EL EMPACHO
Por Antonio Sánchez García
empacho. 1. m. Cortedad, vergüenza, turbación. 2. m. Dificultad, estorbo. 3. m. Indigestión de la comida.
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Este 3 de diciembre hará exactamente un año de la fecha en que el teniente coronel celebrara su segunda reelección. Algún día la historia nos explicará si ese tercer triunfo, logrado con la mágica diferencia de más de 20 puntos por sobre su competidor, el gobernador zuliano Manuel Rosales, correspondió a la estricta, escueta y cruda verdad de los hechos. O si fue el producto de una poderosa maquinaria de manipulación, del inocultable intervencionismo de que hicieron gala las autoridades de gobierno y del más descarado ventajismo electoral jamás visto en la historia democrática de la república. Incluso de un fraude monumental, como sostiene con poderosas razones e irrebatibles pruebas documentales un grupo de expertos en la materia.
En todo caso: la vertiginosa aceptación de los resultados por parte de Rosales y sus más cercanos aliados, así como la inesperada buena pro dada por ellos a un proceso que nadie en su sano juicio podría calificar bajo ningún aspecto de ejemplar, constituyó un terrible baño de agua fría sobre un electorado ilusionado con la esperanza de ponerle un fin pacífico y democrático a la pesadilla que vive desde hace más de ocho años. La oposición, golpeada más por el desliz de su ocasional liderazgo que por el propio Chávez, cayó en un trance casi cataléptico y se sintió succionada por un insondable agujero negro. Chávez parecía blindado electoralmente como para reinar en Venezuela por los siglos de los siglos. O por lo menos hasta cuando las fuerzas lo acompañaran. Que es igual a decir eternamente.
Hasta esa fecha, el teniente coronel se había manejado en la arena internacional con un sorprendente e insólito desparpajo. Es cierto: había mostrado sus modales un tanto barriobajeros frente a importantes personalidades del jet-set político internacional, como los chilenos Ricardo Lagos y José Miguel Insulza, el mexicano Vicente Fox, el peruano Alan García, el inglés Tony Blair o la norteamericana Condoleeza Rice. Pero lo había hecho cuidando de no quebrantar totalmente las normas y quedar desembozadamente al descubierto. Se permitió incluso un ataque artero, brutal y desconsiderado hacia el presidente de la Nación más importante del planeta, en su propia casa, y ante un auditorio tan calificado como el que se reúne en una Asamblea General de las Naciones Unidas. Pero en términos generales había salido bien librado de todas esas escaramuzas verbales. Contando, por supuesto y como no podía ser menos, con la anuencia de la izquierda democrática mundial. ¿Quién no se encanta en Europa, en África o en América Latina ante un muchachón deslenguado que le canta las cuarenta a George Bush, ridiculizándolo en plena capital del Imperio? El odio y el resentimiento hacia los Estados Unidos es el más eficaz de los medios con que cuenta un aspirante a dictador de izquierdas. ¿Quién no siente un oculto placer al saber que un malhablado teniente coronel de un país apenas significativo por sus reservas petroleras se atreve a considerar al Imperator un burro, un borracho y un estúpido con efluvios sulfurados?
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Ese 2 de diciembre de hace un año los fabricantes y administradores de mitos ya habían llegado al país con sus cámaras, sus laptops y sus móviles satelitales convencidos de los aplastantes veinte puntos de ventaja a favor del presidente. Un aceitado lobby del más alto nivel había logrado el milagro de convencer a los principales medios impresos, televisivos y radiales del mundo que Chávez era un candidato invencible. Nadie quiso recordar que, entre una cosa y la otra, el presupuesto en mercadotecnia empleado para crear una matriz de opinión favorable a sus anhelos de ocupar una silla temporal en el Consejo de Seguridad de la ONU se elevó a los mil doscientos millones de dólares. Tan convincente fue el esfuerzo, que terminó por convencer al propio candidato opositor. Que aquella noche no hundió la cabeza y gritó “trágame tierra” porque así no estuviera dispuesto a dar la cara por lo menos debía salvar algo de imagen. La necesitaba para volver a ponerse al frente de su gobernación y capear el temporal del disgusto de sus electores. Correr a aprobar lo reprobable fue el precio que debió pagar por jugar a contendor y no salir triturado del intento.
Todo el mundo – sin consideración de las condiciones de tan aplastante victoria - dio por hecho un triunfo irrebatible y definitorio. Chávez se las creyó todas. Y dejando de lado toda precaución decidió dar el zarpazo final y definitorio: tanto a nivel internacional, como en lo interno. Internacionalmente decidió aliarse al terrorismo internacional para enfrentarse al Imperio, sin importar si se trataba de Ahmadineyad o del propio Bin Laden; expandirse por las viejas naciones bolivarianas – Colombia, Ecuador Perú y Bolivia – y torcerle el pescuezo al eje Washington - Ciudad de México – Lima - Santiago de Chile, luego de neutralizar con contratos, corruptelas y maletines atiborrados de dólares a muy importantes funcionarios de los gobiernos de Argentina. Uruguay y Brasil. Cuyos presidentes – Lula, Tabaré Vásquez y el matrimonio Kirchner - guardan el más discreto silencio frente al totalitarismo que se nos viene encima. No se hable del Sr. José Miguel Insulza, secretario general de la OEA por gracia del teniente coronel.
En lo interno y apenas preocupado por eventuales desajustes, decidió que era hora de reproducir de una vez por todas el sistema totalitario cubano, avanzando hacia la armadura de una asociación estratégica con Cuba y la constitución de un solo país, el que, ya agónico Fidel, no podía ser menos que el suyo propio: su particular Gran Colombia. Lanzó entonces el proyecto de una nueva constitución que amarrara y terminara por pavimentar su creación imperial antillana. Y para no encontrar tropiezos en tan descabellada aventura, creyó llegado el momento para saldar viejas deudas y cobrar cruentos agravios: luego de haber arrodillado a Cisneros y a los restantes empresarios televisivos fue a por la cabeza de su más peligroso contendor, Marcel Granier. Primero ofreciendo comprar RCTV por una suma estratosférica. Luego, ante el rechazo incondicional de sus propietarios, cayéndole a saco y apropiándose ilegalmente de sus instalaciones. A Globovisión la perdonó, por ahora, ante su limitado campo de influencia.
El país parecía estar, por fin, en sus manos. El sueño de la infancia comenzaba a cumplirse. Se sentía un Bolívar redivivo.
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La ambición rompe el saco. Tan seguro se sintió del respaldo ciudadano, que optó por quitarse toda máscara y soltarle los perros a todos sus aliados. Y así, el 8 de enero asomó una reforma constitucional que terminaría por concentrar en sus manos todos los poderes: centralización absoluta y reelección vitalicia. Con un agregado que supuso el peor y más grave de sus errores políticos: reelección indefinida sólo para él y para más nadie. Vociferando ante el mundo que él, el más poderoso de los venezolanos de todos los tiempos – incluido Bolívar – se dejaba de mojigangas y se disponía a asaltar el Poder en el más puro y totalitario de los estilos. Llamó al asalto totalitario: “socialismo del siglo XXI”.
El mundo contuvo el aliento. Sus aliados también. Y para que no le alebrestaran el gallinero pretendió el montaje de un partido único: el PSUV. Imponiéndoselo a todos sus conmilitones de acuerdo al más castrista de los guiones. Creyendo que la oposición era un desierto en ruinas imaginó que podía montar el castillo de arena de su dictadura y apoderarse del ansiado botín sin el menor contratiempo. Fue tan lejos en sus delirios imperiales, que creyó posible coronarse incluso presidente de Cuba, apartado el despojo moribundo de Fidel Castro de un manotazo y comprados con cien mil barriles de petróleo todos sus lacayos. Ya tenía a Bolivia y a Ecuador en sus faltriqueras. Auxiliado entonces por una astuta senadora colombiana con pretensiones presidenciales y los acezantes mastines de las FARC se hizo a la insólita faena de desbancar al presidente Uribe y montar un gobierno de transición que le alfombrara el arribo al Poder al anciano Marulanda – si es que aún vive. O a cualquiera de sus secuaces. Otra satrapía a su servicio.
Ese era el sueño, esos los pasos por convertirlo en realidad. Se olvidó de un ínfimo detalle: en estas lides los pueblos también cuentan. El 27 de mayo le nació una oposición inesperada y de efectos inmediatos y letales, como lo comprobaran todos los caudillos venezolanos, desde Bolívar hasta Pérez Jiménez: el movimiento estudiantil. Meses después, un monarca de impolutos antecedentes democráticos lo mandó callar. Y el presidente del país vecino que pretendió humillar creyéndolo otro pendejo más lo revolcó por el fango, como se lo merece. Para rematar, hoy 2 de diciembre de 2007 su pueblo le indicará la puerta de salida. Pierde de todas todas, así vuelva a montar su fraude. Ya nadie le cree sus victorias, salvo sus más incondicionales lacayos. Perdió la partida.
Dios quiera le quede algo de sentido común, decencia y amor patrio, si es que alguna vez los tuvo. Y acepte con hidalguía el amargo trago de su tercera gran derrota. De lo contrario le espera un futuro nada envidiable. En el mejor de los casos, terminar como Abimael Guzmán o Vladimiro Montesinos. En el peor, emulando a Mussolini. Que se mire en ese espejo: verá el mapa de su destino.
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