Que el empobrecimiento de los trabajadores sea directamente proporcional al enriquecimiento de los capitalistas es una falacia que fue advertida por los socialdemócratas en el siglo XIX, aún en vida de Marx y Engels.
El incumplimiento de la profecía de la depauperación progresiva por un lado y la acumulación y concentración del capital en cada vez menos manos por el otro, puede constatarse con tanta certeza como la del fin de los tiempos y advenimiento del mesías con la llegada del milenio.
Los hechos demuestran que los trabajadores prosperan en la misma medida que lo hace la empresa en la que trabajan, así como se arruinan si la empresa quiebra.
El que trabaja no sólo se mantiene a sí mismo, sino que sostiene a su familia, puede darles educación a sus hijos y mejorar sus condiciones de vida, lo que en términos generales se traduce en aumento del nivel de vida de la sociedad en su conjunto.
En cambio, el desempleado se muere de hambre, junto con su familia de la que no recibe sino desprecio.
¿Cómo es posible entonces que quien es explotado se desarrolla mientras que el que no lo es se degrada física y moralmente?
A pesar de esta constatación práctica y de que la socialdemocracia en su evolución ha ido abandonando la teoría de la explotación, ésta nunca ha dejado de formar parte del arsenal propagandístico de los socialistas.
La pregunta es por qué siguen insistiendo en esta superchería pese a todas las evidencias en contrario. La respuesta es que han elegido la impermeabilidad ideológica contra la evidencia de los hechos y los argumentos de la razón.
Esta actitud es la que los hermana con el fundamentalismo islámico.
Pero lo más extraño de esta propaganda es lo contradictoria que resulta. Incluso hoy para la Izquierda Unida, ese aquelarre de sectas y cofradías que apoyan a Rodríguez Zapatero, el principal problema de España es el paro, por lo que la política del gobierno debe dirigirse a esa vieja utopía socialdemócrata del “pleno empleo”.
¿Cómo puede ser compatible la teoría de la explotación con una política de pleno empleo? Es como decir que la Izquierda Unida lucha para que no se quede ni un solo trabajador sin ser explotado.
Pero no sólo eso. La única política laboral identificable de la dictadura militar comunista de Venezuela puede resumirse en la palabra “inamovilidad”, que se ha prorrogado cada semestre, indefinidamente.
Traducido al lenguaje oficial de la izquierda significa que los capitalistas no sólo explotan a los trabajadores sino que están obligados a hacerlo, porque si tratan de liberarlos, no pueden: está prohibida la emancipación de los trabajadores.
Eran más coherentes los abolicionistas que exigían a los amos liberar a sus esclavos (aunque hay constancia de que ese ícono de la revolución, Ezequiel Zamora, se querelló en tribunales para conservar los suyos); pero estos nuevos revolucionarios les impiden a los capitalistas soltar la presa.
Es un hecho palmario que las empresas estatizadas cambian de propietario pero no dejan de hacer lo mismo que siempre hacían, aunque evidentemente en peores condiciones. No cambian de “modo de producción”, por lo que nunca podrá saberse porqué antes explotaban a sus trabajadores y ahora no.
Las empresas “socialistas” no existen. No hay “modo de producción socialista”. Sólo hay un modo de producción, con el nombre que sea, que corresponde a una racionalidad económica de costo-beneficio. Si no se atiende a esta racionalidad la empresa fracasa, independientemente de quien sea el dueño.
Las empresas son productivas o improductivas. En un caso sobreviven y pueden crecer, dándoles seguridad y bienestar a dueños y empleados, en el otro, están condenadas a desaparecer y todos para la calle a buscar qué hacer.
Con una sola actividad productiva (petrolera) no se pueden financiar todas las otras, improductivas. Si se intenta algo así, será el fin de la actividad petrolera.
Los gobiernos que actúan con un cálculo político o, mejor, demagógico, son pésimos agentes económicos. Esta actividad tienen que dejársela a quienes “sí saben de negocios, porque es su especialidad”.
BURGUESES. Uno de los aspectos más cuestionables de los socialistas es que nunca se han ocupado de definir qué es una clase social, cómo se entra en ella, ni cómo se sale. Esto a pesar de haber puesto en la “lucha de clases” el eje central de la historia universal y del trazado de su línea política.
Salvo la generalidad de ser o no propietario de medios de producción, lo que haría a uno contratar trabajo ajeno y a otro vender su fuerza de trabajo, nunca han aclarado cuál es el rasgo común que identifica a los miembros de una clase social que permite diferenciarlos de otra.
Así, quien sea dueño de un torno y una troqueladora, sin duda, instrumentos de producción, contrata a un tornero y un troquelador, lo que implica explotación de trabajo asalariado, de alguna manera misteriosa se afilia a la familia Krupp, aunque ni siquiera la haya oído nombrar.
Pero hay otros elementos que dificultan la vida de los socialistas y su claridad mental que son, por ejemplo: los niveles de ingreso, cultura, prestigio social, poder político, influencia en la opinión pública, fama y fortuna.
El mundo sería perfecto si éstos se distribuyeran uniformemente entre algunos, de manera de que los burgueses los tuvieran todos y los proletarios nada; pero Dios ha querido que a quien tenga una cosa le falte otra, de manera que nadie las tiene todas consigo. El talento rara vez acompaña a la belleza, la inteligencia a la felicidad y el éxito parece reñido con la beatitud.
Algunos comunistas han resultado ser más ricos que cualquier explotador del trabajo ajeno, como Picasso, Neruda y Charles Chaplin. Nadie duda que Oliver Stone, Noemí Campbell, David Moore y otros parásitos irresponsables ganen más dinero sin romperse el lomo, que cualquier persona laboriosa que en Venezuela se merezca el trato despectivo y discriminatorio de “burgués”.
Ni la riqueza, la cultura, el poder, la influencia, sirven para determinar la adscripción a una “clase social”, como tanto menos la supuesta posesión de medios de producción, en particular desde la irrupción de las sociedades por acciones, mercado de capitales y bolsas de comercio, que han democratizado la propiedad de las sociedades anónimas, en el sentido de que no se sabe quiénes son ni dónde podrían estar sus dueños.
La burguesía no existe, puesto que no existen clases sociales, éstas son entelequias inventadas por los sociólogos con fines explicativos, pero no para crucificar a nadie en la vida real.
Sin embargo, el epíteto “burgués” se sigue utilizando para estigmatizar a categorías de personas indeterminadas a las que se quiere destruir, con la ventaja de que, por ser un término indefinido, se le puede aplicar a cualquiera, según un criterio arbitrario que no se aplica a otros que estarían en idéntica posición según el mismo criterio.
Por ejemplo, nadie podría explicar porqué no es burgués José Vicente Rangel, Diosdado Cabello, Arne Chacón o los miembros de ese sindicato de testaferros conocido como “Empresarios por Venezuela”.
Salta a la vista que esta palabra, carente de sentido y sin contenido, es un estigma que sirve para privar de todo derecho a quien se le aplica: “burgués” es equivalente a “judío”, en el lenguaje nacionalsocialista.
Lo grave es el mecanismo psicológico que se pone en marcha una vez que se aplica el estigma, esa especie de compendio de todo lo malo y execrable, lo que debe ser extirpado como un tumor, eliminado como alimaña, según el lenguaje profiláctico de los nacionalsocialistas y comunistas.
La persona sale del género humano, privado de ciudadanía, convertido en apátrida, sin derechos, civiles ni políticos, puede ser despojado de sus bienes, libertad e incluso de la vida, sin apelación ni recurso alguno.
Los demás no hacen nada por defenderlos, quizás por cobardía o comodidad, al fin y al cabo no son ellos los agredidos; pero en el fondo es porque comparten el tabú del estigma. “Algo malo debe haber en esos burgueses o judíos para que los persigan de un modo tan cruel.”
La propaganda comunista y nacionalsocialista genera el clima de la impunidad, aunque nadie la crea a pie juntillas o se la tome demasiado en serio, tampoco la cuestionan, no la refutan. Esto es parte del colaboracionismo opositor. No les parece políticamente correcto aparecer del lado del burgués, del judío.
Les resulta preferible callar, aunque eso los convierta en cómplices.
COMUNISTAS. Las teorías clasistas son tan peligrosas políticamente, falsas científicamente, abominables moralmente y deleznables jurídicamente, como lo son las teorías racistas. Pero la sociedad internacional no ha tenido la misma energía que despliega contra el racismo cuando se trata del clasismo. Esto sería comprensible durante la era soviética; pero hoy resulta imperdonable.
Salvo la reciente Declaración de Praga, no parece que haya alguna conciencia sobre la necesidad de reconocer los genocidios comunistas y hacer propósito de enmienda.
La adopción del 23 de agosto, fecha de la firma del tratado Stalin-Hitler, o Molotov-Ribbentrop, como día mundial contra el totalitarismo, es un pequeño avance; como el 27 de enero, fecha conmemorativa del Holocausto.
Pero todavía las teorías clasistas son compartidas a su manera por corrientes socialdemócratas y movimientos sindicales, más por inercia o flojera intelectual que por convencimiento. Es muy fácil seguir creyendo que la sociedad se divide en clases y que ellos son víctimas de la injusticia social, que ponerse a pensar cómo salir adelante con el esfuerzo propio.
No faltará quien diga que ellos “ven” las clases sociales con sólo salir a la calle, afirmación tan convincente como que pueden ver negros e indios y constatar que, sin duda, son inferiores.
Alguna vez oímos a Teodoro Petkoff decir que iba a una fábrica y veía las fuerzas productivas y las relaciones de producción tan claramente que quien lo negara sería por ceguera intelectual o interés crematístico.
No vale la pena decir que si tuviera formación organicista vería la cabeza, los miembros, el corazón, el cerebro de la fábrica con igual claridad; pero ellos conocen la palabra “hipostatización”, sólo que la usan cuando les conviene, como esos sujetos que llevan lentes rojos y se sorprenden de ver todo rosado.
El socialismo es deliberadamente mendaz, pero confía en el atraso de la gente sencilla, que todavía puede comprar chatarra ideológica como si fuera nueva.
Repiten a diario esas mentiras por las llamadas emisoras comunitarias, luego en las grandes cadenas de televisión y las pegan en todas las paredes. Este abuso comunicacional no les agregará un átomo de verdad.
El socialismo en todas sus variantes está condenado al fracaso, así en Grecia como en España, porque pretende repartir lo que no han producido.
Una verdad tan simple como que no se debe gastar lo que no se tiene.
Luis Marín
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