Si algo caracteriza el estado general de la economía venezolana en los actuales momentos es una cierta condición de empantanamiento. No construye el Gobierno, ocupado como está más en entorpecer la acción del sector privado que en propiciar la generación de riqueza; tampoco el sector privado en la medida en que quisiera y se espera de él, ocupado, a su vez, en superar los obstáculos que el sector oficial levanta.
El clima de acusaciones y recriminaciones, reclamos y explicaciones, es apenas la manifestación verbal de un estado de cosas caracterizado por la arbitrariedad, cuando no la ilegalidad, la desconfianza, el incremento asfixiante de los controles, las trabas para el ejercicio de la libertad económica, la adopción de medidas dirigidas a perjudicar a la empresa privada y favorecer la estatal, la pérdida de dinamismo económico, la escasa productividad o el fracaso de las empresas asumidas por el Estado. Golpeadas la confianza y la seguridad jurídica, la economía no puede sino resentirse y flaquear. A los bajos resultados del sector público se une un buscado debilitamiento de la empresa privada y de las instituciones llamadas a estimular la economía.
Sucede en prácticamente todos los sectores. Si es el agroindustrial, por ejemplo, a la falta de condiciones base para la productividad (seguridad física y jurídica, acceso a semillas, fertilizantes y agroquímicos a precios razonables, vías de penetración, sistema de drenajes, etc.), se añade el atropello, la ocupación, el ahogamiento de las iniciativas de industrialización y comercialización. Para el Gobierno, el control de precios “forma parte de las políticas de intervención del Estado en la economía para la transición hacia el socialismo”, como gusta decir el presidente Chávez. Para el industrial, simplemente impide que la agroindustria cuente con una rentabilidad justa y compromete seriamente la viabilidad del sector. Para el país, pérdida de confianza y de productividad, desestímulo de la inversión, destrucción de oportunidades y puestos de trabajo, desabastecimiento.
Mientras esto sucede entre nosotros, otros países de nuestra propia región expanden sus mercados, firman tratados de libre comercio, revisan su esquema productivo para atender mejor a su propia población e insertarse como ganadores en el comercio mundial. Se unen en torno a retos como el propuesto por el presidente Santos, en Colombia, que convoca al país a transformar su oferta exportadora basada en costos bajos por otra, con más futuro, construida sobre el conocimiento y la innovación. Son países que han entendido la orientación y la dimensión del cambio impulsado por las nuevas tecnologías y han hecho de la economía basada en conocimiento una estrategia clave para su desarrollo económico. Lejos de repetir el paradigma de una oferta exportadora sin valor agregado, han optado por inversiones en educación, investigación, desarrollo tecnológico e innovación.
Mientras vemos cómo en Venezuela se acentúa la condición de dependencia del petróleo, casi único producto de exportación, otros países escalan posiciones en el Atlas de la Complejidad Económica, modelo creado por economistas del Centro de Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard y del Instituto Tecnológico de Massachusetts para predecir el crecimiento de una nación y que mide los conocimientos y capacidades productivas acumuladas en un país que le permitirán producir bienes con un alto grado de sofisticación. Después de casi cinco años de investigación, el equipo de economistas coordinado por Ricardo Hausmann y César Hidalgo concluye básicamente que un país es o será más rico cuanto más conocimiento colectivo acumule en la producción de bienes. Venezuela no figura en primera línea.
Los países que despegan han entendido el peso de la tecnología en la productividad y en la competitividad y han aceptado el reto de generar una oferta exportadora basada en conocimientos. Al tiempo que construyen su presente, planifican y se preparan con ilusión para el futuro. Muy lejos de nuestro empantanamiento.
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