A los venezolanos se nos describe apáticos. Nada nos conmueve mucho ni durante mucho tiempo. Mezquinos con el aplauso al artista, olvidadizos, despistados, charlatanes para lo banal y parcos para lo sustancial. Lo que tal vez seamos, en realidad, es abúlicos. Abulia y apatía comparten la partícula privativa a, detalle que nos dice que son parientes. En su origen griego, ábulos significa falta de voluntad y apatheia, falta de interés. El parentesco consiste, por tanto, en que ambas comparten la falta de algo.
En la antigüedad clásica la apatheia fue elevada a la cúspide ética por ciertas doctrinas filosóficas. A la abulia, en cambio, nunca nadie la tuvo por virtud; más bien lo contrario. Bajo el cristianismo se la asoció a la pereza, un pecado capital delatado como portero complaciente de los otros seis. Por ejemplo, y más comúnmente, de la lujuria. Los monjes y ermitaños medievales se sobrecogían ante el daemon meridianus, un demonio que acometía en esas siestas azotadas por el bochorno inclemente, exacerbando lo que entonces se decía “el llamado de la carne”, que nada tenía que ver, como puede uno imaginarse, con teléfonos, chuletas y rabadillas. Contra tales llamados, solo quienes alcanzaron el estado de apatía lograban prevalecer. Los que todavía no se habían remontado hasta aquel punto cenital del espíritu quedaban expuestos al riesgo de los demonios de la fornicatio, y luego la cenodoxia o gastrimargia (gula), convirtiéndonos en heliogábalos.
De ordinario, la gula venía acompañada de la oinomanía, dipsomanía o crápula, demonios propios de estas fiestas findeañeras. Y la anfodiplopia, o sea ver las cosas duplicadas, el menor de los efectos de la borrachera, aunque no pocas veces esta propició prodigios como la revelación de seres sobrenaturales. En estos tiempos actuales de materialismo y sensualidad, a los únicos que la anfodiplopia suele hacer aparecer es a dos, cuatro o seis agentes del alcotest.
Muchos viajeros y cronistas que recorrieron y describieron a los pobladores de la Venezuela colonial, en aquellas épocas lejanas en que estaban más poblados de indios que de antropólogos, son unánimes en su impresión de la notable abulia dominante. Iniciando el S. XVII, Ruy Díaz de Guzmán relataba: “Son naturalmente todos estos Indios que de aquí adelante llamaremos nativos, siervos a natura, antropophagos y carniceros, ingratisimos y bestiales, viciosos y abominables, impíos, crueles y sediciosos, falsos y mentirosos, de poca constancia y lealtad, ociosos y pocos trabajadores”. Leí un artículo en Internet, que aseguraba que muchos indígenas tenían “obtusa el alma, y falta de nobles especies, no discurre, ni penetra, ni adelanta, ni se ocupa sino en lo visible que ceba los sentidos y sirve de pasto al apetito”. Acabando el siglo XVIII, todavía el padre Dobrizhoffer se quejaba así:
“Casi todos son de natural estúpido, feroz, inconstante, pérfido; antropófagos, extrañamente voraces, entregados a la borrachera, incapaces de previsión ni cautela aun para las necesidades de la vida; perezosos e indolentes en grado tan notable que excede toda ponderación”. Y cien años más tarde, Alcide D’Orbigny describía de este modo a los venezolanos que conoció: “Haciendo largas siestas, no dan a su empleo más tiempo que el consagrado a tomar su café o fumar su cigarro, conversando a veces de política, aunque por lo general de caballos, de ganado o, mucho más a menudo, de aventuras galantes y de mujeres. Su ocupación durante el día se reduce a nada. No poseen diarios que los ocupen; así se reducen a dormir, comer, fumar, tomar café, pasear a caballo, porque jamás andan a pie; he ahí su vida cotidiana”. En estos piropos dedicados a nuestros ancestros, hallamos algunas pistas acerca del tema. Si aún prevalece con tanta fuerza entre nosotros el temperamento abúlico, lo sabremos mejor este año, midiendo cuánto logran conmovernos las celebraciones de la irrepetible ocasión del bicentenario de la independencia nacional. Si aun esto nos mantiene impertérritos, quizás habrá que dar la razón a los monjes medievales: posiblemente fuimos poseídos por la tríada demoníaca de la cenodoxia, la oinomanía y la fornicatio.
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