Cuando Chile celebre su bicentenario como nación independiente el año 2010, es muy posible que ya sea un país desarrollado. Algún historiador, economista o político se preguntará: ¿Cuándo se salvó Chile? Una pregunta quizás menos dramática pero, sin duda, tan importante como la del personaje de Mario Vargas Llosa que se interroga al comenzar su novela Conversación en la Catedral: “¿Cuándo se jodió el Perú?”
Chile se salvó durante la tormentosa década de los años 70. En el futuro esta respuesta estará mucho más clara que ahora. Superadas las terribles pasiones que marcaron ese periodo y el dolor que causaron, será transparente que en esos años Chile convirtió su mayor crisis del siglo XX en la oportunidad de realizar una verdadera revolución por la libertad.
Es posible que 1973 sea visto, con la perspectiva de la historia, como el comienzo del final de una época-a nivel mundial- caracterizada por el avance del comunismo y de las fórmulas económicas estatistas. En Chile ese año, el comunismo sufrió su primera derrota de la guerra fría y así demostró que existía en el mundo occidental la voluntad de detener lo que, hasta entonces, parecía el avance incontenible del socialismo marxista. También en Chile-modelo de las estrategias de crecimiento basadas en la sustitución artificial de importaciones y en el intervencionismo estatal- se inicia en 1973 una liberalización radical de la economía y la sociedad. Años después Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Ronald Reagan en EE.UU. y Felipe González en España profundizarían en sus países estas “megatendencias” liberalizadoras que hoy recorren el mundo entero.
Un nuevo Chile ha surgido como consecuencia de las múltiples, profundas y coherentes reformas de signo liberal que se llevaron a cabo entre 1974 y 1989. Fueron reformas que atacaron las raíces de los problemas que tenía el país. Se abrió la economía a la competencia internacional; se privatizaron la mayoría de las empresas estatales; se eliminaron los monopolios empresariales y sindicales; se flexibilizó el mercado del trabajo; se creó un sistema privado de pensiones y de salud; se abrieron sectores enteros como el transporte, la energía, las telecomunicaciones y la minería a la competencia y la iniciativa privada; se descentralizó la administración educacional y de salud; en fin se realizó una amplia tarea de desregulación y perfeccionamiento de los mercados así como de apertura de áreas a la inversión privada.
Una vez que maduraron estas reformas y restablecidos los equilibrios macroeconómicos tras la crisis de la deuda externa que sufrió América Latina entre 1982 y 1984, el país creció a una tasa promedio anual de 6,3% en el quinquenio 1985-89, con un aumento de la inversión a una tasa de 13,8%, las exportaciones al ritmo de 9 % y el empleo al 4,6 % anual en ese período. Incluso estos excelentes resultados no traslucen el mayor mérito de esta nueva estrategia de desarrollo el cual consiste en haber creado las condiciones para que el país pueda crecer durante toda la década de los años 90 a estas altas tasas, o incluso a ritmos superiores si se dan escenarios internacionales favorables.
La revolución liberal ha hecho posible que Chile se convierta en un país desarrollado en la primera década del siglo XXI. Ahora será responsabilidad de los que gobiernen Chile en los próximos años convertir esta clara posibilidad en una realidad y será culpa de ellos dejar escapar esta oportunidad histórica.
Al mismo tiempo, se formulaba un nuevo enfoque tecnificado para detectar y combatir la extrema pobreza, a través de la identificación de los más necesitados a nivel comunal con fichas basadas en encuestas individuales y en el otorgamiento de una batería de subsidios focalizados en los más pobres según el perfil individual de necesidades. Como lo han destacado estudios de organismos internacionales como el Banco Mundial y el PNUD, esta estrategia es la correcta para enfrentar este grave problema de nuestras sociedades y mejoró notablemente la calidad de vida de los pobres de Chile.
Por último, el proyecto liberal fue la causa más importante del retorno de Chile a la democracia . A nivel teórico podrá discutirse mucho sobre la correlación funcional entre democracia y desarrollo, pero lo que no admite dudas a estas alturas es que la libertad económica y social es un complemento indispensable de la libertad política para que una democracia sea exitosa. La experiencia prueba que la democracia no se aviene bien con economías estancadas, que a la postre son semilleros de frustración colectiva y de extremismos políticos, y tampoco con economías estatistas, que exacerban la lucha política ante la perspectiva del inmenso poder económico que recibe el triunfador al conquistar el gobierno.
La misma experiencia chilena hasta los años 70 fue concluyente a este respecto, porque estuvo asociada a tasas de crecimiento mediocres y porque el grado de politización extremo al que había llegado el país era consecuencia directa de la enorme gravitación del Estado en la economía y, por lo tanto, de la preeminencia de las decisiones políticas sobre las decisiones autónomas de los individuos.
En este sentido, cualesquiera que hayan sido las opciones ganadoras en el plebiscito de octubre del 88 y en la elección presidencial y parlamentaria de diciembre de 89, el proyecto llevado a cabo por el gobierno militar –economía social de mercado y democracia- concluyó con un extraordinario triunfo.
Chile representa un caso exitoso de transición política no sólo porque las jornadas electorales fueron ejemplares, no sólo porque las autoridades del régimen militar respetaron e hicieron respetar la Constitución y la ley, y no sólo porque la ciudadanía demostró en los últimos años gran sentido de responsabilidad. Todo eso fue valioso, pero por sí solo no hubiera bastado. En definitiva, la transición tuvo éxito porque desde mucho antes se vinieron abriendo puertas de salida a ese país encajonado y sin destino que era Chile el año 73. Ese trabajo de apertura de horizontes significó tres rupturas fundamentales marcadas por el criterio de la libertad y la competencia.
Superada la etapa de la reconstrucción, entre los años 75 y 78, Chile rompió los monopolios del poder empresarial. La economía se abrió a la competencia. Cayeron los aranceles y las fijaciones de precios. El país se retiró del Pacto Andino. Los empresarios privados tuvieron que aprender a competir en los mercados domésticos y luego tendrían que hacerlo en los mercados externos.
Después, en los años 79-81, el país rompe con los monopolios sindicales y desarticula los grandes centros de poder de la burocracia social. Son los años de la liberalización del mercado del trabajo y de la reforma previsional, que puso punto final a lo que alguien llamó “la mayor estafa jamás perpetrada contra el trabajador chileno”.
Después, entre los años 85-89, vino la fase de ruptura con los grandes monopolios económicos del estado. Fue un período especialmente intenso en materia de privatizaciones: energía, transporte aéreo, diversos servicios, empresas mineras e industriales, telecomunicaciones. La labor cumplida durante esas tres fases configuró un todo coherente y proporcionó una nueva base de potencialidades para Chile.
Surge una pregunta inevitable: ¿Se pueden hacer estos profundos cambios económicos y sociales e democracia? Mi inequívoca respuesta es que sí. Porque la clave de la revolución liberal chilena no fue el uso de la fuerza sino el poder de una idea –la libertad integral- promovida por un equipo comprometido con ella y dispuesto a dar la lucha por cambiar un país. Fue la influencia de este equipo liberal la que hizo la diferencia entre lo que pudo haber sido u gobierno militar latinoamericano más, como tantos que entraron sin pena ni gloria a la historia, y un régimen que, paradójicamente, utilizó su control transitorio y excepcional del poder político para producir la mayor desconcentración de poder económico y social jamás ocurrida en Chile.
El mito de la fuerza
Las grandes crisis generan grandes oportunidades. El gobierno del presidente Salvador Allende (1970-73) no sólo provocó un caos económico sino que también violó reiteradamente la Constitución. Así lo afirmaron en históricos pronunciamientos tanto la Corte Suprema como la Cámara de Diputados. La intervención de las Fuerzas Armadas Chilenas no fue, entones, el clásico golpe latinoamericano en que un caudillo militar se toma el poder político, sino una acción conjunta de las cuatro instituciones armadas para evitar una dictadura comunista en Chile. Al evitar un asegunda Cuba en América Latina, los militares chilenos cambiaron el curso de la historia en este continente. ¿No habría influido fuertemente en Chile comunista, junto a Cuba, en el destino de un Perú o una Bolivia debilitadas por profundas crisis económicas y sociales en la década de los años 70? La verdad es que si el comunismo en una isla caribeña amenazó durante la década de los años 60 a todo el continente, el impacto de un Chile comunista podría haber sido devastador en un continente con tanta frustración y pobreza como América Latina.
El gobierno militar chileno fue legítimo en su origen en cuanto constituyó una intervención para salvar al país de una dictadura comunista y devolverle la democracia. Así lo entendió el ex presidente Eduardo Frei, los poderes del Estado como la Corte Suprema y la Cámara de Diputados, y –según encuestas- una amplia mayoría del pueblo chileno. Como ya es un hecho irrefutable que efectivamente el gobierno militar le propuso al país en 1980 una Constitución democrática, donde se establecía un plazo (1990) para el traspaso del poder a la sociedad civil a través de elecciones libres, y que cumplió íntegramente con sus disposiciones, ese gobierno cumplió su promesa y ratificó su legitimidad histórica. Que el plazo de su cometido -17 años- haya sido para algunos excesivamente prolongado, es, por cierto, una materia discutible, pero nada está escrito sobre los plazos que son necesarios para construir las bases de una democracia sólida y estable en un país tan profundamente dividido y destrozado en sus instituciones básicas como lo estaba Chile en 1973.
La verdadera acción condenable del gobierno militar fue haber permitido que en el combate al terrorismo, y especialmente en los primeros años, no se respetaran los derechos humanos de todos los chilenos. A hacerlo así, infringió las propias leyes que tenía la obligación de respetar, debilitó las bases éticas de su actuación, se ganó el repudio de la comunidad internacional y produjo heridas que tardarán mucho en sanar. Es verdad que la acción violenta de los grupos de ultraizquierda, que comenzó en Chile a fines de la década de los años 60, es el antecedente fundamental de las posteriores violaciones a los derechos humanos y que el combate al terrorismo en todo el mundo se da en las fronteras entre lo legal y lo ilegal. También es verdad que las investigaciones en torno al tema no han configurado un caso de una política sistemática de violaciones a los derechos humanos sino que múltiples excesos cometidos por los servicios de seguridad. Aun así, las autoridades del gobierno militar debieron haber extremado su control sobre esos servicios y haber investigado y castigado de manera ejemplar los delitos de violaciones a los derechos humanos. La objeción liberal al gobierno militar no debiera ser, entonces, su origen ni su extensión sino la falta de control suficiente sobre el ejercicio de la fuerza e el combate al terrorismo. Esa es la cuestión y no debe confundirse.
Las consideraciones anteriores son importantes pues ayudan a comprender que nada tiene que ver la revolución liberal con el uso de la fuerza, y mucho menos con los excesos en materia de derechos humanos. Han existido cientos de gobiernos militares en América Latina y ninguna ha hecho una revolución liberal. De ahí que esa relación de causalidad entre ambos no tiene ni fundamento conceptual ni empírico. Por otra parte ninguna de las reformas liberales requirió el empleo de la fuerza para ser implementada. Por el contrario, los problemas de derechos humanos dificultaron la tarea de modernizar la economía, por cuanto cerraron fuentes de créditos e inversiones externas, crearon amenazas de cierre de mercados y boicots sindicales y exacerbaron la oposición interna a toda gestión del gobierno militar.
Nunca se usó la fuerza para resolver conflictos laborales o imponer soluciones económicas durante el gobierno militar. Fue tan poderosa la dinámica de la libertad individual de elegir que tenían impresa a fuego cada una de las reformas estructurales que no había lugar para acciones colectivas de signo violento. Así, por ejemplo, las leyes sindicales de 1979 condujeron a un proceso absolutamente pacífico de negociaciones colectivas y huelgas durante los últimos diez años del gobierno militar y jamás se utilizaron los poderes de emergencia contenidos en las leyes vigentes para resolver soluciones originadas en los procesos de negociación salarial. Se puede comprobar que gobiernos democráticos anteriores sí recurrieron a la fuerza, por ejemplo, para contener conflictos laborales, incluso con resultado de varias muertes (como ocurrió en la huelga en el mineral El Salvador a fines de la década de los años 70).
Distinto es el hecho de que no existía un parlamento democráticamente elegido. Eso fue claramente así. El Poder Legislativo que aprobó las leyes que originaron la revolución liberal estaba compuesto por los cuatro Comandantes en Jefe. Dos aspectos importantes: primero, se requería la unanimidad de ellos para aprobar cualquier ley, o sea, cualquiera tenía poder de veto; segundo cada miembro del Poder Legislativo contaba con un quipo asesor completo compuesto de abogados, economistas y especialistas en las distintas materias de ley. Aprobar una ley en los tiempos del gobierno militar implicaba un proceso de discusión muy similar al que ocurre en un parlamento y allí llegaban todos los intereses creados, los prejuicios y las oposiciones que ocurren en democracia. En otras palabras, el proceso democrático de aprobación de leyes envuelve varios factores: debate público, canales de expresión de las oposiciones, estudio por equipos interdisciplinarios de los proyectos de ley, decisión por más de una persona, origen democrático de los legisladores.
En el caso chileno, la revolución liberal se hizo con todos esos elementos presentes, menos el último. Es, sin duda una carencia. Pero mucho más acortada de loa que generalmente se cree.
Por lo demás, en muchos países latinoamericanos existen situaciones o fórmulas legales que, en gran medida, omiten el pronunciamiento legislativo clásico. En noviembre de 1991, el presidente Alberto Fujimori inició un profundo cambio liberalizador en Perú a través del dictado en una semana de 126 “decretos legislativos” con su sola firma, debido a que el Congreso le había otorgado facultades extraordinarias para legislar en materias económicas. Se podrá decir que el Congreso se reservó la facultad de derogar cualquiera de ellas en un plazo de 30 días, pero es virtualmente imposible hacerlo con tal cantidad de complejos cuerpos legales. ¿Es posible afirmar, entonces, que lo que podría ser el comienzo de una revolución liberal en Perú se hizo de manera antidemocrática? ¿O es la “democraticidad” de las reformas algo más complejo que la mera aprobación por un Parlamento elegido?
Otro caso: Argentina. El 31 de octubre de 1991 el presidente Carlos Menem liberalizó de golpe gran parte de la economía argentina a través de un decreto presidencial, basado en una facultad otorgada por la jurisprudencia de la Corte Suprema. Nuevamente, es verdad de que existe la instancia legal de una discusión posterior. Pero, ¿es lo mismo? ¿No está “presionado” el parlamento al discutir reformas que ya están operando, que son anunciadas por las máximas autoridades y que, en muchos casos, ya cuentan con la aprobación del público? Después de todo, también las reformas del gobierno militar pueden ser visualizadas como decretos que requerían la aprobación explícita o implícita del gobierno democrático que inevitablemente lo iba a suceder. Por cierto, en este caso la diferencia es de años y no de meses. Pero en ambos casos, primero se dictan las reformas (en el caso de Chile, con el consenso de cuatro legisladores en vez de sólo un gran legislador como en Perú y Argentina) y sólo después se aprueban por los representantes elegidos. En el caso de México, con su estrechísima conexión entre el presidente y el Congreso a través de la máquina corporativista del Partidos Revolucionario Institucional (PRI), la lejanía de las reformas democráticas clásicas es aún más decisiva.
En todos estos casos, existen esos otros elementos del clima democrático que también se dieron en Chile durante el gobierno militar, como el debate público y la libertad de llegar a las autoridades con planteamientos contrapuestos a las reformas. A fin de cuentas, ¿cuándo se aprueba una reforma de manera democrática y cuándo no? Lo que trato de decir es que en la América Latina actual, esta respuesta no pertenece al mundo del blanco o negro, sino al mundo de los grises.
Por supuesto, habría sido preferible que la revolución liberal chilena se hubiera realizado en plena democracia. Pero como dijera John F. Kennedy uno no escoge el tiempo en que vive. En la década de los años 70, la opción de Chile era tener un gobierno militar como tantos otros en América Latina que no sólo resolvieron los problemas estructurales de sus países sino que, en la mayoría de los casos, los agravaron, o utilizar la coyuntura histórica que requería la interrupción del proceso electoral democrático para realizar la transformación que el país necesitaba con urgencia. Para bien de Chile y América Latina, se optó por el segundo camino. Se dio así la paradoja de que un poder legislativo que introdujo reformas para darle a los chilenos las vitales libertades diarias –para emprender, trabajar, ahorrar para pensiones, escoger la educación y la salud, etc.- que constituyen el fundamento de una verdadera democracia, fuera un poder legislativo no elegido democráticamente.
La importancia del equipo
Si no fue la fuerza el factor clave del modelo chileno, ¿qué fue o determinante sin lo cual un gobierno democrático, militar, teocrático o de cualquier otra naturaleza no puede hacer una revolución liberal? Mi tesis es que el factor clave fue un equipo de profesionales, principalmente economistas, independientes del establishment nacional, convencidos de que la libertad funciona y dispuestos a entrar a la vida pública para darle un golpe de timón al país.
En los primeros meses, el gobierno militar carente por su misma naturaleza de un proyecto económico propio, recurrió al consejo de las más variadas personas, cuyo único lazo común era haber sido opositores al gobierno marxista. Se escuchó a empresarios ingenieros destacados, abogados de prestigio, ex autoridades económicas del gobierno de Frei y a economistas. De esta inusual contienda de competencia, el presidente Pinochet –y aquí está su gran mérito en este campo- eligió al equipo de economistas liberales formado en la Universidad Católica de Chile. Para elegirlos no fue relevante que el presidente vistiera uniforme de general, como no fue su pasado peronista el que indujo al Menem a elegir a Domingo Cavallo y su equipo de economistas de la cordobesa Fundación Mediterráneo ni su calidad de descendiente de japoneses lo que llevó al presidente Alberto Fujimori a confiar en Carlos Boloña y en los economistas del Instituto Libertad y Democracia. Estos mandatarios utilizaron su capacidad de discernir- capacidad que en los líderes que llegan a esos cargos ha sido entrenada durante años en el complejo camino del ascenso al poder- para elegir un equipo que propone un modelo coherente. Me atrevo a afirmar que en cualquier país donde exista un equipo visible en la arena pública, tarde o temprano habrá un presidente que otorgará una oportunidad de llevar a cabo sus políticas. De ahí en adelante, todo depende del equipo. Un hito clave en la revolución liberal chilena se dio en la década de los años 50 cuando la Escuela de Economía de la Universidad Católica firmó un convenio con la Universidad de Chicago. Así comenzó una revolución en la enseñanza de economía que luego se extendió a otras universidades chilenas y se nutrió también de otras universidades norteamericanas. Fue clave una enseñanza con una fuerte creencia en la iniciativa creadora de los individuos como mecanismo de creación de riqueza, en la superioridad de los mercados competitivos como asignadotes de recursos escasos, en las ventajas del libre comercio internacional y en lo imperfecto de la intervención estatal. Más que macroeconomía y equilibrios globales, la clave fue la microeconomía y el perfeccionamiento de los mercados. Estas fueron las convicciones fundamentales con las que este equipo de economistas liberales transformó Chile.
Fue precisamente esta fe en los mercados libres y competitivos lo que otorgó a este equipo de economistas la fuerza moral para enfrentar los intereses creados de empresarios y sindicatos monopólicos. Cuando se inició la apertura de la economía exterior (reforma arancelaria, retiro del Pacto Andino, fin a subsidios y franquicias tributarias), los sectores productivos beneficiarios del proteccionismo se opusieron con gran fuerza. La misma oposición realizaron las cúpulas sindicales y gremiales cuando se eliminó la cotización obligatoria, los carnets sindicales, las negociaciones colectivas sectoriales y los múltiples monopolios sindicales que ahogaban la economía chilena. Fue la simetría que se demostró en el desmantelamiento de todos los monopolios y en impulsar la competencia y flexibilidad en todos los mercados lo que legitimó frente a las autoridades del gobierno y frente a la opinión pública la acción revolucionaria de los economistas liberales.
El mito que afirma que gobiernos autoritarios son capaces de imponer reformas económicas profundas que importan un gran costo social porque el pueblo no puede expresar su oposición se ve desmentido por la realidad. La verdad, es que gobiernos de distinto signo y naturaleza democráticos o autoritarios, han condenado por décadas a los sectores más pobres de nuestros países a permanecer en su condición y aun a agravarla a través de la aplicación de malas políticas económicas. Este enorme costo social ha sido pagado por la población que no ha tenido, ni en democracia ni en otras formas de gobierno, quien defienda sus intereses.
Lo que sí puede afirmarse, es que reformas que afectan a los grupos más poderosos de la sociedad, como los empresarios protegidos por una economía cerrada al comercio o las cúpulas sindicales beneficiadas por arreglos monopólicos en el mercado laboral, son más difíciles de realizar. Se requiere en este caso una crisis económica muy aguda, como la que han vivido recientemente Argentina, Perú o Chile en 1973, para lograr cierto apoyo en la sociedad para un programa transformador de la estructura económica. Aquí sí es importante la persistencia que tuvo Pinochet para mantener en su programa o la que requieren hoy día Manen y Fujimori. A fin de cuentas, más que un problema de autoritarismo o democracia, es un problema de liderazgo.
El mito de reformas económicas aplicadas por un gobierno autoritario está a menudo acompañado de imágenes de masas de trabajadores resistiendo los cambios y reprimidos por los tanques. Esa imagen de Chile no es más que eso, un mito absolutamente alejado de la realidad. Las reformas no fueron resistidas masivamente, no necesariamente porque contaban con apoyo, sino porque no tocaban los intereses de la mayoría de la población sino sólo el de grupos minoritarios. Estos últimos, en cambio, sí se jugaron a fondo por mantener sus privilegios corporativos.
La verdad es que todos estos avances se hicieron contra viento y marea, con enorme oposición dentro y fuera del gobierno. Aquí se demostró una de las virtudes de todo equipo: la cohesión, incluso la lealtad, de sus miembros ante las críticas y las presiones. Esto es clave porque cuando un ministro emprende una reforma estructural liberalizadora no sólo está enfrentando adversarios poderosos en los intereses creados que está dañando, sino que está exponiendo su espada a la crítica de sus colegas. Si en uno de los múltiples momentos difíciles en la puesta en marcha de una reforma, otro ministro que tiene acceso al presidente expresa una crítica infundada, ella puede fácilmente transformarse en la tumba del ministro modernizador.
Los gabinetes ministeriales tradicionales en América latina son una coalición endeble de figuras políticas de distintas orientaciones, e incluso de distintos partidos políticos, cada una con su propia agenda personal. En este contexto, es virtualmente imposible realizar cambios realmente liberalizadores, pues la vulnerabilidad del ministro que los impulsa entre sus propios colegas es demasiado grande.
También el equipo fue clave para penetrar áreas tradicionalmente fuera de límites para la racionalidad económica, como las relaciones del trabajo, la seguridad social, la educación, la salud, los asuntos municipales, incluso la defensa. Se podrá sostener que en los países desarrollados muchas de estas áreas son manejadas con criterios distintos, si no antagónicos, a aquellos de los ministerios propiamente económicos. Pero un país pobre no puede permitirse el lujo de criterios estatistas en los sectores sociales. La dualidad de criterios –ser liberal en lo económico y estatista en lo social- compromete tanto la eficiencia en la asignación de los recursos para combatir la pobreza como compromete la estabilidad de los avances en el plano económico el mantener una tensión permanente entre ambos criterios de conducción de los asuntos públicos. Quizás el mejor ejemplo de esta dualidad sea la existencia de sistemas de seguridad social estatales en franca decadencia en países con una larga tradición de economías de mercado.
También la formación común en una disciplina económica que inculcaba fuertemente el concepto de optimización, condujo a un enfoque común de intentar lograr el óptimo en cada una de las políticas. Muchas veces los formuladotes de política se autoamarran las manos proponiendo soluciones a medias por el temor de que sólo eso es “políticamente viable”. El equipo liberal se propuso partir del principio de que todo era viable y sólo estuvo dispuesto a retroceder ante la evidencia concreta y reiterada de que determinadas medidas no eran posibles.
En los asuntos públicos, en la gestión de las empresas, en el trabajo profesional y en cualquier plano de actividad no podemos partir sino de lo óptimo. No hacerlo es rendirnos de entrada a la mediocridad. Una vez identificado el óptimo, habida cuenta de las exigencias de bien común que el asunto comprometa o de los propósitos que tenemos, lo demás es asunto de ejecución, de implementación, de oportunidad, de beneficios y costos. El compromiso ha de ser con la solución óptima. Ahora bien, si ella no se puede aplicar por muy buenas razones en ese momento y sólo entonces, puede comenzarse a rebajar la puntería. Hacerlo antes es una cobardía. Hay quienes creen que la aproximación correcta a los problemas es vía los parches y las soluciones a medias, es transado con “el mal menor”. Por esa vía no se hace arquitectura; se hacen sólo poblaciones callampas, en las cuales se invierte mucho ingenio en las partes pero nadie piensa en la totalidad de la población, que termina así convertida en adefesio.
En mis reciente libros La revolución laboral en Chile (Zig-Zag, 1990) y El cascabel al gato: la batalla por la reforma previsional (Zig-Zag, 1991) he explicado como todos estos conceptos se aplicaron en el caso de reformas concretas como fue la liberalización del mercado del trabajo y la privatización del sistema de pensiones.
A lo mejor nunca terminarán de clarificarse los factores y motivaciones que facilitaron en Chile la estrecha cooperación que existió durante el gobierno militar entre los uniformados y los economistas liberales. ¿Qué fue lo que los unió? ¿Cómo fue posible que trabajaran juntos durante diecisiete años en la difícil tarea de transformar Chile, no obstante las obvias diferencias de formación, oficio y carácter que los separaban?
Los economistas por formación profesional están acostumbrados a pensar las cosas en términos integrales. El desafío de la economía es optimizar recursos que son siempre escasos. Optimizarlos en la suma total, no en la tajada que se puede llevar éste o aquel grupo. Fue posiblemente eso lo que sirvió de plataforma de encuentro. Hacía mucho tiempo que Chile venía siendo sentido y pensado en términos de parcialidades, de sectores, de capillas de feudos. Lo percibieron y lo concibieron así los partidos, los sindicatos, los gremios empresariales, los colegios profesionales, en fin, cada uno de los grupos organizados de presión. Las estrategias de acción que animaron a estas fracciones apuntó casi siempre a cómo sacar partido y ventaja de los demás.
En el régimen militar esta degradación de la acción política fue desterrada. Se restituyó el orden natural: el bienestar de todo el país pasó a ser más importante que los intereses de los grupos de presión y que las demandas sectoriales. Y esto, que en cualquier otra circunstancia no habría tenido mayor alcance, dio lugar entre 1973 y 1990 a una colaboración muy fecunda entre dos profesiones muy distintas: militares por una parte, en principio muy inclinados al estatismo y proclives a las artes de la planificación, tan importantes en los operativos bélicos por o demás y por la otra , economistas, profesionales entrenados para enfocar problemas con una lógica común y que sabían que el principal insumo del desarrollo es la libertad.
Finalmente fue importante para el predominio por tantos años de una concepción liberal el hecho de que la mayoría de los miembros de este equipo fueron en, algún momento, profesores de economía. La experiencia docente fue muy útil en la tarea de explicar los criterios en el gobierno como a la opinión pública. En realidad, cada decisión y cada reforma tuvo que ir siempre acompañada de una ardua labor de convencimiento desde el presidente de la república, pasando por los Comandantes en jefe, los equipos asesores, los comités militares, llegando muchas veces a los funcionarios públicos que eran necesarios para ejecutar las medidas. El gobierno entero fue convertido en una gran universidad con charlas continuas, documentos para la lectura, reuniones de formación, cases en las academias militares, etc.
En la tarea de explicar el modelo a la opinión pública fueron importantes los medios de comunicación masivos. Ya a fines de la década de los años 60, estos economistas habían encontrado una importante tribuna en el diario más influyente del país –El Mercurio- y desde allí comenzó la batalla de las ideas liberales. Durante el gobierno militar esa labor se extendió a prácticamente todos los medios de comunicación. Los economistas se transformaron en editorialistas, columnistas, miembros de programas de debates en radios, participantes permanentes en programas de televisión e incluso comentaristas en los noticieros de televisión. Lo destacable es que, sin existir una sincronización entre ellos, ya que nunca existió un plan maestro de comunicaciones, el mensaje de respaldo a las reformas liberales tuvo gran coherencia.
Es cierto que el régimen militar no era una democracia. Es cierto que la gente no votaba en elecciones periódicas para designar a las autoridades. Pero la gente sí votaba diariamente sus opiniones. La gente las expresaba y se iban formando así dictámenes de opinión pública que influían con fuerza sobre las autoridades del gobierno. El peso de las columnas de prensa era todavía mayor.
El propio régimen, por lo demás, no funcionaba bajo una campana de cristal. Los militares son parte del cuerpo social. Los generales, los coroneles, los mayores, tienen parientes y vecinos. Como todos los chilenos, van a asados o fiestas se discute de todo y con mucha franqueza. Escuchan todas las opiniones. Se reúnen con sus familiares y sus amigos y después de todo –descontado un anticomunismo más marcado y una mayor sensibilidad frente a problemas de orden público, comprensibles en su oficio- piensan igual que el común de la gente. Siendo así, el deber del equipo liberal fue colocar a esta opinión pública a favor del modelo económico, pues de lo contrario el gobierno no se iba a comprometer con él.
La televisión es un medio de gran utilidad en la batalla de las ideas en las sociedades modernas. La televisión hace posible en estos tiempos, en que llega prácticamente a toda la población, un milagro que ni siquiera estaba al alcance de los sistemas democráticos más equilibrados y perfectos. Hace posible prescindir de los intermediarios y de as cúpulas. Hace posible llegar directamente a las bases de la sociedad sin las mediaciones que distorsionan, que cambian los planteamientos originales y que, acaso sin quererlo, terminan transmitiendo una cosa por otra. Todo ese “ruido” en la comunicación se elimina con la televisión. Uno puede llegar a la gente con su propio lenguaje, con su propia gestualidad y emoción. La televisión no engaña. No permite duplicidades. La gente intuye quién está mintiendo, quién está diciendo toda la verdad y quién la está diciendo sólo a medias. Pues bien, la televisión cumplió una función crucial en el establecimiento de algunas de las reformas claves del modelo económico chileno (por ejemplo, la reforma previsional y la liberalización de precios), ya que ellas fueron explicadas directamente a la gente por los ministros encarados de su realización. De esa manera, se crearon las condiciones para que fueran finalmente aprobadas por las autoridades legislativas.
El modelo económico fue una respuesta integral y coherente a varios problemas de la sociedad y la economía chilena. Fue una respuesta válida para su tiempo en un mundo en permanente cambio. Sin embargo, lo que procede no es congelar esa respuesta sino ir adaptándola a las nuevas oportunidades y los nuevos desafíos de la realidad de hoy y del hile del futuro. Después de todo, esta misma estrategia va desnudando o incluso creando nuevos problemas: la deteriorada calidad de vida en las ciudades, el daño a la naturaleza que puede crear un crecimiento depredador, los bolsones de pobreza en los barrios marginales y en determinadas zonas del país, la urgencia de mejorar el nivel de la educación para hacerla compatible con las necesidades de una economía cada vez más tecnificada, la modernización aún pendiente del Poder Judicial y varios otros. Además, un mundo en acelerado cambio tecnológico y de globalización creciente exigirá repensar en forma permanente las mejores soluciones a los problemas del hombre. Estos serán los desafíos a os que el país deberá responder antes de cumplir 200 años de independencia el año 2010. De alguna manera, lo mejor de la revolución liberal chilena no son tanto las puertas que cerró como los horizontes que abrió y puede seguir abriendo.
El significado de Chile
La correcta interpretación de lo que ocurrió en Chile es importante no sólo en términos históricos sino también por sus enseñanzas para el futuro.
Si la revolución liberal fue posible fundamentalmente por el poder de una idea llevada a cabo por un equipo comprometido con ella, entonces estos cambios revolucionarios se pueden llevar a cabo tanto en un sistema democrático como en uno autoritario. No sólo no hay nada inherente en un sistema democrático que impida realizar una revolución liberal, sino que es preferible que ésta se lleve a cabo en democracia.
Esta conclusión no es sólo relevante para las democracias latinoamericanas que intentan cambiar de sistema económico sino también para los países de Europa Oriental y para las repúblicas que conformaban la Unión Soviética. Será cada vez más claro que es más fácil el cambio político- del totalitarismo comunista a la democracia liberal- que el cambio económico desde las economías centralmente planificadas a las de libre mercado. Polonia o Rusia no necesitan un general fuerte (“un Pinochet”), como algunos lo han planteado, sino un equipo liberal coherente capaz de resolver los graves problemas que han heredado de los regímenes comunistas.
El modelo liberal chileno ha generado una oportunidad histórica para los países de América Latina. Ya no es posible descartar el libre mercado como una solución eficiente sólo para países anglosajones, para culturas protestantes o para esforzadas naciones asiáticas. La libertad ha funcionado y ha producido gran progreso en un país latino, católico y americano. La revolución liberal no fue impuesta con la fuerza de las armas –lo que sería un contrasentido- sino que es un testimonio elocuente de la fuerza de las ideas. El cambio liberal es posible en democracia. El desafío de la década de los años 90 para América Latina es transformar esta oportunidad en realidad y salir de una vez por todas del subdesarrollo, la pobreza y la ignorancia.
Para coger esta oportunidad, América latina necesita a gritos verdaderos liderazgos. El oportunismo tan extendido en la política latinoamericana es la negación más categórica del liderazgo. El verdadero líder es quien se atreve ir delante de los demás en la dirección que cree correcta. Que lo sigan o no lo sigan es un riesgo, pero un riesgo que desde su perspectiva no puede alterar su ruta.
La revolución liberal chilena se hizo porque hubo un equipo en el poder que ejerció un liderazgo en la sociedad al estar dispuesto a realizar reformas que, al menos inicialmente, eran ampliamente impopulares. En último término, en eso consiste el coraje moral en política.
¿Será capaz América Latina de realizar su revolución liberal en la década de los años 90? Va a ser una tarea grande y difícil. Va a ser una tarea para gente convencida de la necesidad de traer la política a los tiempos que corren, liberándola definitivamente de sus amarras con el pasado. La voluntad de liderazgo y el coraje moral deberán ser el sello de los políticos latinoamericanos que quieran realizar este gran cambio. Se van a requerir convicciones sólidas, equipos comprometidos y coherentes y una forma de hacer política con respeto a la verdad. Sobre todo, será necesario confiar en la gente y darles la más amplia libertad para emprender, para trabajar y para elegir.
Las únicas revoluciones que triunfan son las que creen en los individuos y en las maravillas que los individuos pueden hacer con la libertad.
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