El miedo paraliza o impulsa, detiene o acelera, desconcierta o aclara las mentes. En el caso de un régimen como el que rige en Venezuela, el miedo genera una lógica implacable que empuja los eventos en una sola dirección: la de profundizar la “revolución”.
En un reciente artículo, Carlos Alberto Montaner argumentó que las acciones represivas contra Oswaldo Álvarez Paz y Guillermo Zuloaga (y yo añadiría: Wilmer Azuaje), son producto de instrucciones emitidas desde el centro vital que hoy controla el devenir venezolano: la voluntad de la satrapía castrista ejecutada por intermedio de los organismos de seguridad cubanos instalados en nuestro país. No dudo que Montaner esté en lo cierto, pero la decisión de Castro es parte de un contexto más amplio: la lógica misma de un proceso que transforma el miedo en aceleración.
La “revolución” tiene miedo. Teme al palpable fracaso de su gestión; teme a la caída gradual de la popularidad de su líder y al agotamiento del carisma; teme a los tímidos avances de una dirigencia opositora que aprende un poco con cada paso; teme a los medios de comunicación que alzan su voz crítica; teme, por encima de todo, ante la posibilidad de perder el poder, derrumbando la barrera que le separa de una hipotética venganza por parte de la mitad, al menos, de una sociedad que se ha visto agraviada de modo cruel e innecesario.
Pues allí se encuentra el meollo del asunto. ¿Qué llevó a Hugo Chávez, quien en 1999 disfrutó del respaldo generoso y esperanzado de millones de sus compatriotas, a optar por la subordinación a Fidel Castro, sometiendo al país y su Fuerza Armada a una humillante cubanización? ¿Qué le hizo sacrificar la inmensa dosis de buena voluntad de que gozó, y con la que pudo conducirnos a la unidad, la concordia y la prosperidad, para en su lugar cambiarles por el odio?
El régimen tiene miedo de sus propios fantasmas, de la estela de dolor que va dejando a lo largo y ancho de Venezuela, de las inmensas contradicciones de un proceso marcado por un inocultable y rancio resentimiento, y empujado por los restos de ideologías sin rumbo y fervores extintos.
Al encadenarse a Castro y al patético esperpento que es la revolución cubana, Hugo Chávez y sus acólitos se han condenado a seguir los pasos inexorables de una lógica que les hundirá más y más en el pantano de la represión, contra sus compatriotas que piensan distinto y no quieren seguirles por ese camino degradante. La decisión de perpetuarse en el poder a toda costa, de manipular los métodos democráticos para aferrarse al mando, de asfixiar la división de poderes y el Estado de Derecho, de emplear todos los recursos del gobierno con un único propósito, y de excluir a una gran masa de ciudadanos del acceso al disfrute de sus derechos, convirtiéndoles en “escuálidos”, obliga y obligará a Chávez a reprimir cada vez más.
¿Dónde y cuándo se detendrá o será forzado a hacerlo? ¿Qué costos adicionales, en violencia, dolor, perfidia y humillación exigirá Chávez, antes de que los venezolanos logremos restaurar el pacto social que una vez nos permitió existir como seres humanos iguales ante la ley?
La lógica del miedo impulsa a la violencia, que ya trasciende el horror semanal de los crímenes, la inseguridad e incertidumbre permanentes, y afinca sus colmillos en el terreno de la abierta persecución a la disidencia. Es una lógica aplastante, que a fin de cuentas se lleva también por delante a los que la sembraron con miopía y arrogancia. ¡Qué tristeza para Venezuela! ¡Qué destino irredimible para Chávez y su delirante ambición!
En un reciente artículo, Carlos Alberto Montaner argumentó que las acciones represivas contra Oswaldo Álvarez Paz y Guillermo Zuloaga (y yo añadiría: Wilmer Azuaje), son producto de instrucciones emitidas desde el centro vital que hoy controla el devenir venezolano: la voluntad de la satrapía castrista ejecutada por intermedio de los organismos de seguridad cubanos instalados en nuestro país. No dudo que Montaner esté en lo cierto, pero la decisión de Castro es parte de un contexto más amplio: la lógica misma de un proceso que transforma el miedo en aceleración.
La “revolución” tiene miedo. Teme al palpable fracaso de su gestión; teme a la caída gradual de la popularidad de su líder y al agotamiento del carisma; teme a los tímidos avances de una dirigencia opositora que aprende un poco con cada paso; teme a los medios de comunicación que alzan su voz crítica; teme, por encima de todo, ante la posibilidad de perder el poder, derrumbando la barrera que le separa de una hipotética venganza por parte de la mitad, al menos, de una sociedad que se ha visto agraviada de modo cruel e innecesario.
Pues allí se encuentra el meollo del asunto. ¿Qué llevó a Hugo Chávez, quien en 1999 disfrutó del respaldo generoso y esperanzado de millones de sus compatriotas, a optar por la subordinación a Fidel Castro, sometiendo al país y su Fuerza Armada a una humillante cubanización? ¿Qué le hizo sacrificar la inmensa dosis de buena voluntad de que gozó, y con la que pudo conducirnos a la unidad, la concordia y la prosperidad, para en su lugar cambiarles por el odio?
El régimen tiene miedo de sus propios fantasmas, de la estela de dolor que va dejando a lo largo y ancho de Venezuela, de las inmensas contradicciones de un proceso marcado por un inocultable y rancio resentimiento, y empujado por los restos de ideologías sin rumbo y fervores extintos.
Al encadenarse a Castro y al patético esperpento que es la revolución cubana, Hugo Chávez y sus acólitos se han condenado a seguir los pasos inexorables de una lógica que les hundirá más y más en el pantano de la represión, contra sus compatriotas que piensan distinto y no quieren seguirles por ese camino degradante. La decisión de perpetuarse en el poder a toda costa, de manipular los métodos democráticos para aferrarse al mando, de asfixiar la división de poderes y el Estado de Derecho, de emplear todos los recursos del gobierno con un único propósito, y de excluir a una gran masa de ciudadanos del acceso al disfrute de sus derechos, convirtiéndoles en “escuálidos”, obliga y obligará a Chávez a reprimir cada vez más.
¿Dónde y cuándo se detendrá o será forzado a hacerlo? ¿Qué costos adicionales, en violencia, dolor, perfidia y humillación exigirá Chávez, antes de que los venezolanos logremos restaurar el pacto social que una vez nos permitió existir como seres humanos iguales ante la ley?
La lógica del miedo impulsa a la violencia, que ya trasciende el horror semanal de los crímenes, la inseguridad e incertidumbre permanentes, y afinca sus colmillos en el terreno de la abierta persecución a la disidencia. Es una lógica aplastante, que a fin de cuentas se lleva también por delante a los que la sembraron con miopía y arrogancia. ¡Qué tristeza para Venezuela! ¡Qué destino irredimible para Chávez y su delirante ambición!
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