La izquierda perdida
Chávez llegó al poder por la incapacidad del sistema para reformarse. Se intentaron las reformas por "las buenas" en el período de Carlos Andrés Pérez y se avanzó de modo limitado, dadas las resistencias de las élites, incluido su propio partido. La conspiración contra las reformas determinó su derrocamiento. El país apostó a Caldera -contra Copei y AD- y luego de un período errático, enfrentado al FMI, terminó en un esquema más neoliberal que aquel del que se acusaba a CAP, a quien AD, bajo la dirección de Alfaro Ucero, le había negado respaldo para un programa menos extremo. AD fue el soporte de Caldera. Ante lo que la mayoría percibió como el fracaso de dos líderes con experiencia y de los partidos existentes, los venezolanos buscaron rostros diferentes y se volcaron hacia el que aparecía incontaminado.
La negación de las reformas por el viejo sistema político explica a Chávez, pero no cómo logró copar el espacio de la izquierda, entonces ocupado por partidos pequeños, y obligarla a tenerlo como su representante.
Fracaso Siniestro. Una explicación podría ser que el militar golpista del 4F, con su característica audacia y con su cerebrito lleno de consignas comunistas, de la epopeya fidelista, así como de decenas de canciones de protesta y párrafos de Venezuela Heroica aderezadas con su poquito de Mi Lucha, se hubiese decidido a ocupar ese espacio izquierdoso a codazos. Lo hizo, pero sin esfuerzo alguno, el territorio estaba allí, con muchos elementos desconectados y, en no poca medida, fragmentados. La pregunta se desplaza: ¿por qué lo hizo él y no otro? ¿Por qué su movimiento y no los partidos existentes?
Es cierto que Fidel Castro le dio una inesperada acogida, lo convirtió en su ahijado, le sorbió el seso, lo amamantó y lo sacó rápidamente de la cueva en la cual gruñen los militares golpistas de la Historia latinoamericana para llevarlo al pedestal en el cual se congregan los héroes que el castrismo reconoce, condona, promueve y usufructúa. Sin embargo, es discutible que el cubano tuviera tanta fuerza dentro de Venezuela como para imponer a Chávez como líder de una izquierda que tenía lucha, historia y cierto heroísmo en algunos episodios.
La explicación más plausible es que el espacio de la izquierda estaba vacío hace mucho rato, no porque no hubiese dirigentes de esa tendencia, sino porque no lograron construir nunca un poderoso movimiento político en el período democrático; el que hubo en 1958 y por pocos años más fue enterrado por sus propios dirigentes en la aventura guerrillera.
Claro que hubo propuestas importantes, entre las cuales las más notables y exitosas fueron las que representó el MAS, primero, y luego La Causa R. En ambos casos, al menos en su origen, fue un esfuerzo por reinsertarse en la sociedad democrática de la cual sus dirigentes históricos se habían apartado. Los del MAS desarrollaron un clamoroso movimiento de clase media que introdujo novedades en la escena política, pero siempre lo hizo desde un radicalismo retórico que sólo fue abandonado tardíamente para promover y luego compartir el segundo gobierno de Caldera. El MAS, en su larga rectificación, no se planteó el problema del poder sino, a lo más, del Gobierno.
La Causa R, a comienzos de los 90, logró convertirse en alternativa política pero, para hacerlo, se desplazó exitosamente hacia el centro y por poco le gana a Caldera en 1993 (voces de allí sostienen que obtuvieron la victoria y les fue arrebatada). Sus dirigentes renegaron de la izquierda, primero en forma tímida, y luego con más inspiración.
La izquierda socialdemócrata representada por AD ya había dado signos de extremo agotamiento, mientras que la izquierda tradicional, representada por el PCV, el MEP, entre otros, se volvieron catarros crónicos. Los fragmentos más o menos reconstruidos de la diáspora posguerrillera se movían entre insurrecciones civiles nonatas y posibles golpes militares "progresistas", ambas opciones infladas después del Caracazo.
El Espacio estaba vacío. El problema que la izquierda venezolana no logró resolver fue un problema intelectual de largo alcance que significaba vincular su propuesta de justicia social -lo que implicaba un papel fundamental para el Estado- con una política pública que aceptara y promoviera el mercado como vehículo que si estaba correctamente regulado iría a promover el bienestar colectivo. Si bien la izquierda había dejado el aventurerismo político de las décadas de los 60 y 70, no había renunciado entonces (y en buena porción, tampoco ahora) a su visión estatista, colectivista, redistributiva en vez de productiva, en cuyos horizontes sociales se había perdido el individuo, concebido apenas como un huérfano descarriado necesitado de las muletas gubernamentales. Pero esa izquierda sabía que algo andaba mal, pero no atinaba a saber qué y se dedicaba a una labor ímproba pero inútil: "conectarse" con el pueblo, como si el problema fuese de falta de atención a las masas y sus cuitas, y se necesitara un cable para el encuentro. No se entendía que el lugar "externo" desde el cual se procuraba la "conexión" era lo que estaba mal concebido: era la visión de los filántropos que buscaban ayudar, en vez de la de los políticos que procuraban constituirse con las masas para un proyecto alternativo. Se aspiraba sólo a llegar al Gobierno para hacer mejor lo que AD y Copei habían dejado a medio andar.
El espacio de la izquierda, de esa izquierda, era el del predominio absoluto del Estado que ya AD no podía llenar. El triunfo de Chávez se encontró con un terreno vacío, el del estatismo petrolero de casi un siglo, que fue cuestionado, débil y contradictoriamente, en los períodos de Pérez y Caldera, y que en el marco de un nuevo ascenso de precios de los hidrocarburos permitió a Chávez llevar hasta el paroxismo lo que había sido la Historia de la Venezuela contemporánea: Estado y petróleo. Chávez, en este sentido, es la continuidad sin control del modelo rentista. Así, se convierte en la figura más idónea de la izquierda más atrasada y -con la venia del ascenso petrolero- más exitosa. Esa izquierda incorporó debajo de la retórica zurda toda su carga fascista, lo que le permitió al nuevo caudillo reclutar el apoyo del sector informal antes que el de los trabajadores organizados.
Es posible que la izquierda no logre deshacerse en mucho tiempo del terrible fardo de Chávez. Lo hará cuando entienda que no puede renunciar ni al mercado ni al Estado reformado, y que su desafío es darle sentido social y ético. Mientras ande buscando el socialismo de la vieja ola sólo logrará darle la vida al estatismo petrolero, prisionero de aventureros que le den limosnas políticas. Se liberará cuando entienda que el dilema no es entre neoliberalismo y populismo, y que hay respuestas más complejas que las que un autócrata está dispuesto a aceptar.
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Chávez llegó al poder por la incapacidad del sistema para reformarse. Se intentaron las reformas por "las buenas" en el período de Carlos Andrés Pérez y se avanzó de modo limitado, dadas las resistencias de las élites, incluido su propio partido. La conspiración contra las reformas determinó su derrocamiento. El país apostó a Caldera -contra Copei y AD- y luego de un período errático, enfrentado al FMI, terminó en un esquema más neoliberal que aquel del que se acusaba a CAP, a quien AD, bajo la dirección de Alfaro Ucero, le había negado respaldo para un programa menos extremo. AD fue el soporte de Caldera. Ante lo que la mayoría percibió como el fracaso de dos líderes con experiencia y de los partidos existentes, los venezolanos buscaron rostros diferentes y se volcaron hacia el que aparecía incontaminado.
La negación de las reformas por el viejo sistema político explica a Chávez, pero no cómo logró copar el espacio de la izquierda, entonces ocupado por partidos pequeños, y obligarla a tenerlo como su representante.
Fracaso Siniestro. Una explicación podría ser que el militar golpista del 4F, con su característica audacia y con su cerebrito lleno de consignas comunistas, de la epopeya fidelista, así como de decenas de canciones de protesta y párrafos de Venezuela Heroica aderezadas con su poquito de Mi Lucha, se hubiese decidido a ocupar ese espacio izquierdoso a codazos. Lo hizo, pero sin esfuerzo alguno, el territorio estaba allí, con muchos elementos desconectados y, en no poca medida, fragmentados. La pregunta se desplaza: ¿por qué lo hizo él y no otro? ¿Por qué su movimiento y no los partidos existentes?
Es cierto que Fidel Castro le dio una inesperada acogida, lo convirtió en su ahijado, le sorbió el seso, lo amamantó y lo sacó rápidamente de la cueva en la cual gruñen los militares golpistas de la Historia latinoamericana para llevarlo al pedestal en el cual se congregan los héroes que el castrismo reconoce, condona, promueve y usufructúa. Sin embargo, es discutible que el cubano tuviera tanta fuerza dentro de Venezuela como para imponer a Chávez como líder de una izquierda que tenía lucha, historia y cierto heroísmo en algunos episodios.
La explicación más plausible es que el espacio de la izquierda estaba vacío hace mucho rato, no porque no hubiese dirigentes de esa tendencia, sino porque no lograron construir nunca un poderoso movimiento político en el período democrático; el que hubo en 1958 y por pocos años más fue enterrado por sus propios dirigentes en la aventura guerrillera.
Claro que hubo propuestas importantes, entre las cuales las más notables y exitosas fueron las que representó el MAS, primero, y luego La Causa R. En ambos casos, al menos en su origen, fue un esfuerzo por reinsertarse en la sociedad democrática de la cual sus dirigentes históricos se habían apartado. Los del MAS desarrollaron un clamoroso movimiento de clase media que introdujo novedades en la escena política, pero siempre lo hizo desde un radicalismo retórico que sólo fue abandonado tardíamente para promover y luego compartir el segundo gobierno de Caldera. El MAS, en su larga rectificación, no se planteó el problema del poder sino, a lo más, del Gobierno.
La Causa R, a comienzos de los 90, logró convertirse en alternativa política pero, para hacerlo, se desplazó exitosamente hacia el centro y por poco le gana a Caldera en 1993 (voces de allí sostienen que obtuvieron la victoria y les fue arrebatada). Sus dirigentes renegaron de la izquierda, primero en forma tímida, y luego con más inspiración.
La izquierda socialdemócrata representada por AD ya había dado signos de extremo agotamiento, mientras que la izquierda tradicional, representada por el PCV, el MEP, entre otros, se volvieron catarros crónicos. Los fragmentos más o menos reconstruidos de la diáspora posguerrillera se movían entre insurrecciones civiles nonatas y posibles golpes militares "progresistas", ambas opciones infladas después del Caracazo.
El Espacio estaba vacío. El problema que la izquierda venezolana no logró resolver fue un problema intelectual de largo alcance que significaba vincular su propuesta de justicia social -lo que implicaba un papel fundamental para el Estado- con una política pública que aceptara y promoviera el mercado como vehículo que si estaba correctamente regulado iría a promover el bienestar colectivo. Si bien la izquierda había dejado el aventurerismo político de las décadas de los 60 y 70, no había renunciado entonces (y en buena porción, tampoco ahora) a su visión estatista, colectivista, redistributiva en vez de productiva, en cuyos horizontes sociales se había perdido el individuo, concebido apenas como un huérfano descarriado necesitado de las muletas gubernamentales. Pero esa izquierda sabía que algo andaba mal, pero no atinaba a saber qué y se dedicaba a una labor ímproba pero inútil: "conectarse" con el pueblo, como si el problema fuese de falta de atención a las masas y sus cuitas, y se necesitara un cable para el encuentro. No se entendía que el lugar "externo" desde el cual se procuraba la "conexión" era lo que estaba mal concebido: era la visión de los filántropos que buscaban ayudar, en vez de la de los políticos que procuraban constituirse con las masas para un proyecto alternativo. Se aspiraba sólo a llegar al Gobierno para hacer mejor lo que AD y Copei habían dejado a medio andar.
El espacio de la izquierda, de esa izquierda, era el del predominio absoluto del Estado que ya AD no podía llenar. El triunfo de Chávez se encontró con un terreno vacío, el del estatismo petrolero de casi un siglo, que fue cuestionado, débil y contradictoriamente, en los períodos de Pérez y Caldera, y que en el marco de un nuevo ascenso de precios de los hidrocarburos permitió a Chávez llevar hasta el paroxismo lo que había sido la Historia de la Venezuela contemporánea: Estado y petróleo. Chávez, en este sentido, es la continuidad sin control del modelo rentista. Así, se convierte en la figura más idónea de la izquierda más atrasada y -con la venia del ascenso petrolero- más exitosa. Esa izquierda incorporó debajo de la retórica zurda toda su carga fascista, lo que le permitió al nuevo caudillo reclutar el apoyo del sector informal antes que el de los trabajadores organizados.
Es posible que la izquierda no logre deshacerse en mucho tiempo del terrible fardo de Chávez. Lo hará cuando entienda que no puede renunciar ni al mercado ni al Estado reformado, y que su desafío es darle sentido social y ético. Mientras ande buscando el socialismo de la vieja ola sólo logrará darle la vida al estatismo petrolero, prisionero de aventureros que le den limosnas políticas. Se liberará cuando entienda que el dilema no es entre neoliberalismo y populismo, y que hay respuestas más complejas que las que un autócrata está dispuesto a aceptar.
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