Existe una creencia muy arraigada en la sociedad, que mas se parece a una ilusión que al resultado de las evidencias que la respaldan. Su origen tiene que ver con algo tan natural en los humanos, como lo es su manifiesta obsesión por tener absolutamente todo bajo control, para evitar la incertidumbre y generar certezas.
Y no es que esa tendencia en si misma sea nociva, ni mucho menos. Resulta parte de la esencia de la especie y no hay motivo para renegar de ello. Lo peligroso es intentar que esto que resulta tan natural para un individuo se extienda para convertirlo en una regla universal que sea financiada por todos.
Ese espejismo que consiste en controlar la totalidad de las variables y que cada cosa que suceda forme parte de lo proyectado anticipadamente, ha llevado a exacerbar esa leyenda y suponer que todo puede ser programado. Así nació la idea de la planificación estatal, cuya versión más extrema la promueve el socialismo en su economía centralmente planificada.
Lindando con esa construcción intelectual, muchos políticos en el mundo entero, intentan aproximarse a esa idea y suponen, equivocadamente, que si orientan ciertos recursos de la sociedad hacia un fin, podrán prever los hechos y estar mejor parados frente a lo que se viene.
Esa misma idealización de los acontecimientos les hace creer que pueden establecer que carreras universitarias hay que estimular o cuales desterrar, que sectores económicos promover y a cuales otros desalentar, y así con casi cualquier actividad humana.
La idea de proyectar no parece tan disparatada y habrá que insistir con que forma parte de la esencia humana. Lo extremadamente temerario, ineficaz e inmoral, es ejercer esa visión invirtiendo los dineros públicos, utilizando el monopolio de la fuerza del Estado para imponer coercitivamente a través de los poderes de la República, recaudando impuestos, comprometiendo el futuro al endeudar a las comunidades o emitiendo moneda irresponsablemente.
Asignar los recursos públicos para subvencionar los caprichos del funcionario de turno, sus especulaciones sobre el mañana, su perspectiva del porvenir, definitivamente es jugar a la ruleta
.. pero con dinero ajeno.
El futuro es básicamente impredecible. Su característica central es la incertidumbre. Suponer que alguna persona puede reunir el cúmulo suficiente de información necesaria para proyectar el ahora es desconocer la infinidad de fenómenos que concurren al mismo tiempo para que se produzcan los acontecimientos.
Ni siquiera reuniendo a una comisión de expertos que lograra nuclear las mentes mas brillantes del planeta podría lograrse una proyección siquiera aproximada. Y no porque esas personas no tengan buenas intenciones. Hasta es posible que los movilicen los más nobles objetivos. No se trata de eso.
Es que las grandes invenciones de la historia, surgieron gracias a la peculiar genialidad de unos pocos. Fueron creaciones de mentes que atravesaron obstáculos impensados, a contramano del sentido común, de lo que decían los libros, refutando teorías, contradiciendo a la ciencia y a la totalidad de las demostraciones vigentes en su tiempo.
Existen en el mundo entero, en este mismo instante, millones de seres humanos desafiando lo conocido, intentando transitar senderos nunca antes recorridos. Ellos se están encargando ahora mismo de modificar el rumbo de cualquier proyecto de esos con los que sueñan los ingenuos e ilusos planificadores.
Cada invención exitosa, cada progreso de la especie humana, cambia drásticamente los paradigmas imperantes de su época. Con ellos nacen nuevas actividades y oportunidades inimaginables. También sucumben otras. Desaparecen muchas, algunas para siempre.
Pretender que ese riesgo de proyectar lo asuma el Estado, la sociedad toda, es pedirle a esa comunidad que financie las ocurrencias de los planificadores públicos, esos que cobran un sueldo seguro, y que cuando sus proyecciones fracasan, siempre encontrarán explicaciones inteligentes para justificar sus propios errores. Ellos entienden que la sociedad debe sostener con sus impuestos esa aventura, pero en el proceso no apuestan un centavo de sus patrimonios personales.
El afán de los seres humanos por preverlo todo, los hace recorrer esta parábola. Esta leyenda se reinventa constantemente, descubre novedosas interpretaciones frente a la innegable decepción de cada uno de sus intentos, de cara a los descalabros que producen cada uno de los planes que se ha trazado y que han caído al vacío.
Vale la pena insistir. Planificar no es mala palabra. Hasta puede ser saludable cuando se constituye en un rumbo hacia donde orientar esfuerzos. Lo inmoral es que esa planificación recaiga en el sector público porque para ejecutar su propósito obliga a TODOS a pagar ese azaroso esquema. El ciudadano medio aparece así financiando la aventura, y es el único que asume concreta y dramáticamente los riesgos del fracaso.
Tantas frustraciones y tan pocos aciertos, deberían haber amedrentado no solo a los dirigentes del mundo, sino a una sociedad que no parece querer aprender la lección, cuando reclama mas de lo mismo, creyendo que el problema radica en los gurúes y no en el pecado original que sustenta la mismísima teoría que renueva el desafío.
Pero alguna lógica sigue esa dinámica. Muchos servidores públicos viven, literalmente, de esta fábula. Si la idea de que el Estado no debe ejercer la planificación con sus recursos fuera superada y desterrada, ellos se quedarían sin trabajo. Miles de oficinas estatales, organismos públicos, entidades supranacionales le deben su existencia a estas conjeturas y albergan a millones de personas entre sus empleados, gracias a este falaz credo instalado en la comunidad.
Sin esa ficción no tendrían tarea y por lo tanto tampoco quienes abonen sus sueldos. De este modo, mientras siga vigente la idea de que el Estado debe planificar, ellos conservarán sus salarios, sus empleos, y seguirán proyectando nuestro futuro, yendo de fracaso en fracaso, de justificación en justificación, para confirmar una vez más la parábola de la planificación.
Alberto Medina Méndez
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