La creciente ola de inseguridad que va arrastrando a nuestro país debería hacernos pensar muy seriamente en los alcances trágicos que la misma podría tener sobre nuestras vidas. Cierto es que en Sudamérica nadie escapa de la oscuridad delictiva. Facundo Cabral, aquel trovador, aquel niño inquieto que hubiera burlado el cerco de seguridad de la Casa Rosada para hablar con Perón porque tenía la información que él “daba trabajo a los pobres”, perdió la vida el 9 de julio de 2011 en Guatemala, víctima de muchos disparos, perpetrados por sicarios. Mataron a la flor, silenciaron al ruiseñor.
Era un prójimo más; “no soy de aquí, no soy de allá”, cantaba con su voz empalagosa, pero la perversa violencia lo volteó como a un perro.
Aquí también en Venezuela ocurren situaciones de extrema violencia que nadie merece vivirlas. ¿Y las autoridades? Pues..., esteee..., no sé... Ahora bien: cuesta trabajo entender cómo se va desarrollando en las mentes un sentimiento de indiferencia colectiva ante este estado de descomposición social en que nos sumerge el fango delictivo.
Cuando la tranquilidad se fue al mismísimo diablo, cuando ya no puedes ir casi a ningún lado, porque las calles, avenidas en complicidad con el día o con la noche y las malas intenciones de los delincuentes, se transforman en un latente peligro, te movilizas y aguardas también que los demás se movilicen pidiendo, reclamando mayor seguridad. Pero no. Aquí no hay grandes marchas públicas, ni indignación, ni protesta. NI NADA.
Y las cosas van así, por su cauce de violencia. Un día la tragedia le toca a una mujer o a un anciano que aguarda un autobús. Otro día el susto se lo lleva un joven a quienes unos motorizados le quitan el blackberry a punta de pistola o el mismo guardia de una determinada zona de un barrio. Entonces mucha gente se queda en su casa, enjaulada, porque aunque quiera ir a socializar un tanto, a visitar a una amiga, a tomar un refresco en un centro comercial, las calles venezolanas están en situación de desborde.
A través de tantas crónicas periodísticas te vas enterando que el pellejo del prójimo, hoy por hoy, no vale ni un centavo. Lamentable. A uno lo liquidan para robarle sus pertenencias. A otro lo matan porque sí. Y yo me pregunto si se puede vivir en estas condiciones.
Protegidos se sienten, desde luego, los altos jerarcas del gobierno quienes tienen altas las murallas de sus mansiones, y guardaespaldas venezolanos y cubanos, y mecanismos sofisticados de seguridad, pero los que sobreviven en urbanizaciones y en barrios marginales, donde una bombona de gas, un microondas, una cocina o un carro, por ejemplo, son el objeto del robo, están pidiendo a gritos que alguien haga algo por ellos.
A mí me dan pena y bronca los indiferentes. Porque ellos restan. No suman, ni mucho menos, como los apasionados, los que tienen un plan para organizar algo en relación con un determinado problema social. De la indiferencia ajena se alimentan, y cuánto, no solamente la pobreza y la ignorancia, grandes males de todo pueblo, sino además situaciones negativas que la sociedad carga sobre sus débiles espaldas. Admiro grandemente a quienes se involucran, a aquellas personas quienes, con un sentimiento de solidaridad y con la convicción plena que la unión hace la fuerza, marcan la diferencia.
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