus primos hermanos políticos: los caudillos populistas.
De todos modos, no es casual que, a la efectiva mayoría de edad, los Estados de bienestar la hayan adquirido luego de la Segunda Guerra Mundial, con el auge de las ideas keynesianas y la derrota de las dos grandes experiencias totalitarias del siglo veinte: el comunismo y el fascismo. Nunca sabremos si las clases propietarias de entonces accedieron a ese modelo de sociedad porque eran sabias y sensibles. O, por qué no, miedosas, miedosas a la posibilidad real del avance del comunismo. A favor de ellas puede decirse que en lugar de optar por la dictadura, la represión o el genocidio, lo hicieron por la democracia y por la certeza de que al comunismo se lo derrotaba, como efectivamente sucedió, con más justicia y más democracia.
De todos modos, lo cierto es que el pacto entre un movimiento obrero que renunciaba a la revolución social, pero no a los derechos de los trabajadores y una burguesía que aceptaba consagrar esos derechos, fue efectivo y se tradujo en instituciones que establecieron derechos universales. Las consecuencias fueron visibles: mejores salarios, calidad educativa, servicios de salud y libertades civiles y políticas. Los errores no estuvieron ausentes, porque la perfección no existe en política.
¿Qué tiene que ver esto con nuestros populismos criollos y sus caudillos tropicales o líderes autoritarios enriquecidos, viciosos y narcisistas? ¿qué tienen que ver un José Batlle, un Felipe González, un Willy Brandt, un Ricardo Lagos o un Henrique Cardoso, con personajes como Chávez, Ortega, Correa o los Kirchner? ¿qué relaciones se pueden establecer con sociedades donde rige el Estado de derecho, la economía social de mercado, las instituciones republicanas y las libertades civiles, con regímenes que desconocen deliberadamente las leyes de la economía, desprecian a las instituciones republicanas y polarizan a la sociedad en antagonismos irreductibles? Nada. O casi nada.
Puede que algunos populistas se propongan sinceramente beneficiar al “pueblo”, pero esas buenas intenciones chocan periódicamente con concepciones ideológicas retrógradas, con un concepto de “pueblo” mitificado y en la mayoría de los casos más cercano al ideario fascista o comunista que a una versión democrática y abierta. Nunca lo olvidemos: para el populismo criollo el “pueblo” es siempre una masa orgánica, indiferenciada que delega el poder en el caudillo que lo interpreta y lo conduce. En esta versión, las clases sociales no existen, como tampoco existe el pluralismo, porque reconocerlo significaría admitir las diferencias, el debate y la alternancia, categorías que todos los populismos rechazan a libro cerrado.
En los Estados de bienestar se habla de bienestar del pueblo, valga la redundancia, mientras que los populismos se habla de felicidad, ese adjetivo tan caro a los demagogos de todos los tiempos. La diferencia entre bienestar y felicidad no es semántica. El bienestar refiere a políticas públicas, la felicidad a estados subjetivos. Para un socialdemócrata o un liberal avanzado, la felicidad es cosa de cada uno, pertenece al ámbito privado, mientras que para el populismo la felicidad es cosa de los gobernantes o, para ser más preciso, de la manipulación de los gobernantes.
Tres principios guían los fundamentos del Estado de bienestar: sustentabilidad, legalidad e institucionalidad. Ninguno de estos principios están presentes en el populismo criollo. Al desprecio de la economía, el populismo le suma el desprecio a las leyes de la república y el rechazo a cualquier forma de legitimidad política. Los Estados de bienestar se construyeron a través de arduas negociaciones parlamentarias y corporativas, negociaciones que concluyeron con acuerdos mayoritarios y se cristalizaron en instituciones destinadas a prestar servicios universales.
A estos valores y servicios el populismo criollo le opone el clientelismo, el nepotismo, el patrimonialismo y el prebendalismo. Mientras el Estado de bienestar trabaja en el mediano y largo plazo, el populismo es hijo de la coyuntura y nunca va más allá de ella. Los Estados de bienestar se proponen la inclusión social y política; el populismo es faccioso por definición; agita fantasmas, inventa enemigos, atiza diferencias y convoca a las multitudes a librar batallas imaginarias. Detrás de toda esa retórica brilla incandescente la ambición del líder o el déspota.
Los procedimientos del Estado de bienestar son democráticos e institucionales; las libertades funcionan, los partidos políticos son los espacios reales de la democracia representativa y la alternancia es una realidad. Basta echar una mirada a la Argentina kirchnerista o la Venezuela chavista, para apreciar las diferencias: libertades amenazadas, partidos políticos postrados, instituciones devaluadas y corrompidas. Lo grave, en todos estos casos, es que esta decadencia no es producto de la casualidad o la mala suerte, sino de políticas deliberadas y de políticos que se benefician con ese estado de cosas.
El Estado de bienestar presta servicios universales sobre la base conceptual de que toda persona vale y toda persona merece la oportunidad de mejorar su calidad de vida en sociedades con movilidad social ascendente. En el populismo criollo, la apelación al pueblo suele ser un recurso demagógico asentado en una visión ideológica inmovilista y reaccionaria. Los pobres en el populismo no son sujetos, sino objetos, objetos de manipulación del líder.
A las asignaciones universales, el populismo le opone la asignación privada o facciosa. El pobre no es un ciudadano digno de ejercer sus derechos, sino un “grasita” al que hay que atenderlo para que nunca deje de ser pobre y, sobre todo, nunca se olvide de que a los beneficios no los obtiene porque tiene derechos, sino porque hay un líder -o una líder- que tienen la buena voluntad de acordarse de ellos.
Un político del Estado de bienestar, a la hora de brindar derechos se parece a esa persona que ejerce la caridad de manera anónima; un populista repartiendo se identifica con el personaje que exige que le den las gracias y le levanten un monumento. Como se puede apreciar, las diferencias son políticas, pero también éticas. Las sociedades de bienestar no están exentas de crisis, pero en lo fundamental mejoran la calidad de vida de los hombres y mujeres. Por el contrario, los populismos criollos dejan sociedades devastadas por la corrupción y la pobreza.
¿Para qué lado nos vamos a inclinar los argentinos? ¿continuaremos aferrados a los mitos y dogmas de un populismo tramposo y venal u optaremos por experiencias más nobles y justas? Las alternativas están planteadas, las diferencias son visibles. Lo demás pertenece al campo de la historia y la política. Nunca olvidemos que peleamos por un país más justo para todos, pero sobre todo por un país más justo para nuestros hijos y nietos.
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