A la luz de lo que hemos venido describiendo, se sobre entiende que existe una auténtica confusión teórica sobre lo que ha sido y es la tradición liberal clásica. Tanto sus detractores que lo anatemizan acusándole de capitalismo radical como los que se autocalifican de liberales, reconvirtiendo y customizando sus ideas hasta darles una apariencia estética de falso liberalismo.
El liberalismo desde su nacimiento fue un baluarte en la lucha contra toda clase de tiranías absolutistas y totalitarias de ideario fascista, socialista, comunista, teológico, oligárquico o de cualquier otra clase.
El liberalismo, en realidad, es la búsqueda de un tipo de asociación política en la que la libertad y las expectativas individuales puedan realizarse con independencia del poder político. El liberalismo clásico trata de elaborar instrumentos políticos y constitucionales capaces tanto de reconducir el poder político a una dimensión controlable como de evitar sus futuras expansiones a costa de las libertades individuales.
Un intento, que puede no ser compartido, pero en el cual se manifiesta el constante deseo de hacer que convivan las dos componentes fundamentales y antagónicas de la modernidad: el carácter natural de los derechos individuales y la artificiosidad del estado.
Los diferentes intentos de conciliar ambos términos han dado como resultado la constatación de que el mejor orden es el resultado, involuntario, de la generalización de las normas de conducta que han tenido éxito a lo largo de los tiempos, y no tanto el producto derivado de las opciones de los representantes de las mayorías, de lo que se deriva que la solución a este problema es una drástica reducción de las competencias de los gobernantes y del propio estado.
Sin embargo, y sería inútil pretender ocultarlo, los compromisos ideados hasta ahora por los representantes del liberalismo clásico han fracasado, en parte por una excesiva confianza en la capacidad del hombre de anteponer la satisfacción de sus necesidades futuras a las de las necesidades inmediatas.
Una mayoría de individuos prefiere superar una situación de incertidumbre atribuyendo a alguien la potestad de crear artificialmente (o políticamente) aquella certeza a la que todo individuo o grupo social aspira y que se refiere a la futura realizabilidad de sus expectativas, aunque ello suela tener la consecuencia de aumentar el poder de los gobernantes.
Aunque basada en un compromiso, la solución del liberalismo clásico se apoya en una consideración realista del hecho de que el estado es una institución indispensable. Por lo tanto, “el compromiso con el estado” puede verse como la proyección y el resultado involuntario del deseo que tiene todo individuo dotado de un conocimiento limitado y falible y de tiempo y recursos también limitados, de fundamentar sus previsiones acerca de la futura satisfacción de las expectativas individuales. En otras palabras, de una condición natural de incertidumbre que jamás podrá ser superada.
No obstante, es preciso concluir que el expediente de la separación de poderes, tal como se ha concebido hasta ahora, no ha resultado eficaz. Además, la propia reducción progresiva de las competencias del estado no resuelve el problema de los posibles abusos por parte de quienes, a través de la legislación, deberían formular normas generales y abstractas acerca del disfrute de los derechos individuales, y por parte de quienes (poder ejecutivo) deberían establecer la escala de prioridades en la satisfacción de las expectativas. La adaptación de un sistema de normas a las nuevas situaciones acaba inevitablemente por atribuir un poder discrecional a quienes, por el título que sea, están llamados a desempeñar labores de gobierno.
Después de lo dicho y a pesar de todo, frente a la crisis del estado del bienestar, que es sustancialmente la crisis de la tradición liberal, las soluciones del liberalismo son comparativamente las mejores de todas y debemos seguir profundizando en ellas.
Bibliografía: Raimondo Cubeddu, Atlas del liberalismo, Unión Editorial.
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