I Hace algo más de dos décadas muy
poca gente nuestra emigraba. Y si lo hacían era por razones más bien
personales, por alguna oportunidad de trabajo o asuntos familiares. Hoy el
deseo de emigrar es común. Cualquier conversación termina en el tema de salir,
de abrirse a los horizontes de otras partes. Y lo que es más significativo,
jefes de familia que tuvieron una formación puramente venezolana que los hizo
profesionales con una preparación comparable a la que hubieran recibido en el
extranjero, hacen planes para que sus hijos estudien fuera y, con un
empujoncito, se queden allá para el resto de sus días. Una actitud que revela
muchas cosas difíciles de precisar. Desconfianza en el futuro sería la más
obvia. Prejuicios sobre el país, sus recursos educativos, la posibilidad de
obtener aquí una formación de calidad, sería otra. Una mirada negativa hacia lo
que somos como sociedad y, como consecuencia, el deseo de abrirse a otras
realidades, es una tercera. Y por último el miedo a ser una víctima más del
macabro festival de muerte a manos del crimen impune en el que se ha sumergido
Venezuela.
Cabe advertir que la pobreza
figura muy poco entre las razones que aquí impulsan a emigrar. Por ello mismo,
de las que enumeré la única que me parece enteramente válida es la última, la
inspirada por el miedo a la tragedia. Todos hemos sido tocados de alguna manera
por esa amenaza y nos hemos indignado ante la insistente terquedad de las altas
esferas oficiales que achacan ese temor a campañas mediáticas desconociendo el
impulso a favor de la violencia que caracteriza al Poder actual. Asociado a la
destrucción de las instituciones y al avasallamiento del Poder Judicial.
II
Pero las tres primeras merecen una
mirada más inquisitiva. La desconfianza ante el futuro, los prejuicios respecto
al país y la mirada negativa sobre lo que somos, son rasgos que hasta cierto
punto se han hecho tradición en América Latina. Si en algunos de nuestros
países esos rasgos han ido desapareciendo, en el nuestro se han acentuado. Mucho
contribuyó la erosión del juego político que desencadenó lo que hoy vivimos. En
los tiempos de la Cuarta, se hacía manifiesto el estancamiento, el país daba la
impresión de estar atrapado por la mediocridad y comenzó a apoderarse de mucha
gente la sensación de desaliento. Que llega hoy a exacerbarse ante la criminal
erosión del entramado institucional de los últimos catorce años. Una situación
que nos ha sometido al dilema de identificarnos o no con lo que ocurre, con la
oficialización del absurdo y la arbitrariedad ejercida desde un Poder aceptado
con sumisión y entusiasmo por lo que vemos equivocadamente como una mayoría,
como el grueso de la sociedad en la que vivimos. Sin percibir del todo que
nuestra incomodidad es la de muchísimos, la de un enorme sector social que está
semioculto por el peso de las formas dictatoriales. Y, un tanto ilusos,
superficiales como tendemos a ser, no deseamos identificarnos con eso, no es lo
nuestro aceptar el agobiante deterioro en los patrones de comportamiento, o la
sensación de que la ciudad tiene sitios que no son para nosotros, que nos
rechazan.
Optamos entonces por situarnos en
el otro lado. Y el que está de este lado identifica a los otros como ajenos,
como separados, extranjeros podría decirse. Y así se expresa entonces del país.
Se sitúa fuera. Habla entonces de la sociedad a la que pertenece (pertenecía)
en términos derogatorios. Un talante que se ha hecho común en el emigrado
venezolano o en el dispuesto a serlo; hasta en el ciudadano insatisfecho. Habla
de "los venezolanos", entre los que no se incluye, con un sentimiento
vecino al desprecio. ¿Hablaría así un europeo, un asiático, un miembro de
sociedades con fuertes tradiciones, larga historia, sentido profundo de su
cultura, y sobre todo fracasos superados?
III
Para abonar a lo que digo cito, lo
he hecho otras veces, lo que decía Thomas Mann (1875-1955), atrapado en los
absurdos del nazismo: "Estoy más dotado para representar esas tradiciones
(las tradiciones intelectuales de su nación) que para convertirme en mártir por
ellas". Estando consciente de una crisis que acorralaba a los ciudadanos
hasta sacrificarlos, se reconoce sin embargo como parte de una cultura que lo
enaltecía. Sin sentirse responsable de lo que ocurría, era consciente de
"esos terribles momentos de ofuscación que de cuando en cuando caen sobre
los pueblos" como escribió Stefan Zweig (1881-1942) en su libro
"Castellio contra Calvino", asediado cruelmente por la persecución
nazi.
Lo que puede deducirse de esto es
que cada apreciación que hagamos colocándonos juzgando a los demás como
responsables de un estado de cosas negativo en la sociedad de la cual formamos
parte, inevitablemente nos incluye. Verlo como si los vicios y las desviaciones
fueran responsabilidad de los otros es repetir la letanía que ha sido típica de
los que contribuyen a sostener la dictadura que estamos soportando. Con Thomas
Mann estamos obligados a decir que somos parte de esa desviación aunque no
seamos responsables de ella. Los acontecimientos negativos del mundo en el que
vivimos de algún modo nos incluyen. Somos parte de ello, aunque nos situemos en
oposición a lo que ocurre.
Y si vemos las cosas así,
entregarse al pesimismo es negarse a sí mismo. No corresponde ser pesimista
ante el destino de la sociedad de la que formamos parte. Vamos con ella, para
bien o para mal y lo que nos corresponde es simplemente luchar por lo que
creemos.
Esa lucha puede darse en un
escenario ajeno a nuestra sensibilidad. Porque en una sociedad como la nuestra,
en formación y marcada por un mestizaje aún por asimilar es difícil predecir la
dirección que tomarán las cosas. Pero no hay otro remedio que intentarla.
De nuevo la Medusa dibujada por Le
Corbusier, expresión arquetipal del mundo psíquico.
edgardo.tenreiro@gmail.com
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