La democracia argentina tiene dos problemas graves: uno es la falta de libertades (libertad de comercio, prensa y expresión); el otro, su degeneración en democratismo, esto es, la pretensión de llevar la democracia a ámbitos donde no es aplicable el voto, como la inteligencia, el mando, la familia o la escuela. Con respecto al primero, muchos suponen que tener democracia implica, necesariamente, tener libertad. Sin embargo, cabe aclarar que la democracia y la libertad son cosas muy distintas, a pesar que estamos acostumbrados a pensarlas como si fueran lo mismo.
En efecto, la democracia --dijo un filósofo-- responde a la pregunta ¿quién debe ejercer el poder político? La respuesta es: el ejercicio del poder político corresponde a los ciudadanos, a través de sus representantes.
La libertad en cambio, se ocupa de otra pregunta: ¿cuál es el límite del poder político? Sea que el poder lo ejerza un autócrata o el pueblo, la respuesta es que debe ser limitado, nunca despótico.
Dado que son distintas, un pueblo puede tener libertad pero no democracia y al revés, puede ser muy demócrata pero despreciar la libertad. El primer caso se dio en España. Cuando Franco falleció (1975), hubo un incremento de las libertades pero todavía no había democracia: pasó un tiempo --1 año y medio-- hasta que los españoles organizaron sus primeras elecciones. Durante este período tenían más libertad pero aún no eran, en rigor, demócratas.
El segundo caso se dio en Alemania poco antes de la Segunda Guerra. Los alemanes de los años 30 votaron en elecciones democráticas a un candidato de nombre Adolfo Hitler: eran "demócratas" pero, al igual que su líder, odiaban la libertad y el liberalismo, filosofía política de la libertad. Moeller van den Bruck, uno de los teóricos del nazismo, decía en 1933: "...no hay juventud liberal en Alemania hoy día. Hay jóvenes revolucionarios; hay jóvenes conservadores. Pero ¿quién querría ser liberal?... El liberalismo es una filosofía de la vida a la que ahora la juventud alemana vuelve la espalda con asco, con ira, con especial desprecio..."(1).
A este tipo de "democracia", sus seguidores la llaman "popular", nombre popularizado por Stalin que se decía "demócrata y popular". Los politólogos, más precisos, la llaman democracia totalitaria. Esta distinción enseña pues que es erróneo creer que sólo a fuerza de más democracia se derrota la intolerancia y la tiranía: como demuestran los casos alemán y soviético, no hay poder más despótico que el de los pueblos y caudillos que desprecian la libertad. Porque además, ¿quién se atreve a oponerse a lo que el pueblo elija democráticamente?
Por eso, Julián Marías advierte que si la democracia no está vivificada por el liberalismo, no es nada más que una variante de la tiranía. En teoría, la democracia es pues una sola, pero en los hechos tenemos dos: la auténtica y legítima es la democracia liberal (con libertad); la falsa y demagoga es la popular y totalitaria (sin libertad). En ambas se vota pero el día después es muy diferente. La democracia de los países del Primer Mundo es la liberal, que implica un poder judicial independiente y un estado de derecho que protege las libertades de comercio, prensa y expresión.
En Latinoamérica podemos sostener, con cierta precaución que Brasil, Chile, Uruguay y Colombia están en vías de consolidar esta democracia. Ya sea con las derechas o izquierdas, sus pueblos votan a demócratas (Cardoso o Lula; Bachelet o Piñera; Sanguinetti o Mujica, etcétera), que además respetan las libertades. En cambio, la Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela siguen el modelo de la democracia popular y totalitaria. De ahí la escasa libertad en estos países. Por ejemplo, en el índice de libertad económica de la Heritage Foundation, que mide las trabas burocráticas para vender, exportar, importar o abrir nuevas empresas, la Argentina está en el puesto 135 --entre 179 países-- debajo de naciones como Uganda, Camboya, Nicaragua y Camerún; Bolivia está en el 146, Ecuador 147 y Venezuela 174. En cambio, Chile ocupa un honroso décimo puesto, junto a países del Primer Mundo; Uruguay está en el 33, Colombia 58 y Brasil 113.
El segundo problema es el democratismo cuyo propósito --ya logrado-- es nivelar por lo más bajo y despreciar toda aspiración a la excelencia. Santos Discépolo lo profetizó en su tango Cambalache : "¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! No hay aplazaos ni escalafón, lo mismo un burro que un gran profesor". El democratismo suprimió el cuadro de honor en los colegios, las amonestaciones y los exámenes de ingreso en las universidades con el argumento que son "antidemocráticos" o "autoritarios". Porque el hombre medio argentino cree que ser democrático significa que el hijo le falte el respeto al padre o bien que lo trate como a un par, que el alumno y su madre amenacen o golpeen a la maestra, que los que protestan, ya sea por reclamos justos o injustos, paren el tránsito donde les de la gana, o bien que un grupo de trabajadores, alegando "explotación capitalista", aproveche la fuerza de su sindicato para obtener concesiones extorsivas de una empresa o indemnizaciones laborales desproporcionadas.
No se comprende que la democracia es un sistema de gobierno político pero nada más: la mayor parte de la vida es un asunto privado y no público. El trabajo, la escuela, la familia, la ciencia, el deporte, etcétera; deben apoyar la democracia pero, internamente, no deben regirse por votaciones políticas. De lo contrario, se llegaría a distintos absurdos, por ejemplo, que un grupo de alumnos decida por votación quién es el más capaz para enseñar literatura. Y en vez ee elegir a Borges o Cortázar, voten a Juan porque Juan es "militante". Algo similar ocurriría si se aplica el voto democrático dentro de una familia: tres hijos podrían decidir, al ser mayoría frente a una minoría de dos padres, no ir más al colegio. En la empresa, una mayoría de trabajadores podría votar que los viernes no se trabaje más.
Como dice Marías, no se puede votar cuál es la mejor literatura, la buena música, el mejor profesional o la manera de realizar una operación quirúrgica, etcétera. Para todas estas cosas, para la mayoría de las cosas de la vida, se requieren pruebas objetivas, méritos, capacidades y no consideraciones políticas.
A nadie le gustaría por ejemplo, ser operado de vida o muerte por un cirujano elegido por votación democrática sino por su prestigio profesional. El democratismo ha confundido pues la elección con la selección, la política con la vida privada, el voto con el mérito. Las sociedades que no tienen en claro cuándo y dónde se aplica el credo democrático son las primeras en poner en peligro la democracia.
Cuidado pues a cuál de las dos democracias se le rinde culto y admiración: la liberal o la totalitaria, las únicas dos opciones. La historia política del siglo XX ha demostrado que el voto también puede servir para acabar con la democracia.
(1) Fredrich A. Hayek, Camino de servidumbre
Diego F. Wartjes es el autor de "Sálvese quien pueda. Patología de la Sociedad Argentina".
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