A medida que el proceso de globalización ha ido avanzando y la política
ha perdido paulatinamente poder frente al capitalismo financiero, han ido
saliendo a la luz las contradicciones entre el liberalismo económico y el
conservadurismo social. Emmanuel Terray nos ofrece en Pensar a la derecha la
tabla de valores de este antagonismo: movilidad y cambio frente a estabilidad;
innovación frente a continuidad; nomadismo frente a enraizamiento; cosmopolitismo
frente a patria; incertidumbre y riesgo frente a seguridad; consumo y hedonismo
frente a moderación; competición frente a consenso.
Como alianza nacionalista, en Convergència y Unió están muy asentados los
valores conservadores, que, por otra parte, son familiares a la burguesía
catalana que le da respaldo. De hecho, el liberalismo económico siempre fue
algo extraño al universo mental tanto de Convergència Democràtica de Cataluña,
forjada en la cultura del nacionalismo socialcristiano, como de Unió
Democràtica, viejo partido de tradición democratacristiana. Fue Artur Mas,
cuando era el número dos del presidente Pujol, quien hizo las primeras
tentativas de dar carta de naturaleza a la música liberal en Convergència.
Durante los años de travesía del desierto de CiU, el liberalismo económico fue
ganando terreno, entre personas próximas al actual presidente, que, además
acostumbraban a conjugarlo con la apuesta por la independencia.
De modo que Convergència, como otros muchos partidos del ámbito del centro-derecho,
necesita buscar fórmulas y equilibrios para que las tensiones entre los valores
del liberalismo económico y los valores del conservadurismo social no generen
confusión en el electorado. El PP, que introdujo el liberalismo económico en su
cultura cuando Aznar hizo el baldeo general que la derecha española tenía
pendiente, trató de compensar las incertidumbres, los miedos y las dudas que el
cambio podía generar en sus electores con el despliegue sin complejos de un
neonacionalismo español; la alianza con los obispos, con los que salieron a la
calle para defender los valores de siempre, y el amparo del amigo Bush.
Convergència intenta encontrar en el soberanismo el punto de engarce entre las
dos sensibilidades.
Es insoportable —y degradante para las instituciones— que los gobernantes
repitan cínicamente que toman medidas que no les gustan, pero que no tienen
otra opción. Si de verdad lo creen así, ¿por qué no lo dejan?
Las contradicciones de valores en el seno del espacio convergente se
están traduciendo en una peculiar dualidad política, cuya expresión es la
tortuosa pero, de momento, inquebrantable alianza con el PP. Por un lado, la
economía; por el otro lado, la política. En materia económica, la aceptación
resignada de que “no hay margen” (es decir, de la impotencia de la política);
el cumplimiento escrupuloso de las exigencias de los mercados (el Gobierno
catalán ha sido el primero de la clase en los recortes, aun a riesgo de
comprometer la tradición socialcristiana de la coalición); la alianza
incondicional con las políticas de austeridad del PP (que le ha dejado solo al
no atreverse con las medidas más impopulares); y la fascinación ante cualquier
magnate que prometa el oro y la insolencia (la increíble negociación por
Eurovegas, en que la política ha dado otro lamentable ejemplo de humillación
ante el dinero). En materia política, el soberanismo; la cultura identitaria;
el orden y la seguridad (con el consejero Puig como principal actor político
del Gobierno), y la moderación (la bandera preferida del presidente).
Sin duda, es difícil moverse entre estas dos líneas sin caer en
contradicciones. Por ejemplo, en un momento en que el PP tiene como objetivo
estratégico la reespañolización de Cataluña, CiU le ha dado cuotas de poder
insólitas en el campo cultural a través de la Diputación de Barcelona, de
algunos Ayuntamientos, y de la Corporación Catalana de Radio y Televisión. Y el
consejero Puig ha desbordado en dureza al ministro del Interior, al proponer
algo tan disparatado como la limitación de un derecho fundamental —el de
reunión— para combatir la llamada guerrilla urbana o antisistema.
En la medida en que las grandes decisiones económicas han escapado al
control de los gobernantes, las derechas, que no muestran voluntad ni capacidad
de revertir esta situación, recurrirán a la recuperación de los valores
conservadores para disimular los efectos devastadores de la pérdida de poder de
la política y de la austeridad. El PP lo tiene claro y ha encargado esta tarea
nada menos que a Ruiz Gallardón y José Ignacio Wert, dos liberales de cupo que
han resultado ser muy conservadores. Visto que la izquierda no tiene nada nuevo
que ofrecer, el futuro de la democracia, con la política anegada por la
impotencia, es, por lo menos, problemático. Es insoportable —y degradante para
las instituciones— que los gobernantes repitan cínicamente que toman medidas
que no les gustan, pero que no tienen otra opción. Si de verdad lo creen así, ¿por
qué no lo dejan?
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