En el debate ciudadano y no solo en la tribuna política, se presentan a diario discusiones que muestran dos visiones sobre la misma temática. Los circunstanciales protagonistas del debate se esmeran en aportar argumentos que mejoren su posición relativa con el objetivo de reforzar su propia mirada. También los mueve el desafiante estímulo de obtener del otro lado una claudicación, un reconocimiento de la razón ajena, un signo de debilidad que muestre como se derrumba el andamiaje original.
En ese encuentro de ideas, en esa confrontación, algunos recurrirán al mas bajo de los recursos, la descalificación, la ironía, la chicana, el golpe bajo en lo dialéctico y hasta la ofensa como metodología sistemática. Todos esos mecanismos apuntan a sacar de foco al contrincante, llevarlo a perder los estribos, alejarlo de la racionalidad para que termine devolviendo con idéntica moneda cada exabrupto recibido.
Otros recorrerán el camino, aparentemente interminable, de alargar la discusión hasta el cansancio, presentando una premisa diferente por cada explicación ofrecida por el interlocutor de turno. Por momentos, esa dinámica parecerá inagotable y hasta es probable que alguno decida abandonar la controversia afirmando que no vale la pena, que nada cambiará su visión o simplemente se rendirá bajo los influjos del agotador esfuerzo intelectual de pensar una razón diferente para cada mirada opuesta.
Algunos mostrarán su más obcecada postura, esa que da vueltas y vueltas sobre lo mismo, sin dar el brazo a torcer. Se trata de la terquedad propia del orgullo de quien intentará ofrecer fundamentos hasta que estos se agoten y entonces apelará al artilugio de patear la pelota afuera, cambiar el eje de la polémica o solo recurrir a retorcidas comparaciones que hagan de su tesis solo la menos mala y no la mejor.
Para lo funesto buscará atenuantes, justificaciones y afirmará que otros también lo hicieron, que muchos lo siguen haciendo y hasta dirá que en otras sociedades ejemplares esa dinámica sigue vigente y nadie las cuestiona. Cualquier testimonio servirá para ese instante tenso de la apasionada discusión. Casi cualquier subterfugio será de utilidad para superar la incomoda situación. Pero en el fondo de todo intercambio subyace lo que ese individuo ha recogido íntimamente, eso que no aceptará en público, pero que empieza a hacerle ruido, a generarle un fastidio que aun no puede explicar en palabras.
No lo puede explicitar tan claramente. Hacerlo implicaría admitir que su circunstancial dialoguista tenía razón, o incluso aceptar cierta duda acerca de que eventualmente podría tenerla. Su amor propio no le permitirá ese reconocimiento público, pero en su fuero más íntimo, algunas cosas empiezan a no convencerlo del todo.
Esa sucesión de dudas, de razonable vacilación, de titubeo en el análisis, producto de la honestidad intelectual de este protagonista de la historia, empieza a socavar las profundas raíces que sostenían todo su armazón argumental. Es justamente ese proceso el que lo llevará, desde su aparente fanatismo actual a enrolarse en las filas opuestas. Y habrá que decir que nada existe de malo en cambiar de opinión. Muy por el contrario, muestra la capacidad de evolucionar del ser humano, su increíble habilidad para asumir el error y superarse a si mismo, encontrando nuevas respuestas a viejos dilemas.
La mutación en las ideas es saludable y no debería ser criticada, pues muestra una faceta muy humana. Ninguno de nosotros puede afirmar que siempre ha pensado lo mismo acerca de todos los temas. La incorporación de información, los nuevos elementos, la profundización en el análisis, la curiosidad investigativa y sobre todo la capacidad para discernir entre una cosa y la otra, sumada a la duda que genera cualquier buen aporte, permiten que los individuos intentemos mejorar, progresar y permitirnos esos cambios de visión que tan mala prensa tienen y que tanto ayudan a que la especie evolucione.
Seguramente estarán los más tozudos, los hay más tercos y obcecados. Los procesos en ellos no llegarán nunca, o simplemente serán más lentos. El debate sirve, la discusión ayuda y hay que animarse, por estéril que parezca a veces el esfuerzo. En cada intercambio todos se enriquecen, se alimentan, se estimulan, confirmando visiones, revisando las propias, aunque sea parcialmente.
No hay que temerle a la discusión, tampoco a la posibilidad de pensar distinto respecto de nosotros mismos. Nuestra percepción actual no es la misma que la de ayer. Seguramente la del futuro, también se modificará respecto de la de hoy.
Por impermeable que parezcamos, todo lo que nos llega se suma a nuestro bagaje de conocimientos. Algunas ideas fortalecerán las propias, aportarán motivos adicionales para sostener lo que afirmamos, servirán como demostración práctica de que teníamos razón. Las piezas del rompecabezas que no encastran quedarán dando vueltas, justamente porque no encajan y porque su existencia pretende relativizar nuestras consistentes afirmaciones cotidianas. Por mucho que deseemos ignorarlos, esos ingredientes, deberán finalmente encontrar su espacio. Podrán ser desoídos por un tiempo, pero en algún momento, tendremos que asignarle un lugar y allí estarán esperando su turno para darnos la completitud pendiente.
Esto explica porque quienes hasta hace algunos años eran defensores acérrimos de ciertos personajes, están hoy en la vereda de enfrente sin que hayamos percibido el momento exacto en el que cruzaron la calle. Frente al planteo concreto, ellos no contemplan la posibilidad de admitir que antes decían esto y ahora dicen lo contrario. Tal vez, aceptarlo hiera su orgullo. Pocos son los que tienen la valentía, la honestidad intelectual, de decir ME EQUIVOQUE Y MUCHO. Probablemente lo importante no sea reconocerlo en forma pública, sino aceptarlo íntimamente en ese prolongado proceso que recorre el converso y que luego lo hace un amplio conocedor de su nueva posición a partir de sus visiones del pasado.
Ha llegado allí después de un prolongado peregrinar, plagado de frustraciones, repleto de desilusiones, teorías derrumbadas, refutaciones permanentes y fundamentalmente de interminables confusiones que fueron minando su viejo sistema de ideas.
Importa no perder el norte cuando discutimos lo cotidiano. A mucha gente le resulta incómodo observar como su construcción intelectual empieza a erosionarse. Resulta molesto visualizar que, aquellos a los que se defendió, no son lo que parecían y que una nueva decepción se avecina, como tantas otras, abriéndose pasos a regañadientes.
Ese empecinamiento inquebrantable, esa terquedad inexpugnable, es solo un síntoma, solo una parte, la más visible de un proceso que va por dentro, que es lento, evolutivo, progresivo. Algunos jamás cerrarán el círculo y sus inconsistencias permanecerán por siempre. Otros, los más valientes, los que realmente son capaces de intentar la búsqueda de la verdad con una apertura mental ejercida y no recitada, los que se animen a ensamblar las piezas sueltas sin cegarse, aceptando nuevas ideas y asumiendo con hidalguía los errores del pasado, recorrerán ese camino de la obstinación a la conversión.
Alberto Medina Méndez - amedinamendez@gmail.com - Skype: amedinamendez - www.albertomedinamendez.com - 03783 – 15602694
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