Para muchos la política es el UNICO modo de cambiar la realidad. Se trata de una temeraria afirmación, pero para aquellos que creen en ese paradigma, queda claro que participar de la acción política se convierte en una necesidad, en una forma de compromiso ineludible para quien se interesa en modificar el rumbo de los acontecimientos e influir en ellos.
Pero esa, loable finalidad, la de participar, la de ser parte de, la de involucrarse activamente, tiene sentido si existe un objetivo previamente establecido y si el sendero del cambio está debidamente mensurado.
Por obvio que parezca, la inmensa mayoría de los que conforman la denominada clase política trabajan para el acceso al poder. Argumentan que si no se llega a él, nada resulta posible. Y probablemente tengan alguna cuota de razón, aunque no toda. Pero aun asumiendo esa premisa como válida, el problema es que tanta concentración vinculada a la lucha por los espacios de poder, consigue vaciar el objetivo, y muchos cuando llegan a donde querían, ya no recuerdan siquiera porque estaban peleando.
La desideologización de la política le ha quitado contenido a la actividad partidaria. Todos se han creído el cuento de que lo importante es la gestión y que los sistemas de ideas son fundamentalmente imprácticos.
En realidad, lo que quieren es evitar compromisos con ciertas ideas, que los obliguen moralmente a defender determinados valores, y terminar con ciertas mañas que la política ha instalado, y que no tienen interés en desactivar porque atenta contra la esencia de la corporación.
Todo el esfuerzo está direccionado a conseguir poder. La lucha, los recursos, las energías, están puestas allí. Las intrigas, los movimientos de ajedrez para prever la siguiente jugada del rival y actuar en consecuencia, solo apuntan a ganar la partida.
Se ha hecho un culto, exagerado por cierto, de este costado de la política, necesario, pero no suficiente. Triunfar sirve cuando se sabe que es un medio para, y no se lo considera un fin en sí mismo.
Y la política contemporánea nos muestra que los dirigentes están concentrados en el próximo acto electoral, en reunir votos, en conseguir apoyos y acumular poder, y muy pocas veces en resolver los problemas para los cuales se supone que la política tiene sentido.
Este fenómeno no es nuevo, solo se ha exacerbado en las últimas décadas, y la llegada de un aluvión de mediocres al ruedo, le ha puesto un condimento adicional, que solo ha complicado el escenario básico, ya preocupante por cierto.
Y queda claro que cuando todo el esmero, cuando la totalidad de las acciones cotidianas están orientadas a ocupar el poder, a conquistarlo, a expulsar a los actuales detentadores del mismo, de su sitial para reemplazarlos, o en el caso de los oficialismos, para quedarse ininterrumpidamente, poca dedicación puede otorgársele a lo importante.
Es tan baja, por momentos, la calidad de los políticos, que ni siquiera delegan la creatividad, el desarrollo de programas, el estudio profundo de las cuestiones que merecen atención urgente, a otros, a los especialistas, a los que pueden contribuir con conocimientos y capacidad a lo que ellos no desean invertirle tiempo.
Pocos leen, mucho menos estudian, algunos ni siquiera se esmeran en escuchar a los que saben o tienen algo que aportar. Es tanta la convicción de que lo importante es acceder a los cargos, llegar al lugar que sea, que solo miran ese objetivo como el central, y hasta lo festejan cuando lo consiguen, olvidando que el poder sirve, en tanto y en cuanto se convierte en un mecanismo para solucionar asuntos de relevancia, sino solo termina siendo un “juguete” para el mezquino aprovechamiento de las estructuras de siempre.
Esos que solo se concentran en la búsqueda del poder, lo harán casi adictivamente. Su llegada a una función, a una posición, a una porción de mando, solo es un escalón para el siguiente paso. Para ellos llegar, es solo una parada, un hito, porque desde allí, buscarán el siguiente espacio, una nueva meta que dibujarán en su recorrido, y desde el ámbito obtenido, diagramarán acciones, esas que suponen, los llevará al peldaño que viene.
Y no es que tener ambiciones sea algo intrínsecamente malo. Muy por el contrario, los grandes cambios de la humanidad, las invenciones, los estadistas y patriotas del pasado, tienen como denominador común una ambición sin límites. A ellos, los movía un atributo propio de la esencia humana, que tiene que ver con el “ir por más”. Allí no radica el problema, porque si así fuera deberíamos elogiar el conformismo, la abulia y la comodidad, y esos sí que son pecados que una sociedad no se puede permitir si espera progresar y ofrecerle mejores oportunidades a las generaciones que vienen.
El problema de fondo, no es la ambición. Bienvenida ella. Lo trágico, lo inmoral, pasa por la ausencia de contenidos, por el vacío ideológico, por la falta de claridad de rumbos, por metas difusas que buscan algo sin saber su norte. Si a la política no la enriquecemos con ideas, con objetivos que tengan que ver con cambiar las posibilidades de una comunidad, cualquier esfuerzo es en vano.
Pero lamentablemente, el presente nos muestra que así funciona la política, al menos de eso se trata la dinámica que vemos a diario, y que en buena medida, explica su creciente desprestigio. Todo es poder, solo importa vencer, nadie sabe muy bien con que finalidad real y entonces terminamos creyendo, que en realidad de eso se trata este juego, solo de ganar y de alimentar esta ambición sin rumbo.
Alberto Medina Méndez
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