Con mucha frecuencia el lenguaje político resulta oscuro, farragoso, alejado de la claridad con que se expresa la gente corriente. Es buena prueba de la brecha que, en demasiadas ocasiones, existe entre el mundo de la política y el mundo real. Con honrosas excepciones, el lenguaje se utiliza por muchos protagonistas de la política para hablar sin decir apenas nada, para insinuar sin decir las cosas claras. El empleo de frases barrocas pero sin contenido, de expresiones y muletillas vulgares, de términos políticamente correctos pero gramaticalmente bárbaros son hábitos demasiado extendidos en los foros y medios en que se mueven los profesionales de la política. Existe una cierta perversión en el uso de las palabras por parte de determinada clase política; palabras que se convierten en armas agresivas para descalificar al adversario contrastan con los ominosos silencios relativos a las propias acciones o intenciones cuando estas se ven venir tan inevitablemente aviesas, o más, que las descalificadas con tanto ardor.
Pero lo peor es el doble lenguaje que habitualmente se utiliza en el debate político. No solo el doble rasero empleado en analizar o valorar los aciertos o los errores de la gestión propia frente a los del adversario, la corrupción propia respecto de la de los demás; es, sobre todo, esa compostura engolada y vacía, ese gesto estudiado y formal empleados en los discursos y apariciones públicas de muchos líderes y portavoces cargados de expresiones políticamente correctas, que contrasta vivamente con la insultante y soez manera de expresarse en privado, que tantas veces han captado los micrófonos abiertos cuando los Trillo o las Aguirre de turno, entre otros, creían gozar de discreta privacidad.
Uno de los términos de la rica y variada lengua cervantina que más vilipendio sufre cuando se emplea en el ámbito político es la palabra libertad. Pocos términos sufrieron tanto como este las embestidas truculentas del arte de birlibirloque en que con tanta frecuencia se convierte el discurso político actual. Cuántas veces se utilizan en vano o, aún peor, de modo atrabiliario, las palabras libertad o sus derivadas liberal o liberalismo.
Se hacen llamar liberales hoy en día quienes se declaran partidarios de la libertad económica y, sin embargo, no tienen ningún empacho en adoptar posiciones conservadoras e, incluso, reaccionarias, en el plano político, social, moral o religioso, imponiendo doctrinas o comportamientos personales al dictado de la iglesia católica o de alguna de sus asociaciones más regresivas o sectarias. Se dan abundantes casos en que su liberalismo económico es absolutamente falso porque no respetan las leyes del libre mercado, sino que se benefician de posiciones dominantes o de monopolio en sus actividades económicas, y porque rechazan la intervención del Estado en la economía, pero no tienen ningún empacho en lucrarse de subvenciones públicas o de desgravaciones fiscales en cuanto las tienen a su alcance.
Como en lugar de un liberalismo basado en el libre juego de las leyes del mercado lo que suelen reivindicar, y practicar siempre que pueden, son las leyes del embudo, es preciso matizar con precisión estos términos cuando se hace referencia a ellos en los escritos que se publican. Por esa razón, y tratando de preservar el noble significado que palabras como libertad, liberal o liberalismo tuvieron a lo largo de la historia, así como la honorabilidad de las personas y grupos políticos que sincera y honestamente se definieron como tales a través de la literatura científica y en el marco del debate político y parlamentario a lo largo de los dos últimos siglos, procede, al referirse a quienes se suelen autodefinir de manera truculenta y tergiversada como liberales, citarlos como ultraliberales o neoconservadores y, en el mejor de los casos, como neoliberales. Así lo hemos realizado en la serie que, bajo el rótulo general de “Cavilaciones para tiempos de penumbra”, hemos venido publicando a lo largo de las últimas semanas. Y lo hemos hecho para preservar el noble y respetable significado de los términos libertad, liberal y liberalismo en sus clásicas y correctas acepciones.
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