En la primera década del siglo XXI el escenario político latinoamericano se caracterizó por una presencia extendida –realmente inédita– de la izquierda política en el poder. Es cierto, hablamos de una izquierda de dos tipos. Uno, moderado y el otro, radical. El primero, más serio, pudo destruir pobreza. El segundo, que es apenas un mal disfraz del marxismo fracasado, se empeña en cambio en mantenerla, porque –en buena medida– de ello depende su propia supervivencia. Éste es el caso de Cuba, en el que un interminable medio siglo de siembra de odios y resentimientos no ha sino profundizado el atraso relativo de su pueblo, que además vive privado de las libertades más esenciales. Venezuela va por idéntico camino, a pesar de los petrodólares.
Más allá de lo económico, esa primera década del siglo en curso ha sido una de retroceso constante para la democracia en la región. Como subproducto inevitable de la demagogia, el populismo tramposo y la retórica. Por esto, una de las mejores y más respetadas mediciones de la salud de la democracia –la que produce y publica anualmente "The Economist"–, a la que nos referiremos más abajo, habla de una "democracia en retirada". Así nos ven desde afuera.
Curiosamente esa "retirada" –en rigor, deterioro– no se percibe con claridad en el interior mismo de las naciones que más la sufren; esto es de aquellas que tienen gobiernos "bolivarianos", eufemismo con el que ahora se disimula –mal– al "marxismo". En parte, porque ya no tienen sino una reducida libertad de prensa. Y la verdad, ante ello, sufre. Pero también porque la manipulación deformante de la democracia ha sido lenta y engañosa y ha estado envuelta en toda suerte de excusas, biombos y disfraces.
Pero lo cierto es que en ese grupo de desafortunados países: (1) los equilibrios y contrapesos entre de los poderes del Estado, mecanismo que hace a la esencia misma de la democracia, han sido destruidos o profundamente socavados; (2) la libertad de prensa, lastimada, si no suprimida; (3) la independencia judicial, extraviada; y (4) los Parlamentos, sumisos, delegan alegre e irresponsablemente sus facultades constitucionales al Ejecutivo de turno, renunciando así a jugar su verdadero rol democrático, esto es aquel que tiene que ver con el debate abierto y respetuoso, lo que no se acepta cuando, en cambio, se predica el discurso único.
Para "The Economist", hoy sólo Uruguay y Costa Rica son "democracias plenas" en la región. Los demás países no. Más allá de los discursos. Son, en cambio, "democracias imperfectas", esto es: patológicas, desfiguradas o lastimadas. Con excepción de un grupo de países que vive una situación peligrosa, que es peor aún, la que no cabe ya disimular. Porque sus miembros ya no viven ni están en democracia. Éste es el grupo que incluye a Bolivia, Ecuador, Venezuela, Nicaragua, Honduras y Haití. Todos estos últimos son, para "The Economist", "regímenes híbridos", es decir que no son democracias sino algo diferente. Cuba, en cambio, está más allá de la democracia; es un régimen autoritario, de lo que no cabe duda alguna. Como Corea del Norte, Irán o Zimbabwe.
Sobre un máximo puntaje de 10 para los países más democráticos, Uruguay obtuvo 8,1. Así se consagra –claramente– como el país más democrático de la región, lo que ya había sido reconocido por otras mediciones similares de instituciones diferentes. Está ubicado en el puesto 21 cuando consideramos a todas las naciones del mundo. Lo que debe reconocerse y ser aplaudido.
Le siguen Chile en la posición 34 del "ranking democrático", Brasil en el puesto 47 y recién detrás aparece la Argentina, hoy ubicada en el lugar 51, lo que no es demasiado sorprendente a la luz de las delegaciones de facultades legislativas al Ejecutivo, la manipulación e intimidación del Poder Judicial, la sumisión del Poder Legislativo, los ataques a la libertad de prensa, la corrupción extendida, los manoseos de los calendarios electorales, el discurso único, machacado con insistencia, las islas de impunidad para los amigos del poder, la inseguridad personal creciente, la falsificación de las cifras y estadísticas oficiales y algunos otros "pecadillos" de similar porte que se han ido acumulando, paso a paso.
Una lástima. No somos lo que alguna vez fuimos. Es obvio. Salimos de la dictadura. Pero no nos aferramos a la democracia. El problema es que extraviar las instituciones de la democracia no es un tema menor. Porque genera desbordes. Y supone peligros. Particularmente cuando algunos extremistas, al advertir la fragilidad de las instituciones de gobierno, deciden actuar y hasta hacer justicia por la propia mano sin que nadie les exija respetar la ley y a las autoridades, lo que no es muy distinto de respetar a sus semejantes.
Alguna vez el extraordinario líder checo Vaclav Havel nos decía: "Nos habíamos acostumbrado todos al sistema totalitario y lo aceptamos como un hecho inalterable, lo que ayudó a perpetuarlo". Hablaba de la época comunista. Lo mismo ocurre con la democracia, la vemos deformada, nos parece normal y no luchamos por rescatarla. Grave. Porque la deformación adquiere perfil de normalidad.
(*) Ex embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas
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