Hace años un gran amigo tomó una decisión de vida: Luego de haber sido educado en excelentes centros académicos, y teniendo la posibilidad de salir a estudiar al exterior o de seguir disfrutando de una placentera vida en la ciudad capital, asumió la responsabilidad de irse a la costa oriental del lago de Maracaibo a proseguir con la obra que su padre comenzó 52 años atrás. Como todo emprendedor, el padre de mi amigo tomó riesgos a los que pocos se hubieran atrevido: invirtió su escaso capital en un olvidado pueblo apartado de todo y sumido en la precariedad que vivía el interior del país en los años 50. Luego de medio siglo de arduo trabajo, de arriesgar su dinero, de sacrificar a su familia, de creer en el país, en el pueblo que adoptó como morada y en los ciudadanos, levantó una empresa ejemplar que, aún en medio de las incertidumbres creadas por este gobierno, siguió invirtiendo en el país hasta que entre gallos y medianoche, como actúan los hampones, una horda de militares y civiles (entre los cuales se encontraban personas despedidas de la empresa por ladrones) tomaron las instalaciones construidas a lo largo de tantos años, apadrinados por una orden arbitraria del presidente y por una ley abiertamente inconstitucional y antidemocrática que permite la expropiación (léase confiscación) de las empresas que prestan servicios petroleros. A mi amigo se le permite la entrada a su propia oficina sólo bajo vigilancia y no puede sacar ni siquiera sus bienes personales. Sobra decir que durante esta semana, nada se ha producido.
La arbitrariedad y el abuso de esta acción son tan patentes y grotescos que no vale la pena ni siquiera comentarlo. Es preferible concentrarse en la estupidez que ello significa. Confiscarle la empresa a quienes la han trabajado con dedicación, empeño y, sobre todo, conocimiento del oficio es tan inútil como robarle el violoncello a Pablo Casals o decomisarle la Filarmónica de Berlín a Sir Simon Rattle. ¿Qué podría hacer un mequetrefe con el instrumento del maestro catalán? ¿A pesar de lo virtuoso que puedan ser los músicos de la mejor orquesta del mundo, cuánto tiempo podrían seguir manteniendo ese estatus al ser dirigidos por un incompetente con un cambur en la oreja que crea que dirigir una orquesta se limita a "mover una varita" y piensa que "eso lo hace cualquiera"? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los músicos emigraran a otras orquestas en otros países? ¿Creen los cobardes que tomaron esas instalaciones que hay alguna diferencia entre dirigir una sofisticada empresa y los casos planteados? Las respuestas son tan obvias que las podemos ver día a día en la propia industria petrolera y en las tierras quitadas a los ganaderos.
Pero, además del innegable fracaso que se avecina y sus nefastas consecuencias prácticas, como la escasez de gasolina y la quiebra del país, el asalto de la costa oriental tiene serias connotaciones políticas y jurídicas. Se confirma el carácter totalitario y antidemocrático del más inepto de los gobiernos. Se patea, una vez más, la constitución: se violenta la propiedad privada, se utilizan vías de hecho (ausencia absoluta de procedimientos que garanticen el derecho a la defensa), se cercenan el derecho al trabajo y el de dedicarse a la actividad lícita de preferencia. El problema no se trata de un grupito de empresas que han sido confiscadas. Se trata de una política de gobierno dirigida a la abolición de los derechos ciudadanos, tal y como queda comprobado no sólo por este hecho sino por los asaltos a los productores agropecuarios, las tomas a la industria agroalimentaria, las invasiones urbanas y rurales, las inhabilitaciones políticas y el robo de la voluntad popular mediante el atropello a los gobernadores y alcaldes de oposición.
El drama de todo esto es que a estos tipos jamás les sonará el instrumento, pero persistirán. Los ciudadanos y la fuerza armada tenemos el mandato constitucional de restaurar la efectiva vigencia de la constitución.
mrcarrillop@gmail.com
La arbitrariedad y el abuso de esta acción son tan patentes y grotescos que no vale la pena ni siquiera comentarlo. Es preferible concentrarse en la estupidez que ello significa. Confiscarle la empresa a quienes la han trabajado con dedicación, empeño y, sobre todo, conocimiento del oficio es tan inútil como robarle el violoncello a Pablo Casals o decomisarle la Filarmónica de Berlín a Sir Simon Rattle. ¿Qué podría hacer un mequetrefe con el instrumento del maestro catalán? ¿A pesar de lo virtuoso que puedan ser los músicos de la mejor orquesta del mundo, cuánto tiempo podrían seguir manteniendo ese estatus al ser dirigidos por un incompetente con un cambur en la oreja que crea que dirigir una orquesta se limita a "mover una varita" y piensa que "eso lo hace cualquiera"? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los músicos emigraran a otras orquestas en otros países? ¿Creen los cobardes que tomaron esas instalaciones que hay alguna diferencia entre dirigir una sofisticada empresa y los casos planteados? Las respuestas son tan obvias que las podemos ver día a día en la propia industria petrolera y en las tierras quitadas a los ganaderos.
Pero, además del innegable fracaso que se avecina y sus nefastas consecuencias prácticas, como la escasez de gasolina y la quiebra del país, el asalto de la costa oriental tiene serias connotaciones políticas y jurídicas. Se confirma el carácter totalitario y antidemocrático del más inepto de los gobiernos. Se patea, una vez más, la constitución: se violenta la propiedad privada, se utilizan vías de hecho (ausencia absoluta de procedimientos que garanticen el derecho a la defensa), se cercenan el derecho al trabajo y el de dedicarse a la actividad lícita de preferencia. El problema no se trata de un grupito de empresas que han sido confiscadas. Se trata de una política de gobierno dirigida a la abolición de los derechos ciudadanos, tal y como queda comprobado no sólo por este hecho sino por los asaltos a los productores agropecuarios, las tomas a la industria agroalimentaria, las invasiones urbanas y rurales, las inhabilitaciones políticas y el robo de la voluntad popular mediante el atropello a los gobernadores y alcaldes de oposición.
El drama de todo esto es que a estos tipos jamás les sonará el instrumento, pero persistirán. Los ciudadanos y la fuerza armada tenemos el mandato constitucional de restaurar la efectiva vigencia de la constitución.
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