Democracia y
ciudadanía:
Más
allá de las épocas, las filosofías y las religiones, la historia de las
naciones está indefectiblemente unida a dos cosmovisiones de la realidad
social: La que asume su dirección desde un cónclave ungido y la que considera
la participación de sus miembros en la toma de las decisiones y la selección de
su futuro. Fue precisamente Toynbee quien demostró que las civilizaciones nacen
por una razón determinada, y descartado el criterio racial y el ambiental,
surge el proceso ciudadano de incitación y respuesta, según el cual una
comunidad es estimulada o presionada por un problema frente al cual ofrece una
respuesta creativa, que en el caso de un pueblo sin historia será el
surgimiento de una nueva civilización.
Uno
de los referentes históricos, a mi entender el más “civilizado” de esas
respuestas creativas, es el surgimiento de la República, que en sentido amplio
es un sistema político que se fundamenta en la igualdad ante la ley como la
forma de frenar los posibles abusos de las personas que tienen mayor poder, del
gobierno y de las mayorías, con el objeto de proteger los derechos
fundamentales y las libertades civiles de los ciudadanos, de los que no puede
sustraerse nunca un gobierno legítimo. Visto así, el gobierno republicano no es
otra cosa que la organización para la administración de “la cosa pública” o
propiedad colectiva de los ciudadanos, que entre muchos otros asuntos, aborda
la necesaria defensa de sus intereses frente a otros colectivos, y de allí nace
la necesidad de un instrumento de acción coercitiva, organizada y subordinada a
los ciudadanos, que desde el comienzo de la historia se conoce como ejército, o
fuerzas armadas, como le parezca a Ud. mejor. Estas fuerzas armadas de una
república equivalen a los glóbulos blancos y a la flora intestinal en las
personas: Apestan, son potencialmente nocivas para todo el organismo, pero
colocadas en el lugar que se necesitan, cumplen una función vital: El combate a
las bacterias invasoras y la disolución de las ingestas “pesadas” para que el
organismo pueda asimilarlas o excretarlas, lo que más convenga.
El
origen de las naciones está fuertemente unido a esas dos cosmovisiones: La del
cónclave del ungido, que dio pie a las teocracias originarias –como los Reyes
de la antigüedad, o los patriarcas
judeocristianos, y la de la
participación de los miembros civiles, que surge en la Grecia antigua como una
forma de organización de grupos de personas, cuya característica predominante
es que la titularidad del poder reside en la totalidad de sus miembros,
haciendo que la toma de decisiones responda a la voluntad colectiva de los
miembros del grupo. Posterior a los griegos, el desarrollo de la humanidad en
Occidente marca una clara distinción entre ciudadanos y militares. Entre
quienes ejercen la civilidad como forma de vida social y política, y aquellos
otros que por la naturaleza del ejercicio de sus acciones militares, les está
prohibido ejercerla como aquéllos, aún cuando la estructura vertical de sus
mandos esté subordinada a la voluntad del colectivo ciudadano que se expresa en
la asamblea de ciudadanos.
La
ciudadanía es, entonces, el conjunto de derechos que tienen las personas como
sujetos y los deberes que de ellos se derivan, y que a partir de su ejercicio
ha ido transformándose y evolucionando paralelamente al desarrollo de la
sociedad. Así, el ciudadano es la persona que, por su condición natural o civil
de vecino, establece relaciones sociales de tipo privado y público como titular
de derechos y obligaciones personalísimo e inalienable, reconocidos por el
resto de los ciudadanos bajo el principio formal de igualdad. Tales principios
y tales derechos son ajenos a la condición del militar, aún cuando sus miembros
provengan del mundo civil, porque la condición de militar hace referencia a los
individuos (miembros), instituciones, instalaciones, equipamientos, vehículos y
todo aquello que forme parte de forma directa e inseparable de las Fuerzas
Armadas o ejército; creado y organizado con la misión fundamental, pero no
exclusiva, de defender la integridad territorial y la soberanía del país al que
pertenezca, por medio del uso de la fuerza y las armas en caso de ser
necesario.
Autocracia y “militaridad”
La
“militaridad” (barbarismo del que nos excusamos ex-ante) tiene como piso
filosófico la cultura de la violencia para dirimir de las desigualdades de
opinión. Allí no hay cabida para el diálogo ni la participación igualitaria de
sus miembros. No sólo que no hay tal posibilidad: es inconcebible que pudieran
existir esas virtudes ciudadanas porque la naturaleza intrínseca de la
“militaridad” requiere de una estructura fundamentada en tres principios
básicos: La verticalidad de la relación entre sus miembros como forma de organización,
la obediencia a la jerarquía como modelo de acción y el uso de la fuerza para
zanjar las discrepancias como instrumento de ejecución. Tales principios
orientan el accionar de la militaridad hacia el ejercicio de la autocracia, que
es una forma de gobierno en la cual la voluntad de uno es la ley para los otros
que jerárquicamente están por debajo de aquél.
Salvo
honrosas excepciones históricas, el militar está exclusivamente entrenado para
la obediencia debida (no para el debate civilizado), para la ejecución de
misiones específicas (no para la organización de proyectos) para el uso del
armamento letal como instrumento de implantación de la voluntad (no para el
diálogo constructivo). Tal entrenamiento desmonta los principios y los valores
de la civilidad, y en su lugar coloca a la obediencia jerárquica y a la
ejecución de la fuerza como valor y atributo de su condición. En estas
circunstancias, el militar deja de ser ciudadano (en la concepción grecolatina
del término) para trashumarse en ejecutor de órdenes, quedándole como borroso
resquicio de aquella civilidad el porte nominal de un documento de identidad
que lo vincula con el país-nación al que pertenece la Fuerza Armada en la que
ejerce su rol de soldado en cualquiera de sus jerarquías.
Por
estas consideraciones conceptuales es que esta forma de gobierno que tenemos en
Venezuela nada tiene que ver con los conceptos de democracia de Platón (“el
gobierno de la multitud”) o el de Aristóteles (“el gobierno de los más”) porque
se trata de un gobierno autocrático y militarista, que a partir de uno de los
muchos ejercicios de la democracia –la participación de los ciudadanos en una
elección- secuestró para sí el ejercicio
de los demás poderes republicanos y subsumió sus acciones a la voluntad de un
autócrata con profunda raigambre militar y de vocación totalitaria. El venidero
7 de octubre Venezuela tiene la oportunidad de reencontrarse con su civilidad
al decidir su futuro entre dos modelos: El de la civilidad activa y
participativa, representado en el candidato único de las oposiciones
democráticas, y el de la militaridad mandona y recalcitrante, que está
vívidamente expresada en la propuesta continuista de un teniente coronel.
andresmorenoarreche@gmail.com
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