jueves, 29 de marzo de 2012

ZENAIR BRITO CABALLERO: ¿QUIÉNES SON LOS FARISEOS Y MEDIOCRES DE NUESTRA SOCIEDAD?

Son aquellos (as) que dan la apariencia de ser encantadores; todo lo fundan en la aceptación social o política. Hacen creer que están inundados de conocimientos y expresan sus opiniones, más bien sus prejuicios o caprichos, con un notorio desparpajo, con una soltura tal que por sí misma les conferiría la condición de hombres de mundo. Engañan a los incautos. Se muestran como personas serviciales o solícitas, cuando no hacen sino obedecer a cálculos mezquinos, algo que luego cobran con el carácter de una recompensa. Arrastran un egoísmo insalvable. El interés es su motivación primordial. Nunca conceden nada a cambio de nada. En su interior se saben poca cosa, pero eso lo compensan con maneras cortesanas y un andar insolente que les granjea, en ocasiones, aplausos de compromiso. Y eso los envanece.
Hablan en los pasillos, despotrican a espaldas de los incriminados, se hacen los valientes detrás del burladero de la cobardía y llevan y traen cuentos en tono de murmuración. No soportan la existencia de alguien que sea independiente u honrado, porque ellos necesitan prosperar a la sombra de alguien, con la aquiescencia de alguien. En esto son expertos. Halagan, intrigan y dejan caer ante el interlocutor de turno unas falsas migajas de preocupación sobre temas éticos. Por supuesto, confunden ética con moral. Como no tienen un sentido de lo universal, lo pequeño les merece una atención neurótica, obsesiva. El chisme y la burla les interesan como una forma de dañar un prestigio, no como una opción de ridiculizar la solemnidad.
Tienen tan poco sedimento cultural que cualquier tontería les parece una muestra encomiable de ingenio. Confunden la sabiduría con el ardid, se ufanan de sus pequeños éxitos materiales y suponen que el espíritu se reduce a la exhibición impúdica, con ojos entrecerrados, de una fe dominguera y sospechosa. La noción de Dios, por supuesto, se les prefigura como un patético cuadro de viernes Santo, con truenos, lluvia torrencial y nubes arreboladas. Quien más les recuerda su propia idiosincrasia es Poncio Pilatos. Lavarse las manos es, para ellos, una forma de genialidad o de viveza. Nunca aparecen, nada hacen con el pecho por delante, jamás se exponen a una cornada.
La oscuridad es su reino, donde más cómodos se sienten. Allí urden y alimentan envidias, recelos y aversiones, los cuales expresan con la advertencia de que eso no es de su coleto sino que proviene de la maledicencia ajena, siempre tan ruin y desvergonzada, según piensan para sí. Después de que se cruzan con un hombre de bien, en su intimidad hacen una mueca de perplejidad y descreimiento. Les parece irreal. No conciben que haya alguien distinto a ellos, que repose en sus antípodas, sin hacerle venias a la liviandad o al oportunismo.
Son, en el lenguaje común, unos paquetes que se autocomplacen. Sin jamás haber dictado una clase en una universidad de prestigio o una conferencia, ni nunca haber escrito una página siquiera aceptable en un periódico de los más leídos, fungen con vana prepotencia de poseer una inteligencia noble y cultivada. Mostrarse como son les significaría el descrédito o la muerte pública. Los libros les son ajenos. La literatura o el arte les son indiferentes, tal vez fastidiosos o innecesarios. Creen que la vida es el cuerpo, la ropa, los zapatos y un andar vanidoso por los pasadizos de un club.
 Lo subjetivo nada les dice, y lo objetivo lo conminan a las apariencias, donde el ser humano se siente igual a los demás, es decir, donde es más fácilmente aceptado por los demás. Los errores humanos, los de los otros, los califican en blanco y negro. Excepto los suyos, los yerros merecen el infierno. Nunca ven colores, jamás miran la contrafaz de las cosas, porque su talante tiende a excluir por conveniencia y a complacer por abyección.
El amor no les atrae sino como un detalle instrumental, objeto de vanagloria. La simplicidad de sus almas se regodea en la televisión, en el cine barato o en las telenovelas de truculento acontecer. Pero lo que más los distingue es la superficialidad. No les interesa la ciencia, que poco entienden, pero hacen de sus vidas una especie de ciencia-ficción, la cual adoban con un vano apego al dudoso brillo de los desechos tecnológicos. Aprovechan, claro, cuanta oportunidad aparezca de hacerse invitar, sea viajes o fiestas.
En aquéllos no ven más allá de lo que permite la ventanilla de un avión, el concreto de unos edificios o el ambiente selvático y lujurioso de ciertos parques; de éstas sólo les interesa la posibilidad de lucirse con trivialidades o de adquirir nuevas víctimas para sus indeclinables y prosaicas apetencias. Son, en resumidas cuentas, pequeños hombres y mujeres de medianos triunfos, endebles notoriedades, infatuados fariseos, mediocridades irremediables…  

britozenair@gmail.com

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