2.4.1. Cristianismo y ciudadanía
La estructura jerárquica adoptada por la Iglesia católica no predisponía a que la ciudadanía pudiera arraigar con cierta fuerza.
La caída del Imperio provocó que los obispos asumieran no sólo el poder espiritual sino también el político en cada diócesis. El cristianismo adoptó una posición poco mundana, en el sentido de que se despreciaba e infravaloraba la vida en el mundo material (como dice una famosa cita evangélica, “mi reino no es de este mundo”, Juan 18, 36); la vida no es una finalidad en sí misma y, aunque tampoco se rechace el vivir en comunidad, no se valoran fuertemente algunos de sus aspectos más inmanentes. El cristianismo advierte de la inevitable corrupción que caracteriza al mundo temporal; el mundo verdadero, en este sentido, no puede ser el real, donde los hombres viven unos al lado de otros. Por tanto, éste, en cualquier caso, es un tránsito hacia el mundo espiritual, el único verdadero, el “reino de los cielos” (Mateo 11, 11). Mientras que, como ya hemos dicho, en el mundo griego la virtud se daba en el ámbito de la polis, de la vida en común, en el cristianismo, aunque hay una fuerte vida comunitaria, no se trata en este caso de una comunidad política, sino religiosa, con todo lo que ello conlleva. La idea de justicia, por ejemplo, conecta en este caso con la dimensión divina, lo que no permite que prospere un sentido de lo justo que pretenda anclarse en una dimensión puramente humana, como es la que tiene que ver con la política.
San Agustín (s. IV-V) fue el autor que, dentro del cristianismo, dio un mayor peso a esta concepción, que ya partía de los orígenes de esta religión. La finalidad del hombre no consiste, según Agustín, en atenerse a los deberes ciudadanos, sino en rezar; el hombre debe relativizar el vínculo que lo une a los demás hombres (pues de ello sólo sacaría maldad) y tratar, por el contrario, de vincularse más con Dios. Sin embargo, Santo Tomás (ya en el siglo XIII) no es tan duro como Agustín al referirse a la realidad terrena, pues cree que ésta es, en cierta manera, la expresión de la voluntad divina; por tanto, no puede ser tan nociva y, en consecuencia, debería ser atendida de forma seria. En este cambio de actitud dentro del cristianismo fue decisiva la recuperación, por vía árabe y judía, de la figura de Aristóteles, olvidada durante muchos siglos en Europa.
2.4.2. Las ciudades-estado italianas A finales de la Edad Media, en el norte de Italia se organizaron una serie de ciudades-estado independientes, desvinculadas de los Estados pontificios y de los modelos caciquiles reinantes, que llegaron a adoptar regímenes republicanos.
Nacieron de esta manera las repúblicas de Florencia, Venecia, Pisa, Génova, Milán, Bolonia, Siena, etc., que contaban con autoridad propia tanto política como judicial, y que también prosperaron a varios niveles durante siglos; florecieron las artes, las letras, el comercio, etc. Prueba de su importancia es que, poco después, surgió en sus dominios nada menos que el Renacimiento. En cada caso se seguían criterios diferentes para conceder el estatus de ciudadanía, pero una condición se repetía en la mayoría: la de poseer alguna propiedad en la ciudad correspondiente. Esto permitía que cualquier persona no nacida en la ciudad podía convertirse en ciudadano adquiriendo alguna propiedad. El modelo político era, más o menos, de democracia directa, pues los ciudadanos tenían la posibilidad de elegir a los miembros de las asambleas y de los consejos que estructuraban el Estado. Otro caso de zonas organizadas como ciudades-estado lo encontramos en Suiza, en los llamados cantones helvéticos, confederados desde el
año 1291, destacando las repúblicas de Ginebra y de Berna, aunque su importancia fue inferior a las ciudades del caso italiano.
2.5. La era de las revoluciones
En el siglo XVIII cambia drásticamente el panorama relativo al principio de ciudadanía y, por extensión, a la política en general. La herencia de la Ilustración fue clave en este renacimiento de la democracia y de las luchas sociales, en esta vigorización que se imprimió a la esfera de lo político. Los principios que definían el funcionamiento de la política comienzan a cambiar, a la vez que se abre el ejercicio efectivo del poder. Por ejemplo, mientras que en épocas anteriores se remarcaba la importancia de las obligaciones, en esta nueva etapa histórica el lenguaje de los derechos cobra una relevancia que no volverá a perder, almargen de la efectividad o no de sus planteamientos. En este escenario se demarcan dos perspectivas de pensamiento que se convierten en las dos principales tradiciones políticas de Occidente, en pugna durante siglos: el republicanismo y el liberalismo (sobre los que se hablará más adelante). Este nuevo lenguaje de los derechos se acabaría plasmando, históricamente, en dos revoluciones decisivas: la americana y la francesa, proclamadas como Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) en el primer caso, y como Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) en el segundo. No puede decirse que estas revoluciones representen respectivamente a cada una de las dos tradiciones anteriormente citadas, la republicana y la liberal, pero sí que ambas son combinaciones de cada una de estas.
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