domingo, 23 de junio de 2013

EMILIO NOUEL V., LA CORRUPCIÓN: ENTRE LA DESLEALTAD Y EL DERRUMBE

"La corrupción pone de manifiesto la falta de aceptación de reglas importantes de la democracia. El sistema democrático                                          es vulnerable a la corrupción porque no acaba de generar                                          suficiente confianza". Alberto Calsamiglia,
Viniendo de quien viene, ese llamado reciente a combatir la corrupción no puede producir mas que risa, comentarios burlones y descreimiento absoluto, sobre todo, por saber lo que sabemos. Y aun más carcajadas suscita la creación de una policía secreta anticorrupción, la Maduropol,  según el amigo José Luis Farías.

Nunca antes en la historia patria, desde que el “Autócrata Civilizador”, símbolo máximo del gobernante corrompido por excelencia, regía los destinos de esta tierra de gracia, la descomposición moral y administrativa gubernamental había alcanzado las cotas a que ha llegado en los años recientes.

Los casos de personajes que hace diez años eran casi pobretones de solemnidad y que han devenido en potentados y magnates de los negocios y las finanzas a la sombra del Estado petrolero, no son pocos; muchos están dentro del gabinete ministerial y su entorno. Historias tan estrafalarias como grotescas protagonizadas por los nuevos ricos, hoy animan las tertulias familiares y de amigos a lo largo y ancho del país.

En Venezuela se ha producido, pero con mayor rapidez, lo que en la China, con los llamados “príncipes”, descendientes de los líderes de la revolución comunista, convertidos en la actualidad en grandes multimillonarios. En nuestro caso, PDVSA, principalmente, ha sido la fuente de enriquecimiento de los “boliburgueses”. Contratos de transporte, seguros, suministros, divisas y emisiones de bonos han vuelto a unos cuantos grandes magnates, propietarios de lujosos inmuebles dentro y fuera del país, joyas y vehículos, caballos de carrera, medios de comunicación y pare usted de contar antes de que se vaya en vómito.
Ciertamente, la corrupción en el poder no es un fenómeno nuevo, ni los venezolanos somos los únicos que la padecemos. Es una lacra universal. En todas las latitudes se cuecen habas, países desarrollados y emergentes. Ninguno se salva, tampoco ningún sector político.

Soy de los convencidos de que es imposible acabar con ella de forma total, pero hay formas técnico-legales de llevarla a niveles mínimos "tolerables" para la sociedad. Somos seres humanos, por tanto, imperfectos. Siempre, y hasta el Juicio Final, habrá quienes que de una u otra manera sucumbirán a la tentación del tráfico de influencias, el fraude, el soborno, la extorsión y el peculado. Y no solamente en el ámbito público. En los negocios privados también se da el fenómeno, aunque con la ventaja de que no se hace con los dineros de todos.

En el fondo, la corrupción comporta, contiene, una deslealtad con la organización a la que se pertenece. Esto muy bien lo ha señalado Albert Calsamiglia, experto en este asunto. 

Cuando se ostenta un cargo en una institución pública o privada, ser desleal significa infidelidad con ella y sus integrantes. Es traicionarla, engañarla; es ser falso, hipócrita y no transparente, porque se pone delante el beneficio individual en detrimento de aquella, todo bajo un manto secreto.

Pero también es mostrarte ingrato con la que te ha dado una posición y confiado un encargo para que lo cumplas de acuerdo con ciertas reglas, porque, a fin de cuentas, con ello se favorecerán todos sus miembros. 

Cuando se es servidor público, la deslealtad opera contra toda la sociedad; es ella la que se perjudica, en especial, los más necesitados. Está más que demostrado que el dinero que se va por los desaguaderos de la corrupción gubernamental, es dinero arrebatado a las obras y planes sociales dirigidos a quienes están desamparados en nuestra sociedad. Son menos escuelas, liceos y universidades públicas; hospitales; obras de infraestructura y servicios de seguridad.  No son los ricos los afectados.

La palabra corrupción, de por sí, es algo terrible y también terrorífico, aunque de tanto usarla, como dice Alain Etchegoyen, la hemos banalizado. Ella alude a una muerte cercana, a una destrucción que se acerca. En una situación de corrupción hay algo que se ha roto, dañado, y ha comenzado a descomponerse. No es la muerte, es el movimiento hacia ella.

Los filósofos, como Montesquieu, decían que la corrupción evidencia cómo se está degradando un gobierno o perdiendo una república.

En nuestro país, lo que hemos visto y estamos observando es una pandemia de inmoralidad gubernamental que está quebrando, rompiendo, los cimientos de un régimen político que se dirige hacia su propia destrucción. Los riesgos de anomia y caos políticos son enormes. Y todos, sin excepción, podemos ser arrastrados y tragados por ese proceso demoledor.

Las fuerzas democráticas, conscientes de esta grave situación, tienen el deber de arbitrar las fórmulas políticas para sacar adelante el país antes de que lleguemos a ese desastre que se perfila a la vuelta de la esquina. Los más conscientes y decentes partidarios del oficialismo deberían igualmente tomar cartas en este asunto. La primera víctima será la democracia.

@ENouelV
emilio.nouel@gmail.com

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