Resumen: La historia del concepto de ciudadanía ha sido larga, aunque sólo recientemente se ha concretado en una serie de modelos cuyo sentido y efectividad dependen del diálogo que se establezca con el itinerario experimentado por este concepto. Pasado, presente y futuro de la ciudadanía están relacionados a través de un principio que explica la virtud democrática y el fin último de la política y la moralidad.
1. INTRODUCCIÓN
Aunque el concepto de ciudadanía se relaciona habitualmente con el ámbito de la modernidad, su nacimiento se produjo realmente mucho antes, concretamente hace unos 2.500 años, en la época de la Grecia clásica. Poco a poco, tras muchos sfuerzos y vaivenes, la idea de ciudadanía ha ido ampliando su vigencia y afectando cada vez amás esferas de la realidad. También ha ido ampliando los derechos vinculados al concepto en sí, de manera que, si en un principio sólo se beneficiaba de ellos una pequeña élite, más recientemente el marco se ha ampliado de manera notable, hasta alcanzar una igualación considerable. En este sentido podemos hablar, incluso, de un progreso que se ha ido encaminando, en etapas ya muy cercanas, hacia una “ciudadanía universal” que trasciende diferencias nacionales, religiosas o culturales. De sociedades identitarias y excluyentes, hemos pasado, principalmente en el ámbito de las democracias occidentales (sólo una tercera parte de los países son sistemas democráticos), a sociedades plurales y multiculturales en las que priman identidades sociales múltiples. También, de un tipo de ciudadanía vertical hemos pasado a uno horizontal, en el que las identidades no se heredan automáticamente, sino que se articulan individualmente de un modo reflexivo.
¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE PARA NUESTRO MUNDO LA IDEA DE CIUDADANÍA?
Para entenderlo, primero sería necesario hacer un poco de antropología. Como Decía Aristóteles, el hombre es un ser social, un individuo que necesariamente debe vivir, de una o de otra manera, en un ámbito comunitario. Por tanto, el eje de la comunidad (democrática) no puede quedar definido por un determinado individuo o grupo, sino por el conjunto de relaciones y vínculos interindividuales que se conforman a un nivel lo más libre e igualitario posible.
Dejando de lado, por el momento, si priorizamos en esta cuestión el individuo o la comunidad, lo que es innegable es que lo decisivo de toda esta dinámica es la interdependencia que se produce entre todos los seres que forman parte del medio social; la red de interrelaciones es lo que está en la base de la necesidad de la ciudadanía, pues el potencial de conflictividad que esas relaciones suponen hace necesario que se establezcan medios para que las tensiones no lleguen demasiado lejos. Y, en este sentido, la democracia es el modelo que de manera más adecuada plasma estas relaciones, dado que otros modelos más autoritarios reducen el efecto de estos vínculos interindividuales a una cadena jerárquica que prioriza a determinados individuos, separándolos del círculo de las relaciones sociales.
El ámbito de la ciudadanía progresa inevitablemente en dirección a una mayor igualación de los individuos, ya sea en cuestiones que afectan a los derechos como también a los deberes.
El ciudadano democrático ha dejado de depender de algunos individuos determinados para vincularse a todos los demás en condiciones de igualdad; la ley nos emancipa de poderes particulares para pasar a participar de una universalidad en el sentido de que se igualan la relación derechos/deberes. Siguen existiendo, qué duda cabe, las jerarquías, pero no son de esencia tiránica y también existe una mayor posibilidad para moverse por sus ámbitos, pasando de unas a otras con más facilidad.
Antes de entrar en un recorrido histórico del concepto de ciudadanía, y si pretendemos entender la raíz de su sentido, deberíamos tener en cuenta cosas muy básicas referentes a ella y a la democracia. Y es que cuando hablamos de ciudadanía también lo estamos haciendo, necesariamente, de democracia; una cosa y la otra, aunque no sean exactamente lo mismo, resultan inseparables. Ambos términos tienen unas características activas, dinámicas, potenciales, en el sentido de que deben ponerse en juego constantemente; mientras que la ciudadanía es algo que a cada momento se está jugando, la democracia tampoco es un estado inmóvil y consumado, sino algo en continua transformación. A este respecto, en muchas ocasiones parecemos olvidar que vivir en una democracia no es algo irreversible, es decir, que el hecho de que exista un régimen de libertades no implica necesariamente que esa situación vaya a mantenerse de forma automática y sin posibilidad de cambio. La democracia, que precisamente se caracteriza por una cierta inestabilidad interna, fruto del pluralismo que la caracteriza, por unos conflictos que, por ejemplo, en una dictadura no se dan (dado que no hay pluralidad alguna.
Esta paradoja demasiadas veces se deja fuera de análisis crítico),puede desaparecer si la ciudadanía no mantiene una posición fuerte y activa, consciente de lo que se juega en cada caso.
Es el ciudadano, en el uso de las libertades y obligaciones inherentes a su condición, el que permite que la democracia se mantenga y sea, en consecuencia, lo que la teoría dice que es. Todo esto se entiende si recordamos algo muy básico, como es que la democracia es una construcción cultural, no algo arraigado en nuestra base genética, y eso comporta que la educación juega un papel decisivo en todo ello. Una educación ética del ciudadano, el ‘saber de la ciudadanía’, como se titula un interesantísimo libro editado recientemente por Aurelio Arteta (Arteta 2008), sería, por tanto, un elemento a tener en cuenta para el buen desarrollo de un sistema democrático.
La democracia básicamente arraiga en dos ámbitos: una estructura jurídico-constitucional, es decir, el determinado régimen político, que acondiciona el medio para el despliegue de derechos y deberes cívicos; y, tan importante o más (dependiendo del modelo ciudadano que se adopte), un ámbito más individualizado, el de la sociedad civil, en el que la ciudadanía se abre al ejercicio directo de sus principios, o sea, un ideal de acción política. El entramado del primer caso es básico para que pueda existir una democracia, pero el segundo caso es la plasmación de eso, la puesta en práctica de lo que se presenta de modo potencial, la realización de un proyecto emancipatorio. Y es que en una democracia, que es una sociedad eminentemente reflexiva, los ciudadanos están obligados a decidir constantemente y en cualquier situación; cada individuo debe ir construyendo su posición y su identidad de una manera ersonalizada. En efecto, la democracia no es un estado permanente e irreversible, sino un objetivo, una finalidad que siempre está pendiente de realización plena, una Ítaca que, a diferencia del relato homérico, siempre está en pos de ser alcanzada, nunca aparece completamente.
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