El mejor indicador de los principios morales sobre los cuales se sustenta el movimiento político impulsado por el teniente coronel Hugo Chávez, desde su aparición en escena la noche del fallido golpe de Estado de 1992 hasta el presente, lo encontramos en el uso recurrente de la violencia física oficiada por grupos de civiles armados y uniformados de rojo contra venezolanos, también civiles pero desarmados, que no comparten sus posturas ni sus prácticas políticas.
No deberíamos olvidarlo.
No deberíamos olvidarlo.
Porque de esta época oscura, en la que el teniente coronel ha logrado sacar a flote lo peor acumulado en el inconsciente colectivo de una parte de la población el resentimiento social, el odio de clases, el desprecio por la ley, el uso de la fuerza bruta como intimidación algún aprendizaje, decisivo para un futuro de convivencia pacífica, debemos extraer.
Lo peor es que nos hemos acostumbrado. Ya casi nos parece normal que un grupo de camisas rojas, en estado de histeria colectiva, con el propósito de hacer “justicia popular” (así lo llaman ellos) por su mano propia, tome por asalto una televisora o una planta de radio, destroce sus equipos, dispare contra su fachada y lance bombas lacrimógenas sin importarle los niños o las mujeres embarazadas que se encuentran en la sede.
Ya forma parte del paisaje que otro grupo similar, siempre uniformado, siempre de camisas, gorras e incluso pantalones rojos entre a sangre y fuego en la sede de una alcaldía o una gobernación ganada en elecciones justas por factores de oposición y en otro acto de “justicia” queme las computadoras, incendie los muebles, apalee sin piedad a cuanta persona intente hacerles frente e, incluso, como ocurrió en la sede de la Alcaldía Metropolitana de Caracas, condenen en un “juicio popular” a un funcionario e intenten colgarlo de no mediar la autoridades.
Así fue desde el comienzo.
Primero en el lenguaje, después en los hechos. La oferta de “freír la cabeza” de los adecos en gigantescas pailas de aceite hirviendo, realizada por Hugo Chávez al final de su primera campaña para las elecciones presidenciales, no era como creímos algunos una mera metáfora electoral.
Había transcurrido pocos meses de su juramentación como Presidente cuando turbas oficialistas, claramente organizadas y entrenadas, comenzaron a agredir de manera sistemática, en los accesos al Palacio Federal, a los diputados de oposición que asistían a las sesiones del, por entonces, Congreso Nacional. Al comienzo eran sólo insultos, escupitajos y apedreamientos. Luego pasaron a los golpes y así hasta que un día le fracturaron la mandíbula a un diputado de Acción Democrática con un tubo que un exaltado hizo atravesar por el vidrió del automóvil.
Después vino la llamada “esquina caliente”, en la Plaza Bolívar de Caracas, desde donde los oficialistas más tarde nos enteraríamos de que eran asalariados del alcalde Juan Barreto abucheaban, perseguían o le entraban a pescozones a cuanta persona con algún tufillo de “oligarca opositor” transitara por el sitio. Años después, la prensa internacional hizo circular la fotografía del motorizado aquel, ahora ya sí de franela roja, que con toda frialdad se baja de su moto, saca su pistola y dispara contra un grupo opositor que protestaba por lo que consideraban un fraude electoral. Del otro lado resultaba muerta una señora, cuyos familiares y amigos todavía recuerdan colocando flores en el lugar donde cayó.
El Presidente casi nunca dijo nada. Una sola palabra de su parte hubiese detenido de inmediato la espiral de violencia roja. Ya sabemos que sus seguidores le veneran y obedecen como a un Dios. Pero no lo hizo. Silencio cómplice.
Ahora, con la popularidad en decadencia, conflictos internacionales por doquier, manifestaciones de protesta a lo largo y ancho del país, trata de protegerse enviando a prisión a Lina Ron, la conductora de los ataques violentos por todos conocidos contra la sede de Globovisión. Es lo correcto, pero no le creemos. Son diez años viéndolo actuar. Es como si el dueño de un perro feroz, a quien él mismo entrenó para atacar, sacara la pistola y amenazara con matarlo por morder a un transeúnte. El presidente Luis Herrera, que en paz descanse, hubiese dicho: “Tarde piaste, pajarito”.
hernandezmontenegro@cantv.net
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