lunes, 30 de enero de 2012

CARLOS SCHULMAISTER: NADA ES PARA SIEMPRE

     Durante los tiempos finales del optimismo de la Modernidad el mundo continuaba siendo posible como objeto de conocimiento, y por ende de transformación, sin importar que simultáneamente existieran tendencias impugnadoras.

     Cincuenta años atrás la ciencia era la sala de una biblioteca y la historia la llave para entrar. De ahí que las enciclopedias y el enciclopedismo tuvieran sentido. Y de ahí que se leyera más que ahora, que se tuviera fe en lo leído y que se guardaran con orgullo y amor los libros, cual joyas valiosas que se transmitirían por herencia, en el futuro…

     ¿Y la filosofía…? ¡Aaaah, la filosofía es otra cosa…! 

     Nada es eterno. Acaso tampoco esta afirmación. Y no sólo desde los mandatos de la razón sino también desde el psiquismo y las emociones, pues lo que la conciencia conserva el olvido lo destruye. Y si a eso se agregan las ficciones provocadas por los errores y los espejismos del conocimiento tendremos el no ser del ser: aquello que no es en acto ni puede serlo en potencia.

   Nada es igual a si mismo ya, y ni siquiera un segundo después. No sólo para las conciencias de quienes estén pensando o percibiendo ese algo, pues éstas mismas tampoco son ya las mismas, sino porque el vestuario, las formas, tampoco permanece igual. De allí que permanentemente las palabras “encojan” de tamaño y no alcancen a cubrir alguna parte del cuerpo que cubrieron o que tan solo intentaron cubrir, o que por el contrario se “estiren” y resulten demasiado laxas e imprecisas para cubrir, contener, sostener y vestir un cuerpo o alguna de sus partes.

     Es por eso que la representación de las cosas mediante las palabras y sus combinaciones siempre resulta una tentativa insatisfecha en su totalidad, pues además de sus limitaciones descriptivas operan definiendo, delimitando, dividiendo, precisando, fijando, estableciendo, condicionando, autorizando, imperando, entre otros gerundios constrictivos de sus respectivos  significados. Incluso comportándose en forma totalmente opuesta.                          

     Todo está en movimiento, pero sin dirección uniforme, de modo que todo va o viene, se acerca o se aleja. Y lo está para el hombre y la aventura de su existencia en este ambiente humano que nada tiene que ver con la caja de cristal de Dios… su cajita preciosa, digo, ni tampoco con la supuesta de un dios-hombre-máquina.

     El hombre no está seguro jamás, pero puede construir seguridad y raíces aunque no sea para siempre ni para todos. Mas si lograra esto último, es decir, si incorporara a la humanidad toda en un mismo y compartido status, no podría detener el cambio, pues esa humanidad y cada hombre en particular ya no serían los mismos en su esencia. Tal vez ese estado tan anhelado como superación de conflictos particulares fuera un nuevo mal para el hombre, porque fuera menos hombre, menos plenamente humano, ya que él se revela creativa y sorprendentemente en su plenitud en el desafío de las encrucijadas y los conflictos, en las búsquedas en suma, más que en los hallazgos, en  los logros eventuales, y los puntos de llegada.

     El hombre es más azar que destino. Más contingencia que norma. Un fuerte viento puede hacerlo volar hoy, mañana tal vez no. O tal vez sí, pero nada lo puede asegurar como definitivo y universal ni como poseedor de una brújula que funciona correctamente.

    Esa brújula intenta ser la cultura, pero a menudo sus agujas fallan en sus indicaciones de rumbo. Si la aventura humana es -entre tantas otras cosas que es en este momento- la historia de las escalas desde el individuo hasta los colectivos más amplios, el universalismo de los auténticos cristianos y de los anarquistas es un deseo, una apuesta, una lucha contra la nada, un sueño de absoluto, un reclamo de amor, una lucha contra la muerte y la nada puesto que no hay trascendencia sin una mirada humana que la perciba.

     Lo dicho hasta aquí pone en duda los fueros históricos de la verdad. La verdad a secas es como una dama bella y casquivana que se insinúa a quien la persigue haciéndole creer que podrá hacerse con ella para quitarle uno a uno todos sus velos y así dejarla crudamente al desnudo; sin embargo, ella nunca se entrega del todo, de modo que aunque alguien pueda poseerla ocasionalmente, nunca será del todo suya, nunca lo será completamente, nunca nadie será su propietario, y ni siquiera un mero poseedor con plazo establecido.

     De modo que no conviene confiar de entrada en ella puesto que cuando se presentó como la verdad no lo juró, ni confesó sus secretos; pero de haberlo hecho también podría haber mentido. Por lo tanto, cuando inexorablemente el Don Juan de todas las verdades que es el  hombre genérico llega a sentirse traicionado por ellas en realidad se equivoca. En ese caso lo correcto es pensar que el ingenuo ha sido él mismo doblemente: primero al creer en sus mohines engañosos, y luego al descreer de éstos, al sentir que no le atraen como antes, o bien al sentirse como un idiota frente a quienes antes lo han visto defender su honor con inmerecido entusiasmo.

     Por eso es que la verdad no existe, la inventamos y reinventamos millones de veces, y seguimos haciéndolo constantemente de un modo singular, siguiendo nuestras inclinaciones, mezclando fórmulas conocidas con ingredientes novedosos que tomamos de otros, más algunos que creemos de nuestro propio coleto, y  así, pasado un tiempo, de vuelta a empezar. Creer y descreer y empezar de nuevo, ése es el camino.

     Y a cada resultado lo vamos sedimentando en infinitas versiones de provisorias certezas, apilables en los estantes de las dos bibliotecas: la de las sabidurías humanas y la de nuestra conciencia, hasta que llega un momento, un presente, un instante, en el cual repasamos mentalmente tantos saberes formateados y decidimos que a ambas les vendría bien un expurgo,  y a la sala –por qué no- una mano de pintura como sugiere  Serrat.  

carlos@schulmaister.com

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